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La interferencia del principio monárquico en la legitimación democrática de la investidura

El pasado lunes 28, en el programa Hoy por Hoy de la Cadena SER, oí a uno de los contertulios proponer la aprobación de una Ley Orgánica de desarrollo del artículo 99 de la Constitución, a fin de dar respuesta a las inseguridades que se están poniendo de manifiesto acerca de la posición del Rey en el proceso de investidura.

No recuerdo haber oído nunca antes una propuesta de este tipo. Aunque el 23F de 1981 y la posibilidad que entonces se manejó de que el Rey pudiera designar al general Armada como candidato a la presidencia del Gobierno, que tendría necesariamente que ser avalada por el Congreso de los Diputados, alertó de los riesgos que la redacción del artículo 99 de la Constitución podía suponer no solo para el funcionamiento, sino incluso para la propia supervivencia de la democracia, dada la forma en que el golpe de estado acabó siendo resuelto y la ausencia de problemas en las siguientes legislaturas en lo que a la propuesta de candidato por el Rey se refiere, hizo que el artículo 99 dejara de ser visto como una potencial fuente de problemas.

Pero desde las elecciones de 20 de diciembre de 2015 se ha visto que no es así. Ya en 2016 asistimos a la “declinación” de la propuesta de Mariano Rajoy, a la posterior propuesta de Pedro Sánchez y a la primera repetición electoral por incapacidad de investir a un presidente de Gobierno y, de una u otra manera, no han dejado de plantearse situaciones que no se habían producido entre 1979 y 2011. Se siguen planteando, razón por la cual, supongo, el contertulio de la SER del pasado lunes hizo su propuesta de una ley orgánica.

El mismo lunes empecé este artículo y le puse título, pero el huracán provocado por Luis Rubiales me desvió, aunque no me hizo olvidarlo, sino todo lo contrario. Es evidente que la aplicación del artículo 99 nos está planteando problemas y que deberíamos hacerles frente antes de que nos puedan conducir a una situación constitucionalmente inmanejable.

¿Sería la ley orgánica la fórmula apropiada? Mi impresión es que no, que no estamos ante un problema de desarrollo normativo de la Constitución, sino ante un problema de reforma de la Constitución. Es lo que intento expresar con el título del artículo.

El constituyente español de 1978 lato sensu se tuvo que enfrentar con un problema constitucional con el que no había tenido que enfrentarse ninguno de los constituyentes monárquicos anteriores. Todas las Constituciones monárquica anteriores, con la relativa excepción de la de 1869, habían sido no Constituciones de la Nación española, sino “Constituciones de la Monarquía Española”. Y no solamente de la Monarquía Española, sino de la Dinastía de los Borbones. España es el único país en el que la Monarquía ha mantenido a la Dinastía del Antiguo Régimen en el Estado Constitucional. Lo intentó Inglaterra en 1660 con la Restoration de la casa de los Estuardos y lo intentó Francia con la Restauration en 1814 de la casa de Borbón. Pero ambas restauraciones fracasaron en muy poco tiempo: 1688, la primera y 1830, la segunda.

España ha sido el único país en el que la Restauración como forma política ha tenido éxito. Lo sigue teniendo. En todos los demás países europeos el fin de la monarquía, allí donde se ha producido, ha solido ir acompañada de una cláusula de intangibilidad en la Constitución, para hacer imposible el retorno de la misma. Francia 1884, Portugal 1911, Alemania 1917, Italia 1947. Monarquía, nunca más.

En España no ha sido así. La historia constitucional de España ha sido la historia de la restauración de la dinastía de los Borbones, desde 1812, en que las Cortes de Cádiz anularon la venta de Carlos IV y Fernando VII de la Corona de España a Napoleón, pasando por la restauración de Isabel II, cuya legitimidad se debatió en una guerra civil que culminó con el “abrazo de Vergara”. Esta restauración fue puesta en cuestión en el sexenio revolucionario, en el que se intentó que la dinastía de los Saboya sustituyera a la de los Borbones y tras el fracaso, se experimentó por primera vez “La República”, a la que siguió “LA RESTAURACIÓN”, únicamente reconocida como tal, que se mantuvo hasta 1923/1931. Después la Segunda República, la Guerra Civil, el Régimen del General Franco y la “Segunda Restauración”, no gloriosa como la primera, sino vergonzante, disfrazada de transición a la democracia.

La Restauración, no solamente de la monarquía sino de la dinastía anterior al Estado Constitucional, es la singularidad constitucional española. No quiero decir con ello que la historia constitucional española no sea historia europea. Cada país tiene “su” singularidad. No solamente España. Todos. Pero esta es la nuestra. Con muchos accidentes, pero ninguno mortal hasta el momento.

