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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

En defensa de la libertad de expresión

Pilar Eirene de Prada

Desde el mes de mayo con la detención de Cesar Strawberry –cantante del famoso grupo Def Con Dos– por enaltecimiento del terrorismo y especialmente durante estas últimas semanas tras el escándalo de los tuits de Guillermo Zapata –que ha terminado con su imputación por humillar a las víctimas de ETA– el clima social arde con un intenso debate sobre la utilización de redes sociales como Twitter. Es un tema que está en boca de todos pero que también se vive con cierta lejanía. Y es que Strawberry y Zapata son en realidad dos víctimas más de la extensa maniobra de deslegitimación de la izquierda –y en particular de Podemos– orquestada desde el gobierno y el PP con fines electoralistas y a la que la fiscalía se ha sumado convirtiéndose en lacayo complaciente de una derecha dispuesta a todo por mantenerse en el poder.

Muchos sentimos que el manto invisible del anonimato bajo el que se esconde un ciudadano cualquiera aún puede protegernos de situaciones similares. Y que aunque el Ministro del Interior haya iniciado su particular cruzada contra las redes sociales nadie piensa que algo así pueda ocurrirle. Pero eso ya no está tan claro. Un caso real de estos días es el de un adolescente –que podría ser casi cualquiera– acusado por la fiscalía de menores por un delito de menosprecio a las víctimas y enaltecimiento del terrorismo. Un menor que se convierte en el punto de mira de la policía de una pequeña localidad española al sospechar que ha participado en unas pintadas en edificios públicos y, con pretexto de buscar pruebas, entra a saco en sus cuentas de distintas redes sociales. Tras indagar, por supuesto, encuentran una serie de comentarios soeces, consignas antisistema y antifascistas y chistes de humor negro relacionados con víctimas del terrorismo en una cuenta de Twitter con la que le vinculan.

Lo llamativo de este caso y que lo diferencia de los mencionados al inicio es que no se trata de una persona que tenga una gran incidencia pública. No estamos hablando de alguien conocido y que tenga relevancia social, es el de un menor que utiliza las redes sociales como forma de expresión y comunicación entre su grupo de amigos: su comunidad. Entonces, ¿deberían perseguirse esos tuits irrelevantes penalmente? La lógica y el sentido común nos llevarían a pensar que ni son delitos ni se debe gastar dinero público en perseguirlos, pero lo ocurrido es muy distinto, la policía no ha escatimado medios en ir a por él y la costosa maquinaria de la justicia se ha puesto en funcionamiento, todo para dejar claro que las redes sociales no son un lugar para la libre expresión y difusión de ideas sino un lugar controlado y peligroso donde puede estar tu perdición. Pero ¿si ahora esto es así qué va a pasar a partir del 1 de julio?    

Los ciudadanos lo sabemos, el próximo 1 de julio es una fecha clave. Es el pistoletazo de salida para la entrada en vigor de las conocidas como Leyes Mordaza que, entre sus múltiples objetivos, es la forma que ha encontrado el gobierno de hacer frente a las molestas y cada vez más influyentes redes sociales tras las cuales los movimientos sociales han articulado la protesta contra las reformas “anti-crisis” del gobierno durante estos últimos años. Debido a su carácter novedoso, su recién adquirida relevancia –por la gran cantidad de usuarios que mueven globalmente y por situarse en el ojo del huracán de todas las noticias y debates– así como por la falta de herramientas de los gobiernos para hacerles frente y limitar su poder, las redes sociales se han convertido en la gran amenaza, la bestia negra de todos los gobiernos del siglo XXI.  

Desde 2011 con las revueltas árabes y más tarde con el 15M y los movimientos occupy hemos visto como las redes sociales han ganado protagonismo convirtiéndose en importantes herramientas para la protesta ciudadana. Su papel ha sido vital en países en los que sistemáticamente se reprimen las libertades civiles, en lo que su espontaneidad a la vez que su poca previsibilidad unido al gran numero de seguidores han sido clave. Como consecuencia son numerosos los estados en los que se practica la censura –temporal o permanente– en estos medios. En esto España no iba a ser menos. El gobierno y el PP llevan tiempo tratando de hallar la fórmula de enjaular al molesto pajarillo y al resto de sus amigos. Es verdad que nuestro contexto es distinto y que somos algo más sutiles a la hora de limitar la libertad de expresión y de silenciar la protesta a través de las redes sociales. Pero si el fin y el resultado es el mismo ¿cambia algo la forma en que se lleve a cabo?

