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CV Opinión cintillo

Patrimonio musical: una pérdida silenciosa

Jorge García

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El incendio de Notre Dame de París en abril de 2019 nos mostró hasta qué punto la desaparición fulminante del patrimonio cultural, incluso cuando está alejado de nosotros, puede dolernos intensamente. Es un caso reciente pero en absoluto único. Los esfuerzos colectivos llevados a cabo para la salvación de pinturas, esculturas o libros amenazados de expolio o destrucción, incluso con riesgo de vidas, no son cosa de este tiempo, y encontramos ejemplos a lo largo de toda la historia. Pero que la cultura se perciba como un bien digno de protección cuando se ve afectada por una desgracia no nos exime de su cuidado en circunstancias menos dramáticas. En el monasterio de santa María de la Valldigna tenemos un ejemplo muy cercano de degradación sin catástrofe.

La democracia y el estado de las autonomías han generado herramientas legales más cercanas a las sensibilidades locales para una defensa de los bienes culturales, incluso de aquellos menos vistosos que una catedral o un cuadro de Picasso. Sin embargo, el aumento de las obligaciones conservacionistas no se ha visto correspondido con un crecimiento en consonancia de las inversiones e instituciones que permitan atenderlas; el desarrollo del aparato legal no siempre coincide con un aumento de la sensibilidad real y las medidas efectivas. Las leyes y las protecciones honorarias no solucionan problemas si se desatienden o no se pueden cumplir.

En este universo patrimonial la música ocupa un lugar único que dificulta especialmente su salvaguardia. Los objetos musicales necesitados de protección son de naturaleza muy diferente, desde una partitura impresa o manuscrita, un instrumento musical en desuso, una melodía popular que corre de boca en boca o una grabación en cualquiera de los innumerables soportes que se han sucedido a lo largo del último siglo y medio. Su cuidado exige especializaciones plurales e infraestructuras y tecnología también muy diversos.

Por otro lado, y debido en parte a esa misma heterogeneidad, el patrimonio musical está disperso, repartido entre archivos civiles y eclesiásticos, colecciones privadas, bibliotecas de músicos, almacenes de empresas de servicios o asociaciones y sociedades musicales. Todo este caudal de bienes no solo carece en muchas ocasiones de la protección requerida, más allá de la teórica protección legal; es que muchas veces ni siquiera hay noticia pública de su existencia porque no ha sido inventariado. Va desapareciendo sin que apenas nadie llegue a saberlo, pese a que constituye una parte de nuestra identidad como pueblo.

Pero quizá el mayor problema del patrimonio musical es el de su invisibilidad. Paradójicamente, la invisibilidad de la música está ligada a su omnipresencia. Convivimos con la música con una naturalidad que no experimentamos cuando disfrutamos de otros objetos artísticos, que reclaman una atención más exclusiva, y eso nos conduce, de manera inconsciente, a obviar su protección. Tampoco hay, al menos entre nosotros, museos dedicados a la música que nos conciencien sobre su valor patrimonial y los peligros que se ciernen sobre tantos documentos y objetos musicales, cuya fragilidad demanda una vigilancia especial. Ahora que se multiplican en Valencia los edificios públicos en busca de un destino cultural adecuado deberíamos pensar en las necesidades del patrimonio musical. Habría que recuperar la idea de una biblioteca de las artes escénicas, el audiovisual y la música que se anunció a bombo y platillo como proyecto de legislatura hace unos años y luego cayó en el olvido más absoluto. Dicha institución, que también podría tener actividad museística, funcionaría como reclamo capaz de atraer objetos o colecciones anónimas, darlas a conocer a los ciudadanos y a la comunidad científica y ponerlas en valor. Un acuerdo entre diferentes instituciones públicas y el sector privado sería quizá lo más deseable para alcanzar un amplio consenso en torno a tareas pendientes y metas a corto y largo plazo.

En nuestro sistema cultural, cada vez más dependiente de la imagen, la música ajena a la industria audiovisual está en desventaja respecto a otros productos, y los medios de comunicación, llevados por la inercia, con frecuencia no hacen sino intensificar esa desigualdad. Si nadie pone remedio, estamos en un círculo vicioso. El panorama es sombrío. No hacen falta incendios, terremotos o inundaciones para que el patrimonio musical, a pequeños pasos, vaya desapareciendo o quede sepultado en un olvido definitivo. La tierra de la música podrá presumir de nuevo, cuando el virus lo permita, de festivales multitudinarios, industria, escuelas y talentos en activo, pero seguirá perdiendo la memoria de sus raíces artísticas, de todo aquello que la ha hecho única y diferente de todas las demás.

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