Vivir o sobrevivir: el devenir social tras la pandemia

12 de agosto de 2021 12:36 h

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La pandemia de la COVID-19 ha traído aparejado algunos fenómenos que podrían haber llegado para quedarse. En otros casos no ha hecho más que acelerar otros procesos que venían desarrollándose desde hace décadas. Uno de ellos tiene que ver con profundos cambios antropológicos que afectan al comportamiento individual y que ponen en peligro los fundamentos más asentados de la comunidad, del común.

Esta tendencia la observamos especialmente en la evolución del papel del ser humano y su conceptualización y en la función que cumplen los rituales colectivos en cualquier cultura como elemento de cohesión social y desarrollo humano.

Por un lado, asistimos a la atomización más absoluta del individuo, como ya venía impulsando la nueva sociología occidental desplegada por el neoliberalismo, pero con una vuelta de tuerca más.

Durante el cristianismo ‘el otro’ era el hermano en tanto que todos somos hijos de Dios y posteriormente pasó a ser uno de los míos con las revoluciones liberales y la política de masas (los intereses de estamento/clase y el trabajo como nexo de comunión social); el neoliberalismo convirtió a ‘el otro’ en un adversario contra quien competir, en mi rival. La pandemia lo ha convertido directamente en enemigo, en amenaza, en portador de la muerte. No mucho antes, aunque no nos acordemos, sucedió algo similar con el terrorismo, cuyo miedo inicial se extendió desde los grupos armados fácilmente localizables hasta el temor persistente y deslocalizado del lobo solitario. Cualquier persona (inserte aquí elementos racistas para completar el patrón) podía ser un potencial terrorista a punto de cometer un atentado. La paranoia social perfecta… hasta que llegó un virus, un grupo terrorista gigante a escala global e invisible.

Las nuevas tecnologías ya habían facilitado el proceso de ensimismación a través de una conexión desprovista de contacto y una tendencia hacia un mayor egocentrismo. Internet y las redes sociales en concreto han traído la paradoja de ampliar hasta un alcance global la capacidad de comunicación con otras personas, mientras que se reduce cada vez más la conexión comunitaria con el abandono de los espacios físicos. Como es lógico, el confinamiento nos ha empujado a la máxima expresión de esta situación. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo definía así en una entrevista realizada durante los primeros meses de la pandemiai:

La pandemia ha dado lugar a una sociedad de la cuarentena en la que se pierde toda experiencia comunitaria. Como estamos interconectados digitalmente, seguimos comunicándonos, pero sin ninguna experiencia comunitaria que nos haga felices. El virus aísla a las personas. Agrava la soledad y el aislamiento que, de todos modos, dominan nuestra sociedad.”

Las tendencias cambian porque la realidad social cambia. Y la realidad que vivimos, las experiencias que tenemos siempre determinan el camino que dibujamos individual y colectivamente. Estos días me comentaba un conocido que trabaja para una productora musical que, si el trap fue la consecuencia de una crisis concreta, la económica de 2008; está por ver qué surgirá de esta. Pero que, sin duda, ya se dejan entrever algunas pinceladas: música más tranquila de la que se puede hacer y disfrutar en casa y que a la vez es compatible con los actuales formatos culturales con restricciones. ¿Durante cuánto tiempo no podían juntarse los grupos a ensayar? ¿Cuántos jóvenes han estado encerrados en casa en la época donde más se animan a probar montando una banda entre amistades? Pues eso.

Con el trabajo ocurre algo similar. Es cierto que el teletrabajo ya estaba ahí, pero era algo muy reducido. Tampoco es que el teletrabajo pueda extenderse a todo el mundo laboral, algunos sectores no pueden optar a este formato (aquí hay otras reflexiones importantes sobre como los distintos sectores sociales deben arriesgarse más a morir en una pandemia, como ya sucedió con la peste y ahora con los vagones repletos de trabajadores y trabajadoras durante el confinamiento). Sin embargo y desde el convencimiento de que el teletrabajo tiene ventajas, me pregunto si la destrucción de uno de los pocos nexos sociales que nos quedaban no puede acabar trayendo problemas más profundos que afectan a lo colectivo. Empatía, sociabilidad, lazos personales, trabajo en equipo, experiencias colectivas… son elementos difícilmente trasladables a un centro de trabajo ubicado en el salón de casa.

Pero si hay rituales anulados por la pandemia que llaman más la atención, estos son los rituales de la vida y la muerte. Aunque sea un pensamiento muy interiorizado, la muerte y la vida se han celebrado mucho más allá del cristianismo, que hace una apropiación de anteriores tradiciones instaladas en sociedades precristianas (como hace cualquier cultura, por otra parte). Precisamente los rituales aparejados a la vida y la muerte son de los más antiguas en la Humanidad como así corroboran antropólogos y arqueólogos. Y un escalón por debajo encontramos los ritos de emparejamiento desde el nacimiento de este fenómeno.

