Empiezas asumiendo los clichés, los bulos y los prejuicios de Donald Trump y acabas asaltando el Capitolio. El Partido Republicano se ha convertido en una amalgama de conspiranoicos, reaccionarios, supremacistas y ultras, para espanto de algunos de sus dirigentes clásicos, tras su simbiosis con todas las variantes del extremismo de derechas durante la presidencia del magnate de Nueva York. Ahora mismo, parece difícil que el Grand Old Party estadounidense pueda recuperar su compostura porque la fiebre trumpista contamina no solo a sus bases, sino también a los votantes, que en su mayor parte, según las encuestas, siguen pensando sin ningún fundamento que el demócrata Joe Biden ganó fraudulentamente las elecciones presidenciales. Es una situación dramática y peligrosa para la convivencia.
El PP ha decidido emprender en España una aventura similar con el acercamiento a las posiciones de la extrema derecha de Vox en las elecciones del 4 de mayo en la Comunidad de Madrid. Y no puede acabar mucho mejor. Aunque algunos dirigentes del partido que lidera Pablo Casado calculen que se trata de una táctica para reintegrar a su espacio lo que consideran una escisión de sus filas, que en buena medida lo es, la política de dicotomías demagógicas, antagonismo irreductible y maniqueísmo radical que Isabel Díaz Ayuso despliega no tiene freno ni marcha atrás. A la derecha resultante no la va a reconocer ni la madre que la parió.
Y lo peor es que no quedará reducida a una singularidad madrileña. Por una sencilla razón. Liquidado el experimento de Ciudadanos, cualquier expectativa de los populares de alcanzar poder, con la notable excepción de Alberto Núñez Feijóo en Galicia, pasa estrictamente por la concurrencia de Vox. Esta semana hemos visto una señal inquietante de ello en las Corts Valencianes. En medio del debate entre los partidos de izquierda (que forman el Pacto del Botánico y gobiernan las instituciones autonómicas) a propósito de la forma de establecer un cordón democrático contra la extrema derecha, el PP ha exhibido su sintonía con el partido de Santiago Abascal y ha presentado una iniciativa conjunta sobre uno de los tótems del españolismo: la defensa a ultranza de la tauromaquia. El gesto no es casual.
Que la derecha española acepte como compañera de viaje a una formación involucionista que pone en cuestión todos los avances en derechos sociales y libertades individuales conseguidos desde la transición a la democracia es una mala noticia. Hablamos de un partido que flirtea con la idea de acabar con las autonomías, de ilegalizar a los comunistas, a los independentistas y a las izquierdas. Habría que recordar precisamente que la legalización del Partido Comunista en abril de 1977 por el Gobierno de Adolfo Suárez fue un aldabonazo que confirmó que la recuperación de la democracia en España era irreversible. También lo fue el retorno del presidente de la Generalitat de Catalunya Josep Tarradellas desde el exilio en octubre de ese mismo año.
La ultraderecha es una máquina de fabricar enemigos. Hannah Arendt ya advirtió en su momento que el fascismo no utiliza tanto el miedo para amedrentar a sus adversarios como para movilizar a sus seguidores. El miedo a los inmigrantes (los contagios se producen “por el modo de vida que tiene nuestra inmigración”, Díaz Ayuso dixit), a los pobres (esos “mantenidos subvencionados” de las colas del hambre), a las feministas (“la dictadura de las feministas radicales”), a los rojos (“una máquina implacable de provocar pobreza”)... El miedo y el odio son dos caras de la misma moneda. El programa de la ultraderecha se basa en el miedo y el prejuicio, que es una forma de borrar no solo la distinción entre verdad y falsedad (“El Gobierno le da más autonomía al País Vasco para después de las elecciones de Madrid empezar a indultar a los presos de ETA”, aseguró la candidata del PP, que sigue insistiendo en que la COVID-19 “entró a España por Barajas, donde no ha habido ningún tipo de control”) sino también de erosionar la pluralidad del mundo y suprimir los matices de la vida. Para construir una mayoría de gobierno en Madrid, Díaz Ayuso exhibe esos atributos con tanta frivolidad como desenfado. Habrá que estar atentos a lo que venga después.