La crisis producida por la pandemia de la Covid-19 ha reconocido el trabajo de cuidados como esencial. Sin embargo, la rama familiar de este trabajo, realizada en la esfera privada y mayoritariamente por mujeres, ha permanecido invisibilizada, alejada de toda protección. ONU Mujeres emitió en 2020 un informe en el que indicaba que el coronavirus golpea a las mujeres por tres frentes: salud, violencia doméstica y cuidados. La tendencia en la crisis sanitaria ha sido priorizar la respuesta biomédica y dejar las desigualdades estructurales en segundo plano, provocando de facto un retroceso en derechos para las mujeres, cargadas con el cuidado pero fuera de los grupos considerados de riesgo, una situación especialmente vulnerable.
Los cuidados engloban el trabajo doméstico, el trabajo reproductivo y el propio cuidado a familiares, sean niños, mayores o dependientes, una actividad profundamente feminizada. En Europa, el 80% de los cuidados a personas dependientes los proveen las mujeres, mientras que del 20% restante se encargan los servicios de salud. En este porcentaje, la mayoría de las cuidadoras tienen entre 45 y 65 años y son madres o hijas de las personas a las que cuidan. La economía feminista apunta a que los cuidados se cargan sobre las mujeres porque ni el Estado ni el mercado son capaces de asumirlos en un contexto capitalista, resolviendo así los desajustes socioeconómicos. Es, además, “la forma rentable de prevenir la institucionalización y mantener a la persona dependiente en el hogar”, un factor que lidia también con las emociones. La Cátedra de Economía Feminista de la Universitat de València, financiada por la Conselleria de Economía Sostenible, acaba de publicar Los cuidados en la era Covid-19, un análisis jurídico, económico y político coordinado por la profesora Ana Marrades sobre un sistema que esta crisis ha hecho temblar.
El volumen analiza los cuidados desde una perspectiva transversal, con varios capítulos dedicados a analizar cómo ha afectado la crisis a las personas cuidadoras, que tuvieron que hacer frente a la pandemia en soledad y con una sobrecarga de trabajo superior a la de otras profesiones. Muchas mujeres tuvieron que conjugar su rol de trabajadora con el de cuidadora y hacerlo sin ayuda, dado que gran parte de los recursos públicos fueron reorganizados, con un impacto importante sobre su salud física y mental. Los niveles de estrés y ansiedad, ya elevados antes de la crisis sanitaria, se han elevado notablemente.
El sentimiento de culpa es una de las principales respuestas emocionales de las personas cuidadoras y mantiene una relación directa con la depresión y la ansiedad. La culpa, explica Pilar Domínguez Castillo, profesora de Psicología y autora de uno de los capítulos, aparece asociada a las acciones, a las limitaciones, a los sentimientos negativos que se manifiestan durante el cuidado, inducidas por otras personas o la culpa por descuidar, o al compararse con los ideales en torno a los cuidados. “Las personas cuidadoras llegan a pensar que no merecen dedicarse a sus propias necesidades” y las llevan a aislarse, abandonar su vida social y relaciones. “La culpa crea malestar y restringe la vida únicamente a la posición subjetiva y material de cuidadora”. Durante la pandemia, una de las dinámicas diarias ha sido la anticipación de la culpa por posibles contagios o desarrollo de la enfermedad.
La autora identifica la culpa y el amor como dinámicas subjetivas que han operado sobre las mujeres cuidadoras durante la pandemia y, siguiendo a autores como Foucault, las inserta en las dinámicas de poder. Ambas “se asientan en consideraciones éticas y conceptualizaciones desde un poder y un saber que otorga una posición a las mujeres diferente a la de los hombres”, dibujando aquello que denominamos feminidad. “Las manifestaciones de amor que se demanda a las mujeres se caracterizan por la ausencia de cualquier emoción que no esté relacionada con la bondad, la entrega sin límites, la felicidad por cuidar”, un ideal que, durante la pandemia, constituye una presión añadida y “puede influir en el desarrollo de abuso de poder y relaciones de dominación hacia la persona de la que se cuida”.
Las vivencias de las cuidadoras de personas con Alzheimer y otras formas de demencia son objeto de un segundo capítulo en el que se señala el “olvido” social hacia este colectivo. Mónica Gil Junquero y Nina Navajas-Pertegás, investigadoras de la Universitat de València que trasladan al volumen colectivo parte de su trabajo en el Fondo Supera Coronavirus del Santander y la CRUE, donde participan 10 universidades españolas. El 97% de los cuidados a personas con Alzheimer se realizan en el hogar y un 75% por mujeres de forma no profesional, indican las profesoras, que recuerdan que los recursos sanitarios disponibles se reordenaron y destinaron a paliar el avance del coronavirus, modificando o reduciendo la atención a otras enfermedades.
La pandemia ha provocado una rehogarización de los cuidados, en parte por el cierre de recursos especializados para colectivos como el de personas con Alzheimer durante el confinamiento. Frente a este déficit, expresan las investigadoras, las familias -las mujeres-, asumieron los cuidados desatendidos por el Estado y el mercado. De las entrevistas a mujeres cuidadoras las profesoras constatan un deterioro de las personas cuidadas -debido en gran parte al aislamiento y la ruptura de las rutinas- y cuidadoras: “Se quebró el precario equilibrio que estas mujeres habían logrado articular entres de la pandemia para desempeñarse en tres roles: el de cuidadora, el de empleada y el de madre”, con el estrés añadido por la falta de información necesaria para enfrentarse a las nuevas necesidades. “Las familias hemos estado muy solas”, lamentaba otra entrevistada. Estrés, agotamiento y violencia son las palabras más repetidas en las encuestadas, que narran algunos episodios de violencia en el hogar fruto de la unión entre demencia y restricciones: “Tuvimos episodios de violencia bastante grandes, de mucha rabia hacia nosotros, por no dejarle salir a la calle”.
Las autoras recalcan el impacto del trabajo emocional -el esfuerzo en gestionar los sentimientos y emociones adecuadas en cada momento aunque el resultado no sea satisfactorio- sobre la salud de las cuidadoras. El rol es “complejo, exigente y agotador en sí mismo” y se agrava a medida que avanza la enfermedad, repercutiendo en la cuidadora informal con sobrecargas físicas, emocionales y económicas que también afectan a su vida. Con las restricciones de movilidad, las personas cuidadoras perdieron tiempo de ocio y descanso “una forma de llevarlo y soportarlo mejor”, según una entrevistada, para la que el confinamiento supuso “una esclavitud añadida”. “Estas viendo el declive y eso te acerca a lo que será tu propio declive”, sentencia otra.
En los distintos capítulos, las autoras coinciden en señalar la debilidad del Estado y los servicios públicos en la gestión no solo de la crisis sanitaria, sino de la atención a las necesidades de cuidado. La ley de dependencia establece la figura del cuidador no profesional como excepción, pero según recoge el estudio, el 35% de las prestaciones en España son para las llamadas “cuidadoras informales”, con 247 euros de media por ayuda; la excepción hecha regla. “El Estado, el mercado y los hombres externalizan en las mujeres el cuidado de forma gratuita”, señala Domínguez-Castillo.