Algo que comparten todas las creencias pseudocientíficas, negacionistas o como se llamen según el contexto, es que son, sobre todo, un vehículo para atentar contra el sistema y para cuestionar a quién se le otorga la capacidad de decir lo que es verdad. En la gran mayoría de los casos, el debate racional importa poco o nada, por eso es inútil sentar en la misma mesa a personas que creen en la ciencia y la argumentación racional como marco de producción de conocimiento con otras personas que dicen barbaridades arbitrarias. Es inútil porque, insisto, el debate en sí no importa nada. Es más, vestir de “debate” una discusión que en realidad no va de eso contribuye a blanquear estas posiciones anticientíficas, dándoles carta de ciudadanía y asentándolas con los mecanismos que ellas mismas rechazan. Esto no significa que no haya que refutarlas o replicarlas, significa que es muy importante tener presente de qué va la discusión en realidad; y es de destruir el marco de construcción de consensos sociales que hay instaurado. Con Galileo, ¿a quién realmente le importaba que fuera la Tierra la que se moviera o el Sol? Probablemente a poca gente salvo a las personas vinculadas a la astronomía y la filosofía. Lo preocupante era claudicar ante la posibilidad de que la ciencia fuera capaz de producir leyes y conocimiento de forma autónoma al margen de la Iglesia. Por eso se estableció posteriormente el principio o acuerdo de demarcación, donde la Iglesia no tuvo más remedio que ceder y decir “esto para ti y esto para mí”, un pacto de no agresión donde se le dejó a la ciencia su parcela para decir lo que era verdad y lo que no y a la religión otra parcela diferente. Esto no es nuevo para casi nadie. Pero merece la pena insistir en que hay una posición política clara detrás de las teorías conspirativas, vengan de donde vengan, una enmienda a la totalidad del sistema y a los marcos que hay establecidos para llegar a acuerdos. Esto es, una lucha de poder de quienes se hartan de compartir la toma de unas decisiones que consideran deberían tomar ellos por su cuenta y para su cuenta.
Porque “las democracias”, con todas las comillas, son estados de derecho donde, mejor o peor, hay mecanismos “transparentes”, con todas las comillas, a través de los cuales se adoptan acuerdos de convivencia y se establecen formas de decir lo que es verdad (y por tanto lo que hay hacer) y que todos democráticamente aceptamos. Detrás de cada persona que niega que la Tierra es una esfera o que el cambio climático es una realidad preocupante o que las vacunas salvan vidas o que [pon aquí la barbaridad que se te ocurra] hay, además de comisiones, un intento de destruir el statu quo de la adopción de consensos. Sin, oh sorpresa, y esto es quizás lo más preocupante, ofrecer públicamente un marco alternativo más allá de mera arbitrariedad y la opinión individual. Vaya, un ensalzamiento de LA NADA. Es la destrucción de los marcos de convivencia que, con sus errores, son la mejor garantía de entendimiento, consenso, progreso y seguridad que tenemos como humanidad. Consensos que se establecen desde y para la co-lec-ti-vi-dad y el interés general. Un órdago por tanto a la sociedad organizada. Y en la desorganización, quien decide lo que es verdad y lo que hay que hacer ni es cuestionado ni rinde cuentas ni por supuesto atiende a las reglas de una convivencia civilizada.
Creo que es relevante identificar los factores que explican la aparición de corrientes autocráticas y tener en cuenta que no siempre hay solo o necesariamente una “desafección generalizada debido a una gran crisis”. A veces las crisis se provocan porque el jaque se cuela por la puerta de al lado y no desde las entrañas. Y en este sentido es fundamental entenderlo bien para poder posicionarse, no sea que pensemos que hemos perdido la calle cuando lo que intentan quitarnos son las instituciones y las aspiraciones políticas de consolidar la radicalidad democrática.