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En la legitimidad está la clave

9 de diciembre de 2022 22:57 h

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Todas las formas políticas, incluso las no democráticas, descansan en un principio de legitimidad, reconocido de una manera u otra por la opinión pública. 

En los Estados democráticamente constituidos, ese principio de legitimidad se expresa en la aceptación del triunfo electoral del adversario. El que pierde reconoce la legitimidad del que gana. Después del momento centrífugo que se vive en toda campaña electoral digna de tal nombre, viene el momento centrípeto de la votación, siempre que el resultado de la misma sea aceptado por el que pierde. La aceptación de la derrota es lo que proporciona legitimidad al conjunto del sistema político. Por eso, Donald Trump ha sido una amenaza para el mejor sistema político que ha existido en la historia. Esperemos que haya dejado de serlo. Bolsonaro ha venido a continuación.

En los Estados que no están constituidos democráticamente también interviene el principio de legitimidad como fundamento del sistema político. Tuvimos ocasión de comprobarlo en la antigua Unión Soviética, que parecía de una solidez inquebrantable y que se desmoronó a una velocidad de vértigo en el momento en que la población dejó de reconocer el principio de legitimidad que procedía de la Revolución de 1917 y de la victoria frente a la Alemania nazi en 1945. 

Lo estamos viendo también en estos días en China, donde el Gobierno está teniendo que hacer frente a una crisis de legitimidad por la forma en que ha hecho frente a la irrupción del Covid-19. Un presidente recién elegido, que parecía que tenía un control completo de la situación, ha tenido que empezar a dar marcha atrás ante la resistencia pacífica de la ciudadanía.

En el principio de legitimidad está la clave del funcionamiento estable del sistema político. En las democracias, dicho principio se renueva periódicamente a través de las elecciones. De las elecciones generales fundamentalmente, aunque también de todas las demás: municipales, autonómicas o europeas. 

Dicha renovación exige lealtad entre los contrincantes. Se puede ganar o se puede perder y hay que aceptar el resultado tanto en un caso como en otro. Si no es así, el sistema político empieza a deshilacharse y deja de funcionar con normalidad. Sin el reconocimiento de que la legitimidad del adversario es exactamente igual que la propia, el sistema político no puede operar establemente.

Esto es lo que está ocurriendo en España. La izquierda nunca ha puesto en cuestión la legitimidad de la derecha cuando ha ganado las elecciones. Ocurrió con UCD en 1977 y 1979 y ha ocurrido con el PP en 1996, 2000 y 2011 e incluso 2016. Incluso ocurrió en las elecciones del “Tamayazo” a la Comunidad de Madrid, que posibilitaron que Esperanza Aguirre fuera presidenta de la Comunidad.

La derecha, por el contrario, desde 1989, como explicaba el 5 de diciembre en el artículo 'Viene de la llegada de Aznar a la Presidencia del PP', no ha dejado de sembrar dudas sobre la legitimidad del PSOE para gobernar. En 1989 intentó dinamitar las elecciones interponiendo recursos en varias provincias contra la proclamación de los candidatos electos por las Juntas Electorales, con la finalidad de que tuvieran que repetirse. En 1993, denunciando un pucherazo en el recuento la misma noche electoral. En 2004, recurriendo al atentado de Atocha para poner en cuestión la legitimidad de José Luis Rodríguez Zapatero, vicio de origen que se extendería también a la elección de 2008. 

Desde 1989 la derecha española no ha reconocido la legitimidad del PSOE como “partido de gobierno”. Ni con Felipe González ni con José Luis Rodríguez Zapatero. De ahí que valiera todo para enfrentarse al Gobierno, incluyendo en ese todo el secuestro del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional.

Pero el no reconocimiento de la legitimidad del PSOE ha alcanzado su máxima expresión con la llegada de Pedro Sánchez al Gobierno tras la moción de censura de 2018. La rotundidad del rechazo de la legitimidad de Pedro Sánchez ha sido muy superior al de la legitimidad de los dos anteriores presidentes del Gobierno socialistas. Para la derecha fue ilegítima la moción de censura y también el triunfo del PSOE en las elecciones de 2019, que se tradujo en un intento de boicotear la investidura.

En ese no reconocimiento de la legitimidad del Gobierno de Pedro Sánchez justifica la derecha el secuestro del CGPJ durante más de cuatro años y el intento de utilizar dicho secuestro para boicotear la renovación parcial del Tribunal Constitucional. 

Es imposible vaticinar cuánto tiempo puede operar un sistema político en estas condiciones. Pero se lleva ya demasiado jugando con fuego. El CGPJ y el TC son instituciones expresivas del principio de legitimidad. De ahí la exigencia de la misma mayoría para su renovación que la que es necesaria para la reforma de la Constitución. Si la derecha no acepta la renovación cuando gobierna el PSOE, es la legitimidad del sistema político la que se pone en cuestión. Es una estrategia que conduce, más pronto o más tarde, a la catástrofe. 

Todas las formas políticas, incluso las no democráticas, descansan en un principio de legitimidad, reconocido de una manera u otra por la opinión pública. 

En los Estados democráticamente constituidos, ese principio de legitimidad se expresa en la aceptación del triunfo electoral del adversario. El que pierde reconoce la legitimidad del que gana. Después del momento centrífugo que se vive en toda campaña electoral digna de tal nombre, viene el momento centrípeto de la votación, siempre que el resultado de la misma sea aceptado por el que pierde. La aceptación de la derrota es lo que proporciona legitimidad al conjunto del sistema político. Por eso, Donald Trump ha sido una amenaza para el mejor sistema político que ha existido en la historia. Esperemos que haya dejado de serlo. Bolsonaro ha venido a continuación.