Valencia, como París, fue una fiesta. Y no era para menos. La noticia llegaba de Addis Abeba y corría por el Cap i Casal con más fuerza que la riuà del 57: la Unesco declaraba a las Fallas todo un Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Así que, por fin, nuestra atávica fiesta del fuego alcanzaba la misma categoría que la cerveza belga, el merengue dominicano, la cultura charra mexicana o la rumba cubana, de luto esta última por la muerte de Fidel e imposibilitada por ello de dar rienda suelta a la alegría como en las calles valencianas. O si se prefiere, a la altura del Misterio de Elx, el Tribunal de las Aguas o la Mare de Deu de la Salut de Algemesí, patrimonios patrios anteriormente admitido que, en cualquier caso, difícilmente están tan arraigados en el ADN de esta tierra de las flores, de la luz y del amor como la algarabía que envuelve a nuestras fiestas de Sant Josep.
El reconocimiento de la Unesco se suma al otro hito reciente de nuestra historia universal. Me refiero, claro, a la confirmación del emoticono de la paella que desde el pasado verano se pasea con luz propia por los intangibles espacios del WhatsApp. Y no considero anecdótica la vinculación de estas menciones pues, en definitiva, ambas distinciones nos confirman como referentes incuestionables de lo inmaterial, lo intangible, del reino vaporoso de lo intangible. Se trata de una particularidad muy valenciana y explica en gran medida nuestra pasión por la mascletà, ese espectáculo atronador que inevitablemente acaba evaporándose con el humo de la pólvora, sin dejar más huella física que el rastro quemado de la explosión en las calzadas.
Por eso no me extrañaría que, animados por la buena racha, algunos se animen a promover nuevas candidaturas para la Unesco. Por ejemplo, la de declarar también a Rita Barberá Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. La inmaterialidad evitaría así la polémica abierta por la proposición de dedicarle una plaza o una calle a la exalcaldesa de España, contentando de este modo tanto a tirios deseosos de beatificarla como a los troyanos incómodos con la perspectiva de un homenaje físico aquí en la tierra. Al fin y al cabo, algo tan poco tangible como la humareda de la mascletà es buena parte de ese etéreo legado de la exlideresa expulsada del PP y hoy resucitada por los mismos que ayer la negaban: esa holografía triunfalista hecha de Formula 1 y maquetas de Calatrava, construida en el cielo mientras Rita, desde el privatizado balcón del ayuntamiento, se apresuraba a negar a pie de suelo la física corporeidad del Cabanyal o a las víctimas del metro.
En cualquier caso, hoy debemos de estar satisfechos con la distinción a las Fallas de la Unesco. Patrimonio de la Humanidad. Hasta hace poco los valencianos veíamos con resignación como desde el poder y sus allegados solo se prestaba atención a la primera parte de este binomio, el patrimonio. El patrimonio ajeno, se entiende. El patrimonio colectivo, se sobreentiende. Fue así como se repartieron fondos, se distribuyeron mordidas y se intercambiaron tajadas a costa de las arcas públicas y las decencias cívicas. También en esto Valencia alcanzó fama mundial. Pero en este caso por motivos bien materiales diestramente, gestionados a la perfección por Correa, el Bigotes, Rus o el Yonki del Dinero de turno.
Ahora la Unesco con el acuerdo de Addis Abeba no solo equipara el patrimonio de nuestras fiestas josefinas al yoga de la India o los Veinticuatro Periodos Solares de la cultura china. También nos permite recuperar aquel complemento perdido de la Humanidad que durante tanto tiempo quedó el olvido mientras algunos se llevaban nuestro patrimonio. Bienvenido sea, aunque sea inmaterial.