La Restauración de 1978, precedida por la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1946, la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento de 1958, la Ley Orgánica del Estado de 1967 y la Ley para la Reforma Política de 1976, es la única en la que el constituyente español ha tenido que constitucionalizar la Monarquía no como “española”, algo imposible después de la Segunda República, sino como “parlamentaria”, aceptando que en el último cuarto del siglo XX la legitimación democrática era la única forma aceptable de legitimación del poder en Europa. A regañadientes, el constituyente de 1978 no tuvo más remedio que aceptar que tenía que constitucionalizar la Monarquía con base en el “principio de legitimación democrática”. Y lo hizo, pero a regañadientes e introduciendo determinadas “trampas” en el proceso, de las cuales el artículo 99 es una. No la única.

La primera trampa fue la exclusión del referéndum, para que el poder constituyente del pueblo español hubiera sido reconocido como tal y hubiera podido decidir entre República o Monarquía. Esta fue la primera trampa del proceso. La Monarquía no era una opción para el poder constituyente, sino que era previa a e indisponible para el poder constituyente del pueblo español. Como lo fue siempre, salvo en las dos experiencias republicanas, desde la propia Constitución de Cádiz, como se pondría de manifiesto en el debate del artículo 3 de la Constitución. Con la indisponibilidad de la Monarquía para el poder constituyente, la Constitución de 1978 conectaba con la “Monarquía Española” de nuestra tradición histórica, para la que la democracia había sido lo que había que evitar a toda costa. Ya no era posible, pero la querencia antidemocrática no desaparecía por completo (Por qué es necesario un referéndum sobre la Monarquía, 9 de octubre de 2017).

La segunda fue la aceptación de la definición constitucional de los dos órganos centrales del sistema político de la Constitución de 1978, la Corona y las Cortes Generales, por las Cortes de Franco mediante la Ley para la Reforma Política y por el Real Decreto-ley de marzo de 1977 de normas electorales. Las llamadas Cortes Constituyentes elegidas el 15 de junio de 1977 “hicieron suyas” las decisiones respecto a la Monarquía y las Cortes Generales adoptadas por las Cortes Franquistas y el Gobierno preconstitucional de Adolfo Suárez designado por el Rey Juan Carlos I.

La tercera fue la definición “incompleta” del principio de legitimidad democrática en el artículo 1.2 de la Constitución. “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del estado”. La fórmula “europea” es “emanan TODOS los poderes del Estado”. Es obvio que es la Monarquía lo que explica dicha exclusión. El Tribunal Constitucional ha corregido la desidia del constituyente desde una de sus primeras sentencias, la STC 6/1981; “El principio de legitimidad democrática que enuncia el artículo 1, apartado 2, de la Constitución es la base de TODA nuestra ordenación jurídico-política”. Pero no es lo mismo. La ausencia del TODOS chirría y explica la tolerancia respecto de la conducta del llamado Rey “emérito” durante decenios o discursos como el del Rey Felipe VI el 3 de octubre de 2017.

De ahí viene la cuarta, que no es otra que la “inversión ocasional” de 1.2 (legitimidad democrática) y el 1.3 (principio monárquico): “La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”. El 1.3 va después del 1.2, pero históricamente fue el 1.3 el que precedió en “La Transición” al 1.2. Y esa “prioridad histórica” no ha sido ni es inocua. De otra manera no es explicable la ejecutoria de los Reyes españoles de la Constitución de 1978.

La quinta es muy expresiva. En el constitucionalismo monárquico español, como no existía el principio de legitimidad democrática y como el Rey era, además el titular del poder ejecutivo del Estado, “El Rey y sus ministros” era la fórmula del encabezamiento del título dedicado al poder ejecutivo, el título dedicado a las Cortes Generales precedía al título dedicado al Rey. El constituyente de 1978 no podía hacerlo. ¿Qué hacer con La Corona en una Constitución que descansa en el principio de legitimidad democrática?

El constituyente del 78 lo va a resolver, abriendo un paréntesis en la Constitución. Es lo que supone el Título II. Cuando tiene que introducir la llamada “parte orgánica”, relativa a los poderes del Estado, el constituyente se encuentra con que no puede hacerlo sin que aparezca la mención del “pueblo español” como lugar de residenciación del poder. Con el Rey no puede hacerlo. De ahí el paréntesis del Título II, en el que no aparece mención alguna al pueblo español. “La Corona” y sus “portadores” no son poder, sino simplemente órgano del Estado, que tiene que cumplir las funciones que tiene constitucionalmente encomendadas “sin poder ser portador de una voluntad propia”, porque toda manifestación de voluntad del Estado tiene que tener su origen directa o indirectamente en el pueblo español

Serán las primeras palabras del artículo 66.1, primero del Título III dedicado a las Cortes Generales, donde aparece por primera vez después del 1.2 la palabra “pueblo”. Con ello el constituyente está indicando que, a partir de este momento, ya no estamos hablando simplemente de órganos, sino de “poderes del Estado”. Para ello hubo que darle la vuelta al orden constitucional monárquico anterior.

