Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La inmigración deshumanizada
Frontex “es una agencia que tiene por misión asegurar las fronteras y no se puede convertir en una agencia de salvamento y rescate”. Son palabras pronunciadas hace unos días por el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, sobre la Agencia de Control de Fronteras de la Unión Europea. Este organismo ve periódicamente resurgir la polémica sobre su misión en aguas fronterizas, donde continúan produciéndose tragedias con consecuencias mortales para millares de personas que intentan alcanzar las costas de Lampedusa o cruzar el estrecho de Gibraltar. El debate está en si Frontex constituye una agencia de rescate y salvamento o si, por el contrario, su objetivo se limita al control de fronteras. Dicho de otra manera, si debe reforzar sus objetivos en términos de seguridad o privilegiar sus recursos hacia la asistencia humanitaria. Tanto el ministro español como el director adjunto de la propia agencia parecen tenerlo claro: ni la Unión Europea ni Frontex tienen el mandato para hacer salvamento marítimo aunque, según matizan, apoyan los rescates por humanidad. Ciertamente, el reglamento de Frontex establece que su prioridad es controlar y vigilar las fronteras exteriores, pero éste se adhiere al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, que protege el derecho a la vida de toda persona.
El pronunciamiento de Fernández Díaz no debe resultar sorprendente en vista de la actitud mostrada por su Ministerio en Ceuta y Melilla. Los efectivos policiales imputados por la muerte de quince personas al lanzarles pelotas de goma cuando trataban de alcanzar a nado la orilla de Ceuta son un buen ejemplo de lo que significa primar la “seguridad” por encima de la humanidad. También lo son los ocho guardias civiles imputados por delito de trato degradante a un ciudadano camerunés en la valla de Melilla. Éstos son solo algunos de los casos que podemos encontrar en los últimos meses, en los que se identifica de forma clara la inmigración como amenaza a la seguridad nacional, como elemento peligroso a combatir, casi como enemigo de guerra.
El enfoque con el que se afronta un problema no surge de forma natural, sino que son diversas las miradas que se pueden adoptar para observar, gestionar e intentar resolver la cuestión que preocupa. El ángulo elegido -tanto por parte de partidos políticos como de medios de comunicación- para mirar y presentar un tema influye en la forma en que la opinión pública observará el fenómeno. Cuando a partir del año 2000 los flujos inmigratorios comenzaron a producirse con mayor intensidad respecto de años anteriores, la inmigración se posicionó como una cuestión central en las agendas política y mediática. Se identificó un problema y la opinión pública lo asumió como tal. Pero lo fundamental es cómo se presentó el problema en cuestión y cuáles son los ángulos que se ofrecieron para interpretarlo. Y entre los encuadres posibles, se optó por aquél que vincula la inmigración con la seguridad.
Después de ganar las elecciones generales del año 2000, el gobierno de José María Aznar creó la Delegación del Gobierno para la Extranjería y la Inmigración y la integró en el Ministerio del Interior, eliminando así las competencias sobre la política de extranjería al hasta entonces responsable Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. La inmigración pasó así de considerarse una cuestión sociolaboral a constituir un asunto de seguridad. A pesar de que a partir del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero la cartera de extranjería volvería a vincularse con ministerios relacionados con trabajo y asuntos sociales, el enfoque securitario para gestionar la inmigración ya estaba instaurado. Esta formar de mirar la inmigración se abordó y se sigue abordando desde la seguridad en su sentido más amplio: miedo a que se vulnere la seguridad nacional por una invasión de migrantes pobres o terroristas; miedo a que las personas en situación (administrativa) irregular se aprovechen de nuestros (cada vez más limitados) recursos y servicios públicos; miedo a que generen un problema de salud pública (aunque el virus del ébola entró en la península vía aérea y en el cuerpo de un nacional); o miedo a que aumenten la delincuencia y la inseguridad ciudadana.
La situación de irregularidad de inmigrantes ha constituido el elemento central sobre el que ha girado el debate en torno a este fenómeno. El peso discursivo, tanto en medios de comunicación como en el debate político, ha recaído sobre la figura del “ilegal” como el problema emergente al que se enfrentaba la sociedad (recordemos que organismos internacionales rechazan este término por negar la dignidad y los derechos humanos innatos de las personas). Cabe subrayar que la infracción cometida por una persona en situación irregular es de tipo administrativa y no debería ser comparada con un delito penal, como las situaciones en las que las personas piensan cuando se habla de seguridad ciudadana (terrorismo, venta de droga en la calle, atracos o asaltos con armas, agresiones sexuales, etc.). Dicho de otro modo, la infracción cometida por su condición administrativa no atenta ni contra la propiedad ni contra la integridad de las personas. Es más, la victimización recae sobre la propia persona migrante, consecuencia en muchas ocasiones de no (poder) realizar ninguna acción para evitar su situación de irregularidad. Sin embargo, la gravedad de la sanción -la expulsión del país- con que se castiga esta infracción y el tratamiento político y mediático que esta cuestión ha recibido, han propiciado que se la vincule con la comisión de un delito, con toda la carga peyorativa que dicha asociación produce. Es más, son las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado las encargadas de las labores de vigilancia, detención y expulsión de personas en situación irregular (mención aparte merecen los Centros de Internamiento de Extranjeros), y es el Cuerpo Nacional de Policía la institución responsable de recibir y tramitar las solicitudes de regularización (administrativa) presentadas por éstas.
El enfoque securitario con el que se ha abordado la inmigración, en especial la irregular, ha criminalizado a un importante sector de la población. Pero también ha favorecido que declaraciones como las del ministro del Interior sean recibidas por la opinión pública con cierta naturalidad. La perspectiva adoptada puede indignar a ciertos sectores, de hecho ha recibido grandes críticas, pero su visión como estrategia política es asumida en términos generales como válida, como “normal”. Limitar recursos para el salvamento marítimo de estas personas no va a frenar el “efecto llamada” que tanto obsesiona al ministro Jorge Fernández; dicho lisa y llanamente, va a producir más muertes en el mar. No simplifiquemos el asunto ni tratemos de calmar las conciencias: el tipo de intervención que Europa desarrolle en las fronteras no va producir efectos en la realidad del continente africano, sabemos que el problema encarna una mayor complejidad. Lo que produce este enfoque securitario sobre la inmigración es que veamos invasores y delincuentes antes que personas, que defendamos la ciudadanía por encima de los derechos humanos o, lo que es lo mismo, que tener los papeles en regla valga más que el hecho mismo de haber nacido. La tan habitual práctica de referirnos a inmigrantes en vez de a personas deshumaniza al ser humano del que se está hablando, lo convierte en una categoría alejada de nuestras emociones (mueren inmigrantes, no personas), de nuestra responsabilidad como países privilegiados. Tan interiorizado lo tenemos que ni siquiera el pensarlo impacta.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.