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Crisis de legitimidad de la monarquía

En el origen de todos los ciclos de la historia constitucional de España ha habido siempre una crisis de legitimidad de la monarquía. Lo que está ocurriendo en este momento no es nuevo. 

La historia constitucional de España es la historia de las sucesivas “restauraciones” de la monarquía tras la crisis de la institución en el momento inicial de cada ciclo constitucional. La Constitución de 1812 es la respuesta a la transmisión a través de un “convenio privado” por parte de Carlos IV y Fernando VII de la Corona al Emperador Napoleón Bonaparte. La Constitución progresista de 1837 es la respuesta a la crisis de legitimidad desatada tras la muerte de Fernando VII sin descendiente varón. La revolución de 1868 y el exilio de Isabel II hablan por sí solos. De la misma manera que lo hacen el exilio de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República.

Tras ese momento inicial de crisis de la institución monárquica, arranca un proceso de restauración en forma de negación pura y simple del Estado constitucional, como ocurrió con el retorno de Fernando VII o con el Régimen del General Franco, o en la forma de sustitución del principio de soberanía nacional por el principio monárquico constitucional: Constitución moderada de 1845 o Constitución de la Restauración de 1876. 

Crisis de legitimidad de la monarquía seguida de un  impulso constitucional de cambio “liberal” (1812), “progresista” (1837), “protodemocrático” (1869), “democrático” (1931). Impulso de muy breve duración.

Reacción monárquica anticonstitucional o monárquico-constitucional de larga duración: 1814-1833, 1845-1868, 1876-1931, 1936-1975.

La historia constitucional de España es la historia de la reacción de la monarquía para negar pura y simplemente el Estado constitucional (Fernando VII y General Franco) o para convertir el Estado constitucional en una monarquía constitucional. Las constituciones españolas anteriores a la de 1978 no son constituciones de la Nación española o del Estado español, sino de la “monarquía ESPAÑOLA”. España, o es monárquica o no es. 

Esa es la tradición constitucional en la que hay que insertar el ciclo constitucional que se abre tras la muerte del General Franco. Casi dos siglos de historia no se borran de un plumazo. Se trata, por tanto, de un ciclo en el que hay puntos de conexión, aunque también de separación con los anteriores.

El punto de conexión y de separación más importante es la monarquía. Una monarquía restaurada como consecuencia de una rebelión militar contra un Estado democráticamente constituido y que no tiene más legitimidad que la que le ha proporcionado el Régimen nacido de dicha rebelión militar. Se trata, por tanto, de una monarquía que carece de la única legitimidad reconocida en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La crisis de legitimidad de la monarquía de la que es portador Juan Carlos I es distinta de la de sus antepasados en 1808, 1833, 1868 y 1931, pero no deja de ser una crisis, que tiene que tener una respuesta.

Disfrazar la Restauración de la monarquía de Transición a la democracia será la respuesta a dicha crisis de legitimidad. Esto es, entre otras muchas cosas, lo que diferencia a la Segunda Restauración de la primera. Pero es la diferencia fundamental. En 1876 se restaura la monarquía sin disfraz de ningún tipo. En 1978, tras la experiencia democrática de la Segunda República y la afirmación del constitucionalismo democrático en Europa Occidental tras la Segunda Guerra Mundial, ya no es posible. La constitución de la Segunda Restauración no puede prescindir del principio de legitimidad propio de la democracia, que quedará recogido en el artículo 1.2 de la Constitución. Pero sustrae la monarquía al poder constituyente del pueblo español. La monarquía restaurada por el General Franco sigue siendo previa e indisponible para el poder constituyente, como había ocurrido a lo largo de toda nuestra historia constitucional. Por eso, el rey Juan Carlos I no juró nunca la Constitución de 1978. Aquí está el origen remoto de la corrupción institucional de la que hemos ido teniendo noticia poco a poco. Soy yo el que ha traído la Constituición y no la Constitución la que me ha traído a mi. Es el rey restaurado Juan Carlos I quien dirige con un presidente por él designado, Adolfo Suárez, la transición a la democracia, con la finalidad de consolidar la Restauración. El principio monárquico precede históricamente al principio democrático en la Constitución de 1978. Ambos conviven por primera vez en una Constitución. Esta es la novedad. En la historia española las constituciones incluían el principio de soberanía nacional o popular (1812, 1837, 1869 y 1931) o el principio monárquico-constitucional (1845 y 1876),  pero nunca ambos en el mismo texto constitucional. Solo la Constitución del 78 lo ha hecho. El principio monárquico no sustituye el principio de soberanía nacional o popular, pero sí convive con él. Esto es lo que diferencia a la monarquía parlamentaria española de las demás monarquías parlamentarias.

