Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Ciutat Morta, justicia desaparecida
La polémica generada a partir de la exhibición del documental “Ciutat Morta” y la decisión judicial de censurar parte del mismo han puesto los necesarios focos sobre un caso que nos dolía desde hace años, tanto por las consecuencias personales que el mismo tuvo (cárcel, suicidio, vidas rotas, injusticia) como por ser fiel reflejo de cómo no debe funcionar un sistema judicial que pretenda enmarcarse dentro de un Estado democrático y de Derecho.
El 15 de enero de 2008 la Sección Octava de la Audiencia Provincial de Barcelona dictó una sentencia de la cual nadie puede estar orgulloso, pero que ponía negro sobre blanco lo que muchos llevábamos diciendo desde hacía tiempo: no sería una sentencia justa ni se acercaría, mínimamente, a la verdad material de lo sucedido el 4 de febrero de 2006, pero en ella se reflejaba todo lo peor que puede existir en un sistema judicial anquilosado.
Contra dicha sentencia recurrimos. Nunca se nos ha dado la razón, porque el sistema judicial no estaba dispuesto a asumir la posibilidad cierta de que se hubiera cometido un error, de que todo hubiera fallado o de que allí lo que había en juego era mucho más que la libertad y vida de unos chicos que no habían hecho nada que tuviese relevancia penal.
El problema de ese caso -y así lo vimos desde el comienzo- era que afectaba a algo esencial para los resortes del poder: la credibilidad de un cuerpo policial. Los detenidos fueron objeto de múltiples vejaciones y torturas con el fin de que asumiesen algo que ellos no habían hecho.
Los malos tratos y torturas fueron denunciados, pero la investigación de los mismos recayó en el Juzgado de Instrucción 18 de Barcelona. Su titular, Carmen García Martínez, desestimó todo tipo de diligencias y pruebas que quisimos aportar para acreditar las mismas. La razón de todo ello es muy sencilla: era la misma juez que investigaba los citados hechos del 4 de febrero. Por tanto, si admitía que habían sido torturados, la imputación en contra de los chicos decaería porque los imputados por torturas eran los mismos que sostenían la acusación en contra de los chicos. En esta labor la juez no estuvo sola, siempre contó con el respaldo de la fiscal y de la Audiencia Provincial de Barcelona, que fue ratificando una a una esas resoluciones.
Archivada definitivamente la causa por las torturas, quedó expedito el camino para enjuiciar a los jóvenes por los hechos del 4 de febrero. A partir de ese momento, las acusaciones de la fiscal, del Ayuntamiento de Barcelona, del Sindicato de Guardias Urbanos y de la familia del policía lesionado pudieron sostener que sus lesiones fueron causadas por una piedra arrojada de frente por parte de mi defendido y que en dichos hechos participaron los restantes acusados, sin clara determinación de lo que habría hecho cada cual.
De cara al juicio oral solicitamos un cúmulo importante de pruebas para acreditar que los hechos no habían sucedido como sostenían las acusaciones. Entre ellas, las declaraciones de Joan Clos (entonces alcalde de Barcelona y quien había informado la mañana del 5 de febrero que las lesiones al policía las causó una maceta arrojada desde un tejado), documentos de los archivos del Ayuntamiento, inspecciones médico-forenses sobre las lesiones, etc. Todas nos fueron denegadas, posicionándonos en la más absoluta indefensión en el juicio.
El juicio fue más de lo mismo con una sala determinada a condenar, unos policías que no solo acusaban sino que se defendían, unas pruebas cercenadas intencionadamente, una declaración sistemática de impertinencia de muchas o demasiadas de nuestras preguntas. La única diferencia es que para ese momento existía una movilización ciudadana que llenó la sala de audiencias y un apoyo explícito de los gobiernos de Chile y Argentina (tres de los acusados eran de esas nacionalidades), cuyos respectivos embajadores acudieron atónitos a todas y cada una de las sesiones del Juicio, pero nada sirvió porque el fallo estaba predeterminado a partir del atestado policial.
