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No hay una sexualidad normal

Toda idea de normalidad se sostiene en una lógica segregacionista. La aplicación de la norma es una frontera a partir de la cual todo lo que no pertenece al conjunto que ella abarca se transforma en anormal, se segrega. Esta manera de clasificar responde a la idea de poder constituir una totalidad, ciertamente útil cuando tratamos de delimitar los diferentes reinos de lo viviente como son el animal o el vegetal. La norma permite ordenar el mundo, explicarlo, conocerlo, contenerlo. La excepción a su lógica confirma la regla sin cuestionarla, tal como lo hace la existencia de plantas carnívoras dentro del reino vegetal.

La sexualidad humana no escapa a esta lógica de la segregación, a esta manera de clasificar y ordenar, y busca su propia norma. Esta norma surge de la traslación al campo de lo humano de las leyes naturales del apareamiento y la reproducción que rigen para la sexualidad animal. Sin embargo, esta traslación automática se ve cuestionada por el hecho de que los seres humanos hablamos. La subversión de lo natural realizada por el lenguaje introduce un corte radical con la naturaleza, pues modifica cualquier fin natural de la sexualidad, cualquier idea de una teleología. La ley sexual natural queda trasformada por las palabras, palabras que vienen de aquellos que nos transmitieron el lenguaje y que serán portadoras de anhelos, designios, destinos, pasiones e ideales que nos constituirán como sujetos del lenguaje. Como efecto de ello, el ser que habla tiene un cuerpo que goza de un modo absolutamente singular, difícilmente clasificable, que impide la construcción de un conjunto para la sexualidad humana.

Sin embargo, podemos decir que en la sexualidad de los humanos hay dos caras. Una cara que responde a la lógica totalitaria que incluye a todos en una manera común de gozar: es la forma “masculina” de disfrutar. Esta cara de la sexualidad se piensa bajo los parámetros de lo normal y lo patológico, de lo que puede funcionar o no, de lo que se puede medir y evaluar. Esto lo muestra bien la excelente serie Masters of Sex donde se asiste al ímprobo e imposible trabajo de los investigadores Masters y Johnson para atrapar científicamente el misterio de la sexualidad. Esta forma “masculina” de gozar es la parte de la sexualidad que se rige por la “norma macho”, tal como la denominó Jacques Lacan.

Ahora vayamos a la otra cara, a la que no se deja atrapar por esta lógica totalizadora de la norma macho ya que no depende de la norma universal de lo masculino. Estaremos en la faz femenina -de “lo femenino”- en tanto que ésta implica un goce que no hace grupo, que no se puede medir y que siempre escapa a los intentos del discurso evaluador, pues se sitúa en un terreno donde el cuerpo no acepta la lógica científica. Esto “femenino” es lo que en la cultura hace obstáculo a la uniformización y homogenización de la sexualidad convirtiendo en papel mojado la idea de una domesticación final de lo humano. Lo “femenino” es lo que, a lo largo de la historia, se ha pretendido velar o ahogar, aquello de la sexualidad de lo cual nadie quiere saber nada. Al no poder ser incluido en una norma, lo “femenino” es lo que verdaderamente resiste a la ofensiva desubjetivante del discurso neoliberal.

La experiencia clínica del psicoanálisis confirma que la sexualidad de los seres hablantes es absolutamente singular y esa singularidad insiste aunque los ideales culturales se afanen en clasificarla y ordenarla según patrones de normalidad cada vez menos vigentes. Estos ideales sostienen que habría que arribar a una sexualidad normal adulta, basada en la lógica heterosexual, donde a un hombre le corresponde como compañera sexual una mujer y viceversa. Todo lo que escapa a esto caería del lado de la enfermedad y la perversión, más o menos toleradas según la época o la cultura en la que nos toque vivir.

