Les propongo reflexionar sobre tres de los retos a los que se enfrenta nuestra sociedad a medio plazo, así como sobre el desafío que ello supone al sector público y también a los órganos de control externo. Los tres retos son: el cénit en la extracción de combustibles fósiles (y otras materias primas), el cambio climático y la sustitución de mano de obra mediante la robotización e inteligencia artificial.
La sociedad occidental actual basa su esplendor en la utilización de abundante energía de manera sencilla y barata. La prosperidad de las últimas décadas ha avanzado en paralelo al consumo energético, gracias principalmente a la explotación de combustibles fósiles de imposible regeneración.
El enorme rendimiento energético de estos combustibles durante los últimos 150 años -junto con su facilidad de obtención y su versatilidad-, así como la acelerada explotación de todo tipo de recursos naturales, han permitido que nuestra sociedad supere su nivel de equilibrio estructural durante algunas décadas, dejando una huella ecológica muy superior a la capacidad de regeneración del planeta.
Por otra parte, la alternativa basada en fuentes renovables de energía precisará cuantiosos recursos naturales para su generación, distribución y almacenamiento, muchos de los cuales en la actualidad ya son muy escasos. Por este motivo numerosos científicos nos alertan de que estamos acercándonos al cénit de la energía neta disponible por habitante.
Ante un escenario con escasez de recursos naturales y problemas para generar energía abundante y barata, las economías verán difícil crecer en términos de PIB a medio plazo, habida cuenta de la relación directa entre la producción mundial y el consumo total de energía.
El sector público también se verá afectado, ya que su desarrollo se ha basado principalmente en el incremento de los ingresos públicos ligados al crecimiento económico; y cuando esto no ha ocurrido los gastos públicos han sufrido duros recortes, incluso en servicios públicos fundamentales. Por tanto, la economía y el sector público deberían iniciar la transición hacia posiciones compatibles con el estado estacionario o con niveles menores a los actuales.
Además, existe otro reto aún más importante: atenuar el cambio climático. Para combatirlo se debe reducir drásticamente el uso de la energía procedente de los combustibles fósiles, a un ritmo superior al impuesto por su propio ocaso. En consecuencia, los compromisos de lucha contra el cambio climático suponen en la práctica la imposibilidad de mantener el crecimiento del PIB.
Todo ello requiere adaptar la sociedad a menores consumos energéticos per cápita y sincronizar el crecimiento económico con la capacidad de carga del planeta -ahora ampliamente superada-, lo que conllevará dificultades para generar ingresos públicos con los instrumentos actuales.
Ante este panorama, el sector público debería actuar tanto por la vía de los ingresos como por la de los gastos. En la primera vertiente sería necesario analizar el rendimiento y la progresividad del conjunto de impuestos, así como cuestionar muchas de las figuras que permiten eludir la tributación. Pero al mismo tiempo habría que aumentar la eficiencia y la eficacia en el gasto público, y establecer prioridades con análisis previos de coste-efectividad y auditorías operativas que permitan una evaluación completa.
Así pues, los órganos de control externo debemos prestar cada vez más atención a nuestra ya importante aportación al análisis del estado de bienestar y de la eficiencia en la prestación de los servicios públicos, obviamente sin abandonar la necesaria labor realizada con las auditorías financieras y de legalidad.
La mayor parte de la redistribución de la renta se consigue por la vía del gasto público. Gastar bien y de manera equitativa es clave para garantizar unos servicios públicos universales, que igualen las oportunidades de toda la población.
El tercero de los retos anunciados se refiere al impacto de la robotización y la inteligencia artificial sobre la demanda de trabajo. Durante décadas, la abundancia de recursos y energía permitió la denominada “destrucción creativa de puestos de trabajo”. Según esta, la mecanización destruía empleos en algunos sectores, pero al mismo tiempo comportaba una generación neta de trabajo gracias al aumento de producción en los nuevos sectores y a la generalización del consumo.
Sin embargo, en la actualidad nos enfrentamos a un escenario con límites que dificultan el crecimiento económico generalizado a medio plazo, y en el cual la robotización sí resulta sustitutiva de los trabajadores, sin posibilidad de generación neta de trabajo por falta de crecimiento. Además, en esta ocasión no solo peligran los puestos de trabajo de carácter repetitivo, sino que la generalización de la inteligencia artificial convertirá en prescindibles muchos trabajos hasta ahora inmunes a la mecanización.
Quizás sea el momento para recuperar uno de los objetivos más anhelados por la humanidad. Me refiero a la posibilidad de que las máquinas trabajen por nosotros a un nivel adecuado para satisfacer nuestras necesidades básicas, mientras nos dedicamos a disfrutar de una vida más sencilla, saludable, familiar, cooperativa y comunitaria; que además resultará más respetuosa con el medio ambiente y compatible con los retos antes aludidos.
¿Por qué aún no hemos alcanzado esta utopía? ¿Por qué no se ha cumplido el pronóstico de Keynes, según el cual gracias a la mecanización sólo sería necesario trabajar 15 horas semanales para satisfacer nuestras necesidades? Probablemente esto ya se habría conseguido de no ser porque nuestra sociedad ha incurrido al menos en dos errores: la creación de infinitas necesidades “artificiales” -que nos atan al trabajo más de lo razonable- y la distribución poco equitativa del fruto de la mecanización y la robotización.
Por todo ello, considero necesario abordar planteamientos de reparto del trabajo y de los frutos de la mecanización, así como reflexionar sobre el consumismo, el endeudamiento y la obsesión por el crecimiento exponencial en un planeta de recursos finitos. Estoy convencido de que la felicidad es otra cosa mucho más frugal y sencilla que la que se pretende alcanzar en esta sociedad acelerada y competitiva.
Y en este aspecto el sector público también debería empezar a dar ejemplo, con ofertas de puestos de trabajo con horarios más reducidos, que permitan repartir el trabajo entre más personas, favorecer la conciliación familiar y aumentar la participación en actividades comunitarias.
Junto a ello, no se deberían descartar debates como el de la renta básica universal para garantizar un mínimo bienestar a todos los ciudadanos, entendida como el derecho de las personas a apropiarse de parte de los ingresos generados con el uso de los recursos naturales de nuestro ecosistema y, por tanto, que a todos nos pertenecen.
Permítanme que concluya estas líneas con una última reflexión. En el entorno económico actualmente predominante no se vislumbran soluciones posibles a los tres retos planteados, ya que se sigue persiguiendo el crecimiento permanente a través de una burbuja de endeudamiento y en el cual la economía asume un protagonismo mayor que el medio ambiente y que las personas.
La Administración sigue planificando con previsiones de crecimiento económico permanente, como si los recursos del planeta fueses infinitos y el cambio climático no existiese. Puedo entender este proceder en el sector privado competitivo, donde se intentará obtener beneficios hasta en el último instante; sin embargo, me sorprende que el sector público esté negando esta evidencia y no empiece a actuar en consecuencia. No olvidemos que los retos de la sociedad son también retos del sector público.
*Vicent Cucarella Tormo es economista, investigador del Ivie, actual síndic major de la Sindicatura de Comptes de la Comunitat Valenciana y autor de “Economia per a un futur sostenible” (Bromera 2016 –valenciano-, Algar 2018 –castellano- y Laiovento/Véspera de nada 2018 –gallego-).