Las sesiones transcurrieron de forma hosca, porque la Sala no estaba dispuesta a modificar su criterio y las defensas no íbamos a dejar amedrentarnos por un escenario así de hostil.
Las pocas pruebas de descargo que se practicaron demostraban que ni Rodrigo Lanza ni ninguno de los otros acusados habían lanzado piedra alguna al agente lesionado, que Patricia Heras no había estado en el lugar de los hechos y que las lesiones del agente no habían sido causadas en la forma descrita por la acusación. Cinco expertos médicos forenses sostuvieron que las lesiones del agente eran incompatibles con el lanzamiento de una piedra y que las mismas sí lo eran con un impacto producido a gran velocidad por un objeto contundente arrojado desde atrás y arriba (la famosa maceta de Clos), pero de nada sirvió. Algunas veces los jueces saben más de medicina que los médicos o eso dejó claro la Sala.
Todo dio igual. Los jueces se limitaron a dar forma de sentencia a un atestado policial, técnica muy usada por algunos jueces que confunden su misión de impartir justicia con la de servir al poder establecido. Afortunadamente, son minoría porque, de lo contrario, la situación sería insufrible.
Tratando de hacer un guiño a lo que sucedía en la calle y entre el público, así como a la preocupación sincera de los gobiernos de Chile y Argentina, la Sala dictó una sentencia condenatoria, pero imponiendo penas muy inferiores a las pedidas por las acusaciones. Lo malo es que esas condenas conllevaban la culpabilización de un grupo de inocentes y su necesario ingreso en prisión con las consecuencias que eso ha tenido para ellos; incluidos, el suicidio de Patricia Heras y el más absoluto descrédito de la Justicia, como ha demostrado “Ciutat Morta”.
Hoy, gracias al empuje de dos mujeres admirables (Mariana y Silvia) y de unos documentalistas incansables, la sociedad despierta de su letargo descubriendo que este tipo de cosas también pasan en España y que sólo desde una postura firme podremos cambiar algo que pasa más veces de lo que una sociedad que se dice democrática puede tolerar: los jueces no pueden asumir acríticamente las versiones y testimonios policiales porque estos muchas veces atentan incluso contra la lógica y porque dejar la fijación de hechos en manos exclusivamente de la policía conllevaría el retorno al Estado policial.
“Ciutat Morta” refleja uno de esos casos en que la Justicia desaparece para satisfacer los intereses del poder establecido. Lamentablemente, el 4F no es el único caso así en España, pero ante todos ellos nuestro comportamiento debe ser el mismo: tolerancia cero. Creer ciegamente la versión oficial tiene estas consecuencias y cada sentencia mal dictada conlleva las mismas consecuencias de descrédito para la Justicia y de sufrimiento para quienes las padecen, porque no todos los condenados son culpables ni todos los jueces hacen justicia.
La polémica generada a partir de la exhibición del documental “Ciutat Morta” y la decisión judicial de censurar parte del mismo han puesto los necesarios focos sobre un caso que nos dolía desde hace años, tanto por las consecuencias personales que el mismo tuvo (cárcel, suicidio, vidas rotas, injusticia) como por ser fiel reflejo de cómo no debe funcionar un sistema judicial que pretenda enmarcarse dentro de un Estado democrático y de Derecho.
El 15 de enero de 2008 la Sección Octava de la Audiencia Provincial de Barcelona dictó una sentencia de la cual nadie puede estar orgulloso, pero que ponía negro sobre blanco lo que muchos llevábamos diciendo desde hacía tiempo: no sería una sentencia justa ni se acercaría, mínimamente, a la verdad material de lo sucedido el 4 de febrero de 2006, pero en ella se reflejaba todo lo peor que puede existir en un sistema judicial anquilosado.