Asistimos actualmente al desborde explosivo de esta lógica héteronormativa gracias al empuje de los movimientos feministas, de los colectivos LGTB y del movimiento queer, los cuales desde hace muchos años han conducido una lucha por la aceptación de la diversidad sexual. Esta modificación cultural se verificó con mayúsculas en el último festival de Eurovisión, ganado por Conchita Wurst, un cantante travestido de hermosa voz, con un semblante muy femenino pero con una barba cuidada con esmero. También sirve de ejemplo el caso de Andrej Pejic, icono de la moda, quien declaró: “Me siento las dos cosas, hombre y mujer, tengo ambas partes y trato de explotar las dos según el estilo que me pida el diseñador en cuestión. Mi nombre es masculino pero mi mente responde a una dualidad”. No obstante lo cual, posteriormente, solicitó una intervención para cambiar su sexo a femenino. Así mismo, podemos mencionar el caso de Thomas Beatie, una mujer que se transformó en hombre, aunque conservó sus órganos reproductores y en un momento dado, estando en pareja con una mujer que no podía procrear, decidió suspender el tratamiento hormonal masculino que recibía para poder engendrar un hijo mediante reproducción asistida. Los ejemplos de identidades sexuales que escapan a la división anatómica hombre-mujer son innumerables a lo largo de la historia.

Esta complejidad en las identidades sexuales, donde cada cual podría elegir bajo qué significante colocarse, la conocen los psicoanalistas por lo que escuchan en sus consultas. En este marco, las preguntas acerca de qué es una mujer o acerca de la heterosexualidad o de la homosexualidad insisten, a pesar del aparente saber esclarecido sobre qué es ser un hombre o qué es ser una mujer. Esto es consecuencia de que en nuestro aparato psíquico no hay nada que permita al sujeto ubicarse con certeza en el ser macho o en el ser hembra. El hecho de ser hombre o de ser mujer, el ser humano ha de aprenderlo por entero del significante, en tanto que son hechos de lenguaje, es decir, construidos según los avatares de una época y sin tener que ver necesariamente con la anatomía, como se verifica en el campo de lo “trans”. La lengua impone -al incluir en ella solo el “él” o el “ella”- un único modo de señalar la diferencia entre los géneros, produciendo un fenómeno de separación. Sin embargo, ya se ha autorizado en Australia poder inscribirse en el Registro Civil como género neutro y en Canadá ha surgido un proyecto que pretende dejar en blanco la casilla para que el niño decida en el futuro a qué género quiere pertenecer. Esto coincide con los planteamientos del movimiento queer, el cual lleva adelante una lucha para hacer desaparecer los sexos entendidos como femenino y masculino y poder existir en un mundo sin diferencias binarias. Así lo afirma Beatriz Preciado: “Se trata de resistirse a la normalización de la masculinidad y la feminidad en nuestros cuerpos y de inventar otras formas de placer y de convivencia.” La elección del sexo parecería estar al alcance de la mano para cualquiera.

Sin embargo, la lucha en contra de una norma, sostenida en el terreno de las identificaciones y de los semblantes, deja oculto el problema del goce. En este terreno ya no se trata de una elección posible sino, más bien, de un ser elegido por cierta manera de gozar que es personal e inagrupable. Modo de goce que va más allá de cualquier norma y que rompe con la ilusión de una sexualidad conscientemente decidida. Aunque podamos elegir cómo nos vestimos o cómo nos llamamos, incluso a qué género deseamos pertenecer, sin embargo, no tenemos la posibilidad de elegir cómo gozamos. Es en este preciso punto de soledad subjetiva donde la anormalidad se generaliza bajo la forma negativa del no hay norma sexual. Ahí se trata de cada ser humano considerado como único.

Toda idea de normalidad se sostiene en una lógica segregacionista. La aplicación de la norma es una frontera a partir de la cual todo lo que no pertenece al conjunto que ella abarca se transforma en anormal, se segrega. Esta manera de clasificar responde a la idea de poder constituir una totalidad, ciertamente útil cuando tratamos de delimitar los diferentes reinos de lo viviente como son el animal o el vegetal. La norma permite ordenar el mundo, explicarlo, conocerlo, contenerlo. La excepción a su lógica confirma la regla sin cuestionarla, tal como lo hace la existencia de plantas carnívoras dentro del reino vegetal.