Pero en la parte orgánica, el constituyente de 1978 introduce una nueva “trampa”: el artículo 99. El artículo 99 supone una desviación calculada del principio de legitimidad democrática en la investidura del presidente del Gobierno. El artículo 99 conecta directamente con el 66.1 y, por tanto, la continuidad de la cadena de la legitimación democrática del Estado salta a la vista. Manifestación de voluntad del cuerpo electoral a través de las elecciones, constitución de las Cortes Generales, investidura del presidente del Gobierno. Todo es un proceso genuinamente democrático. Pero en medio de ese proceso el constituyente introdujo el “principio monárquico”.

La “propuesta del candidato a presidente del Gobierno” no es parlamentaria, sino monárquica. Y el constituyente deja un margen de maniobra al Rey, ya que solamente exige que dé un trámite de audiencia a los portavoces de los partidos políticos presentes en el Congreso de los Diputados, pero deja que tome la decisión que le parezca oportuna.

La operación de aproximarse al Rey para recibir el encargo de formar Gobierno ha sido de importancia capital en la historia del constitucionalismo español. Ha sido la pieza clave en el funcionamiento del Estado Constitucional desde el reinado de Isabel II hasta el de Alfonso XIII. Esto es lo que subrepticiamente ha introducido el artículo 99 en nuestro sistema político. No es una trampa menor, sino una trampa con un potencial perturbador enorme del principio de legitimación democrática.

Desde 1979 a 2011 no ha sido visible. Desde el 2015 ha empezado a serlo, llegando a su máxima expresión en este 2023. La exigencia del PP de que Felipe VI designara como candidato a Alberto Núñez Feijóo antes de que se hubieran constituido siquiera las Cortes Generales es escandalosa. Como también lo es la forma en que ha tomado la decisión, sin cerciorarse de las condiciones para que se pudiera convocar el Pleno de investidura y del plazo en que tendría que ser examinada por el Pleno de Congreso de los Diputados la propuesta del Rey.

El Rey ha abierto un paréntesis en el proceso de legitimación democrática de la investidura, constituyendo con ello un precedente sumamente peligroso. Hay un tufo al parlamentarismo desde la Semana Trágica al “golpe de Primo de Rivera” que parece querer reavivarse un siglo después. Qué espectáculo da un candidato que, propuesto por el Rey, dice que necesita un mes para, en última instancia, no hablar con nadie, ya que, según parece, va a hablar únicamente con el presidente del Gobierno en funciones, en tanto las demás conversaciones van a tener lugar entre los portavoces de los grupos parlamentarios. De ser así, debería haber esperado para hacer la propuesta a que dichos grupos hubieran estado constituidos.

El constituyente introdujo muchas trampas a favor del principio monárquico para condicionar la ejecutoria del principio de legitimación democrática. Y las dejó atadas mediante el artículo 168 de la Constitución, que es una cláusula de intangibilidad encubierta. Por eso, la Constitución de 1978, siendo completamente distinta de la de 1876, es exactamente igual que aquella en lo que a la reforma de la Constitución se refiere.

Todo esto es lo que las andanzas fantasmales de Alberto Núñez Feijóo está poniendo de manifiesto. Andanzas que están siendo posibles porque el Rey ha actuado de la forma que lo ha hecho. Y ha actuado de esta manera porque el constituyente, al redactar el artículo 99 de la forma en que lo hizo, lo ha posibilitado.

Veremos cómo acaba. Pero las trampas, como las prisas, son malas consejeras y aquí se han dado la mano las trampas que introdujo el constituyente con las prisas inexplicables e inexplicadas del Rey para hacer la propuesta.

El pasado lunes 28, en el programa Hoy por Hoy de la Cadena SER, oí a uno de los contertulios proponer la aprobación de una Ley Orgánica de desarrollo del artículo 99 de la Constitución, a fin de dar respuesta a las inseguridades que se están poniendo de manifiesto acerca de la posición del Rey en el proceso de investidura.

No recuerdo haber oído nunca antes una propuesta de este tipo. Aunque el 23F de 1981 y la posibilidad que entonces se manejó de que el Rey pudiera designar al general Armada como candidato a la presidencia del Gobierno, que tendría necesariamente que ser avalada por el Congreso de los Diputados, alertó de los riesgos que la redacción del artículo 99 de la Constitución podía suponer no solo para el funcionamiento, sino incluso para la propia supervivencia de la democracia, dada la forma en que el golpe de estado acabó siendo resuelto y la ausencia de problemas en las siguientes legislaturas en lo que a la propuesta de candidato por el Rey se refiere, hizo que el artículo 99 dejara de ser visto como una potencial fuente de problemas.