Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
La contrarreforma del poder judicial: el Tribunal Supremo nos gana la partida
Hace unos días el ministro Ruiz-Gallardón presentaba su anteproyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). En ese momento solo mereció la atención de los medios la propuesta del ministro de aforar a la reina y a los príncipes, y de desaforar a los parlamentarios autonómicos. Poco o nada se dijo sobre el verdadero alcance de una reforma que somete todavía más el poder judicial al poder político y que refuerza al ya de por sí poderoso Tribunal Supremo. Se trata pues de un anteproyecto en la línea de las contrarreformas que se están llevando a cabo en el ámbito de las instituciones y de las libertades en nuestro país.
El largo anteproyecto toca todos los ámbitos de la justicia: los juzgados de instancia, las competencias de los tribunales superiores de justicia, el procedimiento… Resulta especialmente preocupante el poder que el texto de Ruiz-Gallardón reserva al Tribunal Supremo, órgano que comparte presidente con el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y que siempre se ha destacado por su conservadurismo y por oponerse a avances en derechos y libertades. El Tribunal Supremo recupera el poder que había perdido cuando, hace unos treinta años, se creó el Tribunal Constitucional como máximo intérprete de la Constitución, norma suprema del ordenamiento. En este contexto, debemos preguntarnos qué función política juega el Supremo en la estrategia neoautoritaria actual y qué función política jugó en el pasado.
Desde el siglo XIX y hasta 1981, con la excepción de la Segunda República, este órgano había sido la última instancia judicial en España. La falta de Código civil y de constitución real hizo que fuese un órgano no solo de aplicación, sino también de creación del derecho. Los jueces, además, provenían de familias conservadoras, especialmente de Castilla, Andalucía y Extremadura. Por otro lado, el sistema de selección y formación de los jueces garantizaba la reproducción de las viejas y conservadoras formas de entender el derecho. Al joven aspirante a juez se le pide solamente capacidad memorística. El resto lo transmiten los viejos jueces mediante un sistema de tutorías en las que poco a poco se va modelando la mente del joven juez.
Todo esto lo sabía muy bien el legislador de la Segunda República cuando aprobó la jubilación de decenas de jueces y altos funcionarios judiciales de la Restauración para evitar que torpedeasen sus reformas. También lo sabía el constituyente de 1931, que creó un Tribunal de Garantías Constitucionales y permitió a Cataluña tener un Tribunal de Cassació de Catalunya.
Poco duró esta etapa: después de la guerra civil el Tribunal Supremo recupera el poder que tenía antes de 1931 y, una vez depurado, se convierte en un órgano político fundamental para desarrollar una doctrina que mezclaba argumentos jurídicos, ideológicos y de la moral católica, como señaló el prof. Bastida en 1984.
En 1978 se promulga una Constitución que tiene eficacia normativa y un Tribunal Constitucional competente para controlar la constitucionalidad de las leyes y también, vía recurso de amparo, de las decisiones jurisdiccionales: esto es, de las sentencias del Tribunal Supremo. Pero no se da ninguna depuración de jueces y magistrados. Los mismos miembros del Tribunal Supremo que habían definido sobre la base de la doctrina política del régimen y la moral católica conceptos como “honestidad”, “fidelidad” o “unidad nacional, espiritual y social de España” pasan a ser, sin examen previo, miembros del Tribunal Supremo de la democracia. Sobrevive una cultura jurídica del pasado que va a chocar con la nueva doctrina constitucional.
En los años ochenta y noventa encontramos numerosas sentencias del Tribunal Constitucional anulando decisiones del Tribunal Supremo. Pero este último no aceptó esta nueva situación de grado: son muchos y sonados los conflictos entre un Tribunal Supremo que reproducía la cultura jurídica conservadora del pasado y un Tribunal Constitucional que intentaba importar la doctrina alemana para reforzar el sistema de derechos fundamentales y el sistema autonómico. El Supremo cuestionó en varias ocasiones la autoridad del Constitucional, llegó a pedir amparo al rey en una ocasión e incluso una vez acató una sentencia del Tribunal Constitucional “por imperativo legal”.
Desde esos años se han dado dos ofensivas paralelas por parte de la derecha política y mediática: una destinada a reforzar el papel del Tribunal Supremo; y otra dirigida a domesticar el Constitucional, convirtiéndolo en el órgano dependiente de los dos grandes partidos que es hoy. Lejos quedan ya los tiempos de Tomás y Valiente, Rubio Llorente, Cruz Villalón y otros. Pese a ello, la estrategia de la derecha continúa siendo la de limitar el poder del máximo intérprete de la Constitución. En este sentido, recordemos declaraciones de líderes del PP a raíz de la sentencia que legalizaba Bildu tendentes a desprestigiar un órgano formado por juristas de reconocido prestigio, pero que no son -ahí está la clave- jueces profesionales.
