Opinión y blogs

Sobre este blog

La portada de mañana
Acceder
La guerra entre PSOE y PP bloquea el acuerdo entre el Gobierno y las comunidades
Un año en derrocar a Al Asad: el líder del asalto militar sirio detalla la operación
Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Hacia una nueva Constitución

La Constitución de 1978 encarnó durante años un valor positivo: en ella se condensaban actitudes generosas (consenso) que habían permitido salir de la dictadura y de la incertidumbre que la sucedió (transición), con ella se garantizaban los derechos de los ciudadanos y las instituciones de la democracia, desde ella se abría un tiempo de esperanza para el desarrollo de la convivencia. En 1987, Antonio López Pina (catedrático de Derecho constitucional y senador socialista en las Cortes Constituyentes) seguía viendo en la Constitución un proyecto de “religión civil” para los españoles; se trataba de una idea, tomada de El Contrato Social de Rousseau, que había cuajado en los Estados Unidos, y que cabía interpretar en sintonía con la noción de “patriotismo constitucional” propuesta en 1979 Dolf Sternberger y que en 1986 comenzó a popularizar Jürgen Habermas.

Pero la transición y la Constitución de 1978 habían fijado apenas los actores de la trama ulterior; el guión lo fueron construyendo esos actores con amplia libertad. Por ejemplo, la Constitución preveía barreras que a veces se sobrepasaron ampliamente, y también proponía desarrollos que no fueron emprendidos o que han terminado por abandonarse. Durante un tiempo, la exigencia de que se cumpliera la Constitución supuso asumirla como criterio válido para orientar la acción política; la crítica no se proyectaba tanto sobre el marco de esa acción, sin duda perfectible, como sobre la acción misma. Ha llegado el momento, sin embargo, en el que la acción política y el marco constitucional resultan indisociables para la percepción colectiva. Esto ocurre por diversas razones; entre ellas, la instrumentalización del marco al servicio de la acción, que ha llevado a la convicción de que un cambio profundo de la acción política exige igualmente la sustitución de su marco constitucional. Tal instrumentalización se hace particularmente visible con la idea del constitucionalismo militante que inspiró la reforma de la Ley de Partidos en 2002 y culmina con la reforma del art. 135 de la Constitución en 2011 (con el bajo continuo de la invocación partidista de la Constitución en las disputas sobre la distribución territorial del poder, una cuestión que la propia Constitución había dejado deliberadamente abierta).

Hoy hemos de constatar, en fin, que bajo la Constitución de 1978 no se ha consolidado la vigencia de los principios más elementales en los que debe basarse un orden legítimo: la libertad frente a los poderes públicos y también frente a los poderes sociales, especialmente económicos; la igualdad ante la ley y también en el disfrute de las condiciones materiales básicas que permiten asegurar una existencia digna; la participación efectiva de los ciudadanos en los asuntos públicos, que va más allá de la posibilidad de seleccionar a los que deben dirigirlos entre una oferta restringida por el oligopolio de los partidos. Y, aún así, algunos prefieren permanecer entre los escombros, donde impera la ley del más fuerte; sin que podamos descartar aún su éxito a corto plazo, aunque ello implique reducir la credibilidad del texto constitucional hasta el mero nominalismo: derechos sin garantías, instituciones sin poder, democracia sin alternativas…

La Constitución, en cualquier caso, ha quedado ya asociada a nuestros tiempos de crisis; de los que, se afirma, sólo se podrá salir con una Constitución diferente que garantice nuevos derechos, cree nuevas instituciones y genere nuevas esperanzas; una nueva Constitución que ponga en pie un nuevo orden político y social, con más democracia y más justicia.

Hay quien propone al efecto una (mera) reforma. El discurso de la reforma cuenta con un argumento poderoso: la inercia del Derecho y de las instituciones, que les lleva a avanzar con relativa fluidez por los caminos trazados de antemano, pero que genera tensiones incontrolables cuando descarrilan. La reforma, sin embargo, implica modificar elementos, obsoletos o deteriorados, de un edificio cuya solidez está acreditada; por eso se mantienen sus estructuras fundamentales. Y también se puede hablar de reforma cuando se conserva una fachada de cierto valor, aunque el cuerpo del edificio resulte totalmente renovado. Pero, en el caso de la Constitución española, ni parecen sólidas las paredes maestras, ni mantiene su prestigio simbólico la fachada constitucional.