Corolario de la Restauración de la monarquía de la forma en que se hizo es la devaluación de las Cortes Generales. En la monarquía española anterior a 1931 la devaluación de las Cortes era un elemento constitutivo del sistema político. No solamente no eran un elemento que daba legitimidad al sistema político, sino que ellas mismas se constituían con base en la corrupción del sistema electoral. La monarquía española fue una forma política constitutivamente corrupta, como reconocería de manera expresa Antonio Cánovas en el Pleno del Congreso de los Diputados al discutirse la ley que introducía el sufragio universal masculino. Calificó dicho sufragio universal como “la forma menos digna de obtener la voluntad nacional”, ya que todos sabemos, decía, que las elecciones no son manejables sin corrupción del sufragio y, en consecuencia, cuanto más universal sea el sufragio, más universal tiene que ser la corrupción. Las Cortes Generales fueron un órgano constitutivamente devaluado en la monarquía española. Sin interrupción hasta 1931. Por eso, en las elecciones municipales de 12 de abril de 1931, aunque las candidaturas monárquicas ganaron en el conjunto del Estado, todo el mundo, empezando por Alfonso XIII, entendió que las elecciones las habían ganado las candidaturas republicanas que habían ganado en las capitales de provincia, en las cuales no se falsificaba el sufragio.

Algo de esa devaluación se ha mantenido de manera programada en la monarquía parlamentaria de la Constitución de 1978. De forma disimulada, pero se ha mantenido. La composición y el sistema electoral del Congreso de los Diputados y del Senado fueron definidos por la Ley para la Reforma Política y por el Real Decreto-ley de marzo de 1977 y no por la Constitución, que se limitó a hacer suya la decisión de las Cortes del Régimen del General Franco y del primer gobierno preconstitucional de la monarquía. 

La desviación calculada del principio de igualdad en la composición del Congreso de los Diputados y la negación del mismo en el Senado es el vicio democrático originario del sistema político español. Diseñado para promover un bipartidismo que asegurara la estabilidad de la monarquía restaurada, ha operado de manera satisfactoria para sus diseñadores mientras ha sido posible mantener el bipartidismo, pero ha conducido a la parálisis del sistema político en cuanto no ha sido posible hacerlo. Desde 2015 lo estamos comprobando. Y me temo que por tiempo indefinido. 

La combinación de la Restauración de la monarquía con un principio de legitimidad propio con unas Cortes Generales constituidas con base en un principio de legitimidad democrática devaluado han dado como resultado la incapacidad de renovación del sistema político mediante la reforma de la Constitución. El principio de legitimidad democrática es el único que tiene capacidad de renovación. Por eso, la reforma de la Constitución solo existe en los Estados democráticamente constituidos. Y existe no solamente como previsión constitucional, sino como institución de la que se hace uso con regularidad. Es la única manera de renovar el principio de legitimidad en el que descansa el sistema político. La evidencia empírica de que disponemos es unánime. Un principio de legitimidad democrático devaluado para que, en ningún caso, pueda ponerse en cuestión la Restauración de la monarquía conduce inexorablemente a la imposibilidad de renovación de la legitimidad del sistema constitucional. 

Es lo que está pasando en España. El sistema político español sigue descansando en la “legitimidad de la Transición”. Y dicha legitimidad ya ha dado de sí todo lo que podía dar de sí. Hace bastantes años que dejó de hacerlo. No se puede negar que su legado es importante y positivo, pero la sociedad española no puede detenerse en ese momento de nuestra historia.

La Restauración de la monarquía presidió la Transición a la democracia, pero la forma en que lo hizo bloqueó la capacidad de renovación del sistema democrático. Esa falta de renovación es la que ha posibilitado que la propia Jefatura del Estado, que presidió la Transición, haya degenerado de la forma en que lo ha hecho.

La crisis de legitimidad de la monarquía, que se ha ocultado durante unos años pero que ya resulta inocultable, es una consecuencia de la parálisis del sistema político que ella misma puso en marcha. Es de dentro, de la propia Casa Real, de donde procede la crisis de legitimidad de la monarquía, que va a poner fin al ciclo constitucional que se inició tras la muerte del general Franco. 

En el origen de todos los ciclos de la historia constitucional de España ha habido siempre una crisis de legitimidad de la monarquía. Lo que está ocurriendo en este momento no es nuevo. 

La historia constitucional de España es la historia de las sucesivas “restauraciones” de la monarquía tras la crisis de la institución en el momento inicial de cada ciclo constitucional. La Constitución de 1812 es la respuesta a la transmisión a través de un “convenio privado” por parte de Carlos IV y Fernando VII de la Corona al Emperador Napoleón Bonaparte. La Constitución progresista de 1837 es la respuesta a la crisis de legitimidad desatada tras la muerte de Fernando VII sin descendiente varón. La revolución de 1868 y el exilio de Isabel II hablan por sí solos. De la misma manera que lo hacen el exilio de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República.