Las leyes mordaza son normas estratégicamente ambiguas y genéricas que provocan que no se pueda saber a priori cual llegará a ser su extensión real, dejando en manos de los jueces –en demasiados casos complacientes con quien manda, presionados por el resto de los poderes e incluso por su propia institución de gobierno y sometido a una sobrecarga de trabajo crónica que los mantiene en la cuerda floja– la gran responsabilidad social de interpretar y definir los límites de la libertad de expresión de los ciudadanos. Esta milimetrada ambigüedad e inespecificidad de las normas busca dos grandes efectos: Uno  claramente directo es la criminalización de las nuevas formas de protesta llevadas a cabo por los movimientos sociales a través de las redes sociales y que hasta ahora escapaban al control del gobierno. A partir de ahora, prácticas que en los últimos años se habían convertido en normales como convocar o difundir manifestaciones y concentraciones a través de las redes sociales compartiendo un simple mensaje o difundir fotos y grabaciones de las Fuerzas de Seguridad del Estado, como por ejemplo las de las cargas policiales, podrán ser objeto de castigo.

El segundo efecto es indirecto y mucho más perverso. Su intención es provocar la autocensura en periodistas, activistas, pero también en los ciudadanos de a pié, simplemente por lo que pueda pasar. Porque al no acotar su extensión no podemos saber si estamos cometiendo un delito. Corremos el riesgo de que se conviertan en todopoderosas armas de represión manejadas a voluntad para silenciar a elementos considerados “indeseados” o “problemáticos”. Y para eso el gobierno tiene una fiscalía complaciente a su servicio. Es fácil sacar de contexto un tuit, interpretar literalmente lo escrito con ironía y sacarle punta a cualquier comentario que yace en el olvido.

Desde luego, atendiendo a lo que ya está pasando no podemos esperar un futuro muy prometedor a partir del 1 de julio. Una pregunta nada retórica es si vamos camino de una suerte de estado Orweliano, pues lo  cierto es que estas reformas que entran en vigor, a parte de no respetar la Constitución –algo sobre lo que tendrá que pronunciarse el Tribunal Constitucional–, vulneran al menos 6 de los 30 derechos recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y en especial el derecho a la libertad de reunión pacífica, de asociación y de expresión saltándose a la torera los tratados internacionales que España ha firmado firmado en la materia.

Estas reflexiones no pretenden contribuir al clima de alarma que existe y que el lector se ponga desaforadamente a borrar todo rastro de tuit fuera de las esferas de lo políticamente correcto. Desean sumarse a las legítimas  denuncias de la ciudadanía sobre la aberrante e intolerable extensión a la que está llegando la limitación de la libertad de expresión y de protesta, pero sobre todo quieren ser un alegato a favor de la libertad y un ruego a que reflexionemos y que entre todos busquemos formas de todo tipo –cada uno en su esfera, en su medio y según sus posibilidades– para que sigamos ejerciendo nuestra libertad de expresión, y luchemos por ella,  con imaginación y con determinación, desde el derecho y desde la sociedad.

La libertad de expresión, humor, disenso, crítica, protesta, etc., forman parte de la esencia de la democracia. La leyes mordazas nos obligan hoy más que nunca a reivindicar el papel central que juegan las redes sociales en el día a día. Comunidades digitales que han transcendido sus funciones iniciales y han pasado a ser incluso objeto de movimientos artísticos. Nuevas formas de entender el periodismo y la información, así como la socialización, la comunicación inter-ciudadana, la participación política, el activismo social y ciudadano de defensa de los derechos civiles y de las minorías y, por su puesto, la protesta social como forma de legítima oposición a lo injusto.

La redes sociales son las nuevas ágoras, plazas públicas en las que todos podemos y tenemos algo que decir y, aunque les pese a muchos, son lugares donde se ejerce política y ciudadanía, donde la información circula –y debe seguir circulando–, todo ello con mucha más libertad, simplicidad y espontaneidad, sin necesidad de grandes medios, ni grandes estructuras, sin necesidad de pedir permiso a nadie y sin  que los poderes económicos o políticos puedan influirla, aunque si tratar de limitarla, pero que no se piensen que con tanta facilidad, ya que los ciudadanos nos debemos rebelar contra ello y sin nuestra colaboración sus intentos limitadores fracasarán. Debemos seguir hablando sin miedo, sin mordazas.

“En tiempos de fascismo, todos somos disidentes.

Y nuestras trincheras están en la Red“

(Marta Peirano, El pequeño libro rojo del activista en la red)

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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