Por eso resulta explicable que el tránsito se proponga a veces como una ruptura, que encierra la promesa de un nuevo mito fundacional y de una nueva utopía. Ahora bien, la experiencia (de la transición, pero también de la guerra civil) debería hacernos desconfiar de los mitos fundacionales; y, frente a las utopías (la dignidad, la justicia) como criterios de acción política, quizá fuera preferible fijar la atención en la realidad histórica concreta, objetivamente injusta, que, en su condición de utopía negativa, constituye el estímulo más eficaz para la movilización y el cambio. La elaboración de una nueva Constitución exigiría articular un proyecto de convivencia pleno y consistente; pero lo cierto es que estamos en un contexto multicultural y globalizado, fugaz y fragmentario. Habría de apoyarse en un radical impulso democrático, cuando ya no hay modo de identificar un demos ni un cratos, ante la desestructuración de la población (demos) en multitud de conflictos y conciencias y del poder (cratos) en innumerables escalas y formas. Excluir la vía de la reforma y apelar al poder constituyente aparece, así, como una suerte de programa máximo que seguramente desborda las posibilidades efectivas del presente; a cambio, abre muy amplios márgenes para la acción política inmediata, que siempre sabrá justificarse por sus fines últimos.

En cualquier caso, la experiencia de la transición podría ser ilustrativa para afrontar la alternativa entre reforma y ruptura. Esos dos fueron también entonces los polos del debate inicial, sin que exista aún consenso sobre el resultado… quizá porque no necesariamente se excluyen: se dieron ambas cosas a la vez, tanto en el plano político como en el jurídico. Ante una Constitución como la española de 1978, que prevé la posibilidad de una reforma total, un resultado similar resulta cuando menos verosímil. Con él quizá fuera posible limitar los privilegios de los cargos públicos, ampliar la participación directa de los ciudadanos, poner algún freno a la tiranía de los mercados, asegurar derechos elementales como la protección de la salud y el disfrute de una vivienda digna...

Y también existe, en fin, una última opción, ceñida a un programa mínimo, pero concebido ahora como instrumento para saltar hacia otra dimensión, en el ámbito ya de lo incontrolable; reducido incluso a un único punto sobre el que concentrar todas las fuerzas, como en un ataque napoleónico; el punto de apoyo que reclamaba Arquímedes para mover el mundo. Para quienes prefieren acogerse a la evidencia moral en lugar de transigir con las incertidumbres de la complejidad política está disponible el proyecto, potente y comprometido, propuesto por Santiago Alba Rico: abrir las fronteras.

La Constitución de 1978 encarnó durante años un valor positivo: en ella se condensaban actitudes generosas (consenso) que habían permitido salir de la dictadura y de la incertidumbre que la sucedió (transición), con ella se garantizaban los derechos de los ciudadanos y las instituciones de la democracia, desde ella se abría un tiempo de esperanza para el desarrollo de la convivencia. En 1987, Antonio López Pina (catedrático de Derecho constitucional y senador socialista en las Cortes Constituyentes) seguía viendo en la Constitución un proyecto de “religión civil” para los españoles; se trataba de una idea, tomada de El Contrato Social de Rousseau, que había cuajado en los Estados Unidos, y que cabía interpretar en sintonía con la noción de “patriotismo constitucional” propuesta en 1979 Dolf Sternberger y que en 1986 comenzó a popularizar Jürgen Habermas.

Pero la transición y la Constitución de 1978 habían fijado apenas los actores de la trama ulterior; el guión lo fueron construyendo esos actores con amplia libertad. Por ejemplo, la Constitución preveía barreras que a veces se sobrepasaron ampliamente, y también proponía desarrollos que no fueron emprendidos o que han terminado por abandonarse. Durante un tiempo, la exigencia de que se cumpliera la Constitución supuso asumirla como criterio válido para orientar la acción política; la crítica no se proyectaba tanto sobre el marco de esa acción, sin duda perfectible, como sobre la acción misma. Ha llegado el momento, sin embargo, en el que la acción política y el marco constitucional resultan indisociables para la percepción colectiva. Esto ocurre por diversas razones; entre ellas, la instrumentalización del marco al servicio de la acción, que ha llevado a la convicción de que un cambio profundo de la acción política exige igualmente la sustitución de su marco constitucional. Tal instrumentalización se hace particularmente visible con la idea del constitucionalismo militante que inspiró la reforma de la Ley de Partidos en 2002 y culmina con la reforma del art. 135 de la Constitución en 2011 (con el bajo continuo de la invocación partidista de la Constitución en las disputas sobre la distribución territorial del poder, una cuestión que la propia Constitución había dejado deliberadamente abierta).