Las restricciones impuestas para hacer frente a la pandemia han afectado a elementos tan nucleares de la sociedad como los bautizos/fiestas de bienvenida, las bodas y/o uniones civiles y los funerales. E incluso durante unos días los nacimientos se restringieron impidiendo que el padre asistiese al mismo. Afortunadamente este grave error se recondujo de inmediato.

Estas medidas son inauditas. Incluso en la peste, algunas de estas limitaciones se impusieron exclusivamente para quien tuviese la enfermedad o mostrase síntomas de esta, aunque con poco éxito. Y es que muchos familiares y amigos acudían a escondidas para dar el último adiós a sus seres queridos.

Llama la atención que ni la Iglesia católica ha protestado contra las restricciones, a pesar de la prácticamente nula importancia histórica que el catolicismo ha dado a la muerte física en pro de la muerte espiritual. Al fin y al cabo, la muerte no es más que el castigo divino de Dios hacia la Humanidad expulsándola del paraíso por haber cometido el pecado original. O como dicta el Génesis 3:19 “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.” Y no deja de ser sorprendente porque, como recordaba Han en la citada entrevista, mientras San Francisco abrazaba a los leprosos, el papa Francisco ha tenido una postura muy en la línea de la comunidad científica.

En una sociedad cada vez más preocupada por la salud y temerosa de la muerte, el aislamiento social puede acabar penetrando hasta pasar de ser una medida excepcional para combatir una enfermedad, a una pauta de prevención permanente en el tiempo. Si más vale prevenir que curar, ¿Por qué no vivir en un confinamiento continuo? Evitaríamos contagios, accidentes y múltiples riesgos aparejados al espacio común. Pero ¿A cambio de qué? ¿Qué tipo de vida viviríamos?

De esta pandemia deberemos aprender para luchar más eficazmente contra este tipo de eventos sanitarios. Enfermedades continuarán habiendo, ya sea por mutaciones de las actuales o por nuevas que aparecerán. De lo que se trata es de ser capaces de acertar en la proporcionalidad de las medidas que debamos adoptar en el futuro priorizando los derechos y libertades para que, en momentos de crisis como la que hemos vivido, podamos optar por soluciones que afecten lo mínimo posible a estos. Y ante todo, evitar la fórmula de la distancia social que tantísimas consecuencias catastróficas traen sobre otros aspectos de la vida propia y colectiva.

Para esto seguramente debamos revertir el exceso de tecnificación social al que hemos llegado y comenzar a relativizar la opinión de la comunidad científica a la hora de tomar decisiones que trascienden lo meramente sanitario. Porque la supervivencia absoluta no puede tapar la vivencia permanente a riesgo de convertirnos en meros cuerpos físicos cuya única misión es huir despavoridos de la muerte renunciando a cualquier gozo en vida.

Dentro de lo que significa ser humano más allá de lo puramente biológico, están todos esos rituales, todas esas actividades que se generan desde la colectividad y que permiten formar comunidades. Acabar con ello nos acerca más a una sociedad burbuja donde cada individuo permanezca aislado cumpliendo el indispensable papel que deben jugar dentro del sistema capitalista, esto es: trabajar y consumir. O en su nueva versión: Zoom y Amazon.

El riesgo de una descomposición social es real y la pandemia no ha hecho más que acelerar un proceso ya existente. Hemos podido comprobar como las redes de confianza, apoyo y solidaridad han permitido reducir el impacto en según qué grupos, familias y personas. Desde la comunidad de vecinos hasta la cofradía, la falla o el club deportivo. Destruir estos espacios de comunión no sólo endurecerá las condiciones de la siguiente crisis que padezcamos, también hará nuestras vidas más grises. Por ello, a pesar de las críticas que seguro recibiré y a la luz del éxito de la vacuna y la vacunación en nuestro país, espero que vuelvan las fallas y en general, todas las fiestas patronales, eventos culturales y asociacionismo existente.

Desgraciadamente hemos perdido muchas vidas en estos últimos meses, pero de nada habrá valido todo el esfuerzo si perdemos a la sociedad en su conjunto.

*(Este artículo es fruto de la reflexión estrictamente personal, pero no sería posible sin la necesaria influencia de las reflexiones realizadas sobre la pandemia por Giorgio Agamben y Byung-Chul Han, dos de los pensadores vivos más influyentes de Occidente, seguidores de las tesis sobre la biopolítica)

i https://www.lavanguardia.com/cultura/20200512/481122883308/byung-chul-han-viviremos-como-en-un-estado-de-guerra-permanente.html