Valorización de los datos alternativos
Frente a las fake news y el uso indebido de nuestra información más íntimas nos encontramos en una fase histórica en la que los “Datos Alternativos” o “Alternative Data” según su denominación inglesa, entendidos como el conjunto de datos recogidos por las empresas, han demostrado su inconmensurable valor dentro de la economía y no solo de la digital. Como ejemplo, solo en este año, los gestores de fondos financieros están invirtiendo más de mil millones de dólares en estructuras de recogida y análisis de datos alternativos ya que han visto que no hacerlo les supondría considerables pérdidas y un empobrecimiento de los servicios que ofrecen a sus clientes.
Este volumen de datos que producimos cada uno de nosotros en cantidades ingentes (incluida la redacción de este artículo, realizada mediante un procesador de texto de una marca comercial a través de un ordenador enchufado a la red) son recabados por empresas y multinacionales sin pagar nada a los dueños de los mismos, es decir, a los ciudadanos, lo que les permite obtener gracias a ello, enormes ganancias, que no necesitan ser justificadas, del mismo modo que no se justifican ni su utilización ni su aprovechamiento. Estos datos alternativos o “alternative data” según su nombre en inglés, se encuentran, no solo detrás de nuestro manejo digital, sino que también se obtienen gracias a la información que nuestras actividades cotidianas, como ir a supermercado o comprar unos zapatos, genera sobre nosotros. Hoy el sesenta por ciento de nuestra actividad diaria pasa por instrumentos digitales. Si además se duerme con un instrumento de vigilancia del sueño, añádanle un veinte por ciento más.
¿Por qué ciertas tiendas, habitualmente de grandes empresas comercializadoras, nos preguntan un dato tan concreto como el código postal, cuando no además la edad o profesión? ¿Por qué sistemáticamente nos ofrecen tarjetas de descuentos e insisten en pedírnosla cuando hacemos compras para, supuestamente beneficiarnos de descuentos? La respuesta es evidente, porque gracias a este dato, relacionado con los datos de los productos comprados y tratados digitalmente mediante los códigos de barras (marca, calidad, cantidad, precio, día y hora de la compra y otras características) que regalamos sin negarnos ni demasiados aspavientos, esas empresas son capaces de determinar ventas futuras, ubicación de nuevas tiendas, crecimientos urbanos futuros, localización de colectivos con diferente poder adquisitivo, etc. y todo ello sin tener que dar nada a cambio.
A la vista del extraordinario valor económico que se deriva de los datos alternativos, ¿no resultaría razonable pedir al empleado que nos pregunta nuestro código postal que nos pague 10, 100 o 1000 euros a cambio de esos datos? Es obvio que los ciudadanos de modo aislado no pueden ejercer este tipo de exigencia sobre las grandes empresas y que solo si todos lo hiciéramos podríamos presionar y por tanto surtiría algún efecto. Pero quien sí puede hacerlo, porque tiene el monopolio del poder, es la administración pública, algo, que, por cierto, no hace. Es más, visto el reciente acuerdo del Instituto nacional de Estadística (INE) con las tres grandes compañías de telecomunicaciones, lo que parece es que hace exactamente lo contrario. Les paga y no poco, por unos datos que no les pertenecen, incluso en algunos casos en los que hemos negado la cesión de los mismos a terceros (anonimizados o no) y sin que los auténticos propietarios recibamos, nuevamente, nada a cambio.
A la vista de esto, las empresas de tratamiento de estos datos alternativos son los nuevos bancos de crédito que, en lugar de utilizar moneda de curso legal, utilizan datos de curso digital. Las tres compañías disponen de unidades de Big Data (llamado “Luca” en el caso de Telefónica; Vodafone Analytics la de Vodafone, y la de Orange, Flux Vision). Teniendo en cuenta las relaciones comerciales o dependencia empresarial de estas compañías con otras empresas (ONO, Movistar, O2, Jazztel, Amena, MasMovil, etc) es fácil pensar que disponen de todos los datos de todos los números. De hecho, los mismos tres operadores que se repartían todo el mercado hace doce años, hoy se siguen repartiendo el 80% del mercado móvil y el 90% del mercado de banda ancha fija. A esta situación se llega tras una oleada de concentración del mercado donde Ono pasó a manos de Vodafone; Jazztel, Simyo y República Móvil a manos de Orange; y Yoigo, Pepephone, llamaya y Happy Móvil a manos de MásMóvil. Además, los grandes grupos también lanzaron sus nuevas marcas low cost con las que han intentado frenar el éxodo hacia operadores más baratos, a través de O2 o Tuenti en el caso de Telefónica, Lowi en el caso de Vodafone y Amena en el caso de Orange. En total, encontramos que el 91% del mercado móvil y más del 95% del fijo se encuentran en manos de cuatro empresas, que prestan servicio a través de 16 marcas diferentes con el objetivo de captar diferentes públicos sin forzar demasiado la competencia y enmascarando así prácticas (casi) monopolísticas.
