En un contexto marcado por los ruidosos altavoces del odio promulgado desde diferentes estamentos, los sindicatos nos desgañitamos hasta la saciedad por denunciar la siniestralidad laboral, tan normalizada e invisibilizada en esta sociedad. Tratamos de hacernos un hueco mediático y de extender el recuerdo, en este Día Internacional de la Seguridad y Salud en el Trabajo, a todas las personas que han sufrido, con diferente grado de intensidad, los estragos de la pandemia.
Evitaré cualquier referencia a datos, pues, el hecho de recibir diariamente unas cifras catastróficas, tiende a devaluar su percepción y provoca esa normalización inaceptable de la muerte, equiparando como fenómenos comparables la salud de la economía y la de la vida humana. En esta ocasión, trasladaré una reflexión humanizadora del mundo del trabajo, a partir de la experiencia sindical que supone tener delante a una familia a la que se tiene que informar de cómo proceder cuando ha perdido a un padre o a un hermano, caído desde altura por falta de medios preventivos, y a la que la empresa ha acudido rápidamente a hacer una propuesta económica. Ese dolor inmenso para el que no hay empatía posible que pueda soportarse.
Las consecuencias de la pandemia han vuelto a mostrar la debilidad de la gestión preventiva en numerosas actividades y empresas de carácter esencial, así como una fragilidad de todas las instituciones que participan en la prevención de riesgos laborales o protección a la contingencia. La reivindicación internacional pasa por invertir y anticiparse a las crisis reforzando sistemas resilientes. El diagnóstico señala unas debilidades constantes que tienen su origen en la falta de cultura preventiva y en unas condiciones muy alejadas de los indicadores de trabajo decente. Desde la generalizada externalización empresarial, que ha primado la implantación preventiva del documento y no de la eficacia de las medidas correctivas para eliminar el riesgo de origen, hasta la falta y proporcionalidad de mecanismos de vigilancia y control, sin olvidar el escaso grado de participación de las personas trabajadoras.
En estos días en los que se amenaza flagrantemente la democracia por una corriente fascista que tiene su caldo de cultivo en la pobreza y desigualdad, resulta oportuno reclamar la entrada de la democracia en las empresas de forma decidida. Eso supone habilitar instrumentos de participación que integren condiciones de trabajo seguro y saludable, que atiendan los riesgos psicosociales y el grave deterioro de la salud mental, que incidan en la evaluación de los riesgos derivados de los fenómenos climáticos extremos. En definitiva, que se integren en todo proceso productivo, bajo la modalidad de trabajo que sea y considerando los aspectos propios derivados de la diversidad de las personas.
Pero también existe una oportunidad. El júbilo desatado en algunas esferas del mundo empresarial con los fondos de reconstrucción ha de ir acompañado de la mejora de las condiciones laborales. La oportunidad de elevar el listón de protección en entornos seguros, en proyectos que requieren abordar la transición digital y ecológica, sobre un pilar transversal que es la igualdad de género.
A todo ello, hay que añadir la oportunidad de contar con mayorías parlamentarias suficientes para la aprobación del Fondo de Compensación a las víctimas de amianto, que permitirían facilitar una mayor protección social y evitar a las familias a un calvario, a la par que una lotería, en procesos judiciales larguísimos e inciertos. La creación de ese fondo es dar un paso muy relevante para combatir ese asesino silencioso que, durante décadas, ha truncado miles de proyectos de vida y ha prolongado un daño de origen laboral a la raíz de la sociedad.
En conclusión, los sindicatos, haciendo cosas pequeñas en lugares pequeños, seguiremos desgañitando nuestras voces e impulsando acciones con pasión, ahínco y constancia para que la ansiada salida de la crisis sanitaria, social y económica prime la vida de las personas y el trabajo decente, en contra del odio de quien representa su modelo de vida a partir de la exclusión del diferente y de quien considera los derechos humanos solo aplicables a unos pocos elegidos de forma miserable, bajo el paraguas de su libertad negacionista y reduccionista.