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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

¡Una cátedra para Marhuenda!

Sebastián Martín

Hubo un ministro en el primer gabinete de Rajoy celebrado por los socialdemócratas más superficiales de este país. Había fundado y presidido Demoscopia, empresa de sondeos de PRISA, y frecuentaba tertulias defendiendo desde el centro las posiciones de esta factoría de hegemonía cultural. “Una cartera de consenso bipartidista”, decían los menos avisados; “su nombramiento evidencia el carácter dialogante de Rajoy, que no es Esperanza Aguirre”, remachaban, concediendo el atributo de la sensatez por el mero hecho de trabajar para los Polanco.

El tal ministro, José Ignacio Wert, terminó, sin embargo, revelándose como el más desastroso responsable de Educación de nuestra historia democrática. El peor, si contemplamos su gestión desde la perspectiva de la educación pública. No hay nivel educativo, de la enseñanza infantil y primaria a la superior, que no haya quedado corrompido y desmejorado tras haber sido tocado por las manos legislativas de su ministerio. Y no crean que se trata de mero sectarismo. El conservadurismo español posee, de hecho, intuiciones e inclinaciones pedagógicas mucho más benéficas para la enseñanza en general que nuestro progresismo, siempre encantado con trasnochadas y estériles teorías posmodernas de reblandecedores resultados para las inteligencias. Sin embargo, su potencial propensión a la enseñanza rigurosa, disciplinada y caudalosa en contenidos se ha visto seriamente contrarrestada por su bochornoso servilismo ante el poder privado, que por necesidad había de trastocar la concepción básica y la organización fundamental de la educación pública.

Podría incluso concluirse que esta genuflexión sistemática ante el fundamentalismo mercantilista ha dado la línea maestra a toda su gestión. Tras casi cuatro años gobernando la educación, el sector privado y las clases pudientes han visto ensancharse considerablemente sus posibilidades, mientras que la educación pública, con la contribución de algunas comunidades autónomas, ha quedado mucho más vulnerable, comprometiéndose con ello seriamente su objetivo cívico, integrador y democrático de formar en y para la igualdad, tanto ciudadana como de oportunidades.

Dejemos en esta ocasión a un lado el impacto de sus medidas en los cursos de primaria, secundaria y bachiller, con el elocuente arrinconamiento de la filosofía. Detengámonos en una disposición reciente, y aparentemente menor, que afecta a la enseñanza universitaria, para corroborar esa puesta a disposición privada de la educación que ha caracterizado su mandato. Bien sabemos que el incremento considerable de las tasas, sumado al descenso o congelación de las becas, ha cerrado el acceso a la universidad pública a numerosos estudiantes. También tenemos constancia de que la falta de reposición de las bajas en el profesorado, la imposibilidad de promocionar en la carrera académica y la dificultad extrema de ingresar en ella por precariedad y por ausencia de plazas se ha saldado con una nueva masificación estudiantil, que imposibilita la aplicación del famoso Plan Bolonia y devalúa la instrucción universitaria. Y también conocemos los planes de convertir la enseñanza superior en una suerte de bachiller especializado, sin salida profesional, dejando el tramo decisivo de la formación universitaria para los máster, de coste ya desorbitado en las públicas y donde las privadas ejercen un liderazgo indiscutible sin apenas competencia, entre otras cosas por servirse del profesorado público pagándole las horas aisladas de dedicación.

Entre todos estos factores, se ha colocado a las universidades públicas en una situación de estrangulamiento de personal, asfixia económica y sobrecarga de tareas que reduce intensamente su capacidad para competir en el “mercado de la educación”. Pero, aun así, la universidad pública continúa siendo un bocado suculento para la mentalidad privatista, y no por razones económicas, sino culturales, ya que concede la oportunidad de transmitir una visión del mundo a centenares de estudiantes cada curso. Y esta dimensión de reproducción cultural de una clase social, o, en el peor de los sentidos, de puro adoctrinamiento, estaba vedada en la práctica, al menos hasta el momento presente, a quienes no tuviesen capacidad probada de construcción científica o doctrinal. Es decir, a quienes no se hubiesen consagrado por entero a la profesión académica.

Pues bien, a facilitar el acceso a la cátedra universitaria a los profesionales procedentes de la empresa privada, pero sin carrera científica destacable que alegar, va dirigido el real decreto 415/2015, de 29 de mayo, sobre «el sistema de acreditación nacional para el acceso a los cuerpos docentes universitarios». No es la única novedad que incorpora esta regulación, pero sí es la que mejor transparenta la línea maestra del gobierno educativo de Wert. Aporta elementos positivos, como la introducción de criterios cualitativos para la evaluación, moderando la importancia de los habituales, puramente cuantitativos y cumulativos. También garantiza que la evaluación se realice por miembros de la misma rama o especialidad, en sentido amplio, que el aspirante, lo cual introduce solvencia y equidad. E incluso minimiza la relevancia de algunos méritos, como los de gestión, que son independientes de la valía profesional del investigador.

Pero la disciplina de la evaluación de los méritos para la acreditación como catedrático delata la irreprimible propensión privatista del ministerio. Cuatro son los bloques tenidos en cuenta: investigación, docencia, actividad profesional y gestión académica. Y cuatro, también, las calificaciones posibles: A (excepcional), B (bueno), C (compensable) y D (insuficiente). La calificación mínima para superar la acreditación a catedrático debe ser la de B-B, tanto en investigación como docencia. Las deficiencias en docencia (B-C), podrán ser compensadas con méritos en la actividad profesional (B) o en gestión académica (B). Pero he aquí que también las deficiencias en la investigación (C-B) pueden ser compensadas, esta vez si se demuestra haber tenido una actividad profesional brillante fuera de la universidad (A).

Con esta evaluación, la espina dorsal de la carrera académica, lo que siempre ha debido habilitar para el acceso a la cátedra, esto es, una competencia contrastada en la investigación científica, podrá tener un valor secundario si resulta compensado con una valiosa actividad profesional de carácter extrauniversiario.

Cualquiera diría que Wert, al revisar y aceptar este tipo de evaluación, no pensaba sino en sí mismo como aspirante a la acreditación a cátedra: con algunos años de experiencia docente, y con numerosas publicaciones de ocasión, nadie podría negarle una actividad profesional tipo A, y, por tanto, su capacidad para ejercer de catedrático.

Seguramente al lector se le habrá venido en mente algún otro caso que estaría en esta misma situación. En lo que hace a mi asignatura, la historia del derecho, tendríamos a un candidato ilustre con las puertas también entreabiertas para el acceso a la cátedra aun sin contar con aportación científica relevante. Con experiencia en gabinetes de presidencia, dirige desde hace bastantes años un diario de tirada nacional y, de su aparición en los medios, se deduce una intensa actividad profesional, que muchos estarían dispuestos a calificar con una A. Cuenta además con una dilatada experiencia docente en la universidad. Solo falla el ya subsanable capítulo de publicaciones, donde apenas se agrupa media decena de trabajos.

¿Han adivinado de quien se trata, verdad? Del historiador del derecho y de las instituciones Francisco Marhuenda García, más conocido como director de La Razón, quien muy probablemente disfrutaría sentando cátedra al difundir en las aulas los simplismos historiográficos que nos propina en televisión.

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