Por ejemplo, en el caso de las compañías de telefonía mencionadas, estas entregan al INE el recuento anónimo y agregado de posiciones de móviles en las 3.500 celdas en las que se divide el territorio nacional con un mínimo de 5.000 habitantes por cada cuadrícula. Y el INE solo puede conocer los movimientos entre esas celdas. Nada más, afirman, (ni nada menos podríamos decir) en teoría para garantizar la anonimización de los datos y la seguridad de su manejo. Esto se traduce en que ahora el INE no podrá obtener información de esos datos agregados, pero por ese mismo principio, las tres compañías y el resto de operadoras relacionadas comercialmente con ellas, sí que podrán. Es más, directa o indirectamente ya lo hacen, debido a que estas compañías comparten la cesión de datos con compañías de análisis de datos que, a su vez, trabajan con empresas o aplicaciones que solicitan nuestro número de teléfono para verificar que quien compra, usa una aplicación o entra en una página web, es la persona correcta. Pero mediante esta cesión se produce el cruzado de datos que se relaciona con nombre completo, DNI, domicilio, y dentro de poco con datos biométricos como huella digital o nuestra cara. Por cierto, aviso a navegantes, de nada sirve usar los buscadores en modo privado.
Esta realidad multiplica su complejidad y sus riesgos con el abusivo uso de los datos médicos que está haciendo Google en EEUU (Nightingale Project, Proyecto Ruiseñor) y que ha sido recientemente descubierto. Las consecuencias de este cruzado de datos producidos dentro y fuera de la organización sanitaria están por determinar pero, en primera instancia son una riqueza que, no solo no revierte a la población sino que se vuelve en su contra. Para evitar esos abusos y sus graves consecuencias se requiere de un marco legal muy estricto y específico que incluya, sí o sí, la participación de las entidades sociales en el control del manejo de estos datos.
Y no es que me oponga al Big Data ni al uso de los datos alternativos, al contrario. Lo que planteo aquí es que esta riqueza debe producir beneficios para aquellos que la genera, o sea, los dueños de los datos y que exista un control exhaustivo de la administración con participación de la sociedad. La Ley de Protección de Datos lo que realmente ha producido es que los usuarios de internet para poder utilizar un servidor o consultar cualquier página Web deban marcar un sinfín de autorizaciones a cosas que ni siquiera sabe lo que son porque de otro modo no se les permite navegar en las páginas que desean consultar. ¿De qué modo protege eso al usuario? O autorizas que utilice tus datos o no puedes navegar en mi página.
Por todo lo anterior, y a la vista de la recaudación indiscriminada de datos para su uso posterior, ¿no sería una cuestión de justicia social que estas empresas acaparadoras de “datos alternativos” contribuyeran al bienestar de la sociedad? ¿Qué revirtieran en el ciudadano las ganancias que los ciudadanos han producido?
Hoy en día, los datos suponen una riqueza que supera con creces a la del dinero. Son el oro del siglo XXI, motivo por el cual creo que sería justo que del mismo modo que el Estado cobra impuestos sobre los ingresos obtenidos por las actividades económicas de las empresas, para, en cierto modo, redistribuir la riqueza, resultaría razonable que se introdujera el Impuesto sobre los Datos, pagadero no en dinero sino en Datos. Un impuesto sobre datos, satisfecho en datos. Así, los ciudadanos, cuyos datos han sido recabados en numerosas ocasiones sin su consentimiento ni su conocimiento serían los beneficiarios indirectos de la riqueza que esos datos generan. Estos “alternative data”, pagados a la administración pública para satisfacer el impuesto de datos, podrían ser entregados o distribuidos entre PYMES, que representan el 95% de las empresas en España, para que estas disfrutaran también de la riqueza que esos datos generan y mejorar, como en el caso de las empresas financieras, su competitividad.
Además, permitir que este gran volumen de “alternative data” sea acumulado, analizado y aprovechado sólo por las empresas que cuentan con los medios para ello pone en peligro la libre competencia, generando situaciones de injusticia, ya que les sitúa en una posición privilegiada de conocimiento. Solamente, mediante la introducción de un Impuesto sobre los Datos, que debería ser pagado por las empresas en datos alternativos, se podría proteger la libre competencia creando un entorno en el que se ofrecerían y nivelarían los beneficios para aquellos que los generan. De este modo, gracias al Impuesto sobre Datos o Data Tax, se contribuiría a la economía sostenible permitiendo que todas las empresas, grandes o pequeñas, así como los ciudadanos puedan obtener valor de los mismos y beneficiarse de las grandes ventajas que este gran volumen de conocimiento genera gracias a la información que se puede extraer. Hoy en día los datos son la nueva fuente de riqueza por lo que también esta se debería redistribuir.
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