Con la reforma de la LOPJ se dice que el legislador pretende agilizar la lenta justicia española. En realidad significa un paso más en el diseño de un poder judicial sometido al poder del Tribunal Supremo, máximo garante de la continuidad de una determinada forma de interpretar el derecho.
El Tribunal Supremo, por ejemplo, será competente para decidir sobre la ejecución de las decisiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Si bien la doctrina reclamaba regular el mecanismo de ejecución de las sentencias, el gobierno opta por dejar ésta exclusivamente en manos del Tribunal Supremo.
Se refuerza el poder del Tribunal Supremo para inadmitir recursos de casación y se abre la puerta a la consulta prejudicial del juez inferior al Tribunal Supremo para aclarar casos en los que, entre otras cosas, se plantea la vulneración de la doctrina del Tribunal Constitucional. En definitiva, la interpretación de casos que afecten a los derechos fundamentales se deja en manos del Supremo, aunque quede libre la vía al recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. A esto tenemos que añadir que el mismo Tribunal Supremo decidirá qué decisiones forman su doctrina legal y, por tanto, serán de obligado cumplimiento por los tribunales. Eso podría condicionar la adaptación del derecho a la realidad social y frenar la evolución de la jurisprudencia.
Este refuerzo del Tribunal Supremo se combina con un blindaje de los jueces ante las críticas ciudadanas. El CGPJ, cuyo presidente es el del Supremo, “podrá ordenar el inmediato cese” de conductas que perturben el “sosiego y ecuanimidad” de los jueces. La desobediencia de esa orden será constitutiva de delito. Sobre la base de esta norma, el CGPJ tendrá un enorme poder para decidir qué críticas a los jueces son delito y qué otras están amparadas por la libertad de expresión.
Curiosamente el anteproyecto no cambia nada del viejo sistema de selección y formación de los jueces. Con el sistema actual la continuidad de comportamientos del pasado está garantizada, especialmente si tenemos en cuenta que la mayoría de tutores que guían a los jóvenes aspirantes pertenecen a la Asociación Profesional de la Magistratura que además, según comentan los jóvenes opositores, cobran en negro. No es de extrañar que no se introduzca ningún cambio como tampoco sorprende que el único ministro que planteó una reforma de este caduco sistema, el socialista Fernández Bermejo, tuviese que dimitir meses después por la presión de jueces y medios de comunicación.
En definitiva, con esta reforma gana poder ese órgano que nunca fue depurado ni reformado, que discute la autoridad del Tribunal Constitucional. Gana poder por tanto una concepción conservadora de la judicatura y los mecanismos que permiten su reproducción.
Pierden los ciudadanos, que deberán mesurar sus críticas a los jueces. Pierden también los derechos de todas y todos. Ganan un Tribunal Supremo y un CGPJ que en los noventa retaban al Tribunal Constitucional y que, durante los años del gobierno de Rodríguez Zapatero, echaron varios capotes a la oposición de derechas cuestionando reformas como la del Estatuto catalán o la ley de matrimonio entre personas del mismo género.
Es una reforma, por tanto, acorde con el enroque autoritario del gobierno y que se une a la restricción de la jurisdicción universal y a la introducción de tasas procesales. El resultado es una justicia menos accesible, menos garantista y más conservadora. Esta reforma no debería pasar desapercibida, porque en esta partida nos va el continuar teniendo un Estado de derecho moderno.
Hace unos días el ministro Ruiz-Gallardón presentaba su anteproyecto de Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). En ese momento solo mereció la atención de los medios la propuesta del ministro de aforar a la reina y a los príncipes, y de desaforar a los parlamentarios autonómicos. Poco o nada se dijo sobre el verdadero alcance de una reforma que somete todavía más el poder judicial al poder político y que refuerza al ya de por sí poderoso Tribunal Supremo. Se trata pues de un anteproyecto en la línea de las contrarreformas que se están llevando a cabo en el ámbito de las instituciones y de las libertades en nuestro país.
El largo anteproyecto toca todos los ámbitos de la justicia: los juzgados de instancia, las competencias de los tribunales superiores de justicia, el procedimiento… Resulta especialmente preocupante el poder que el texto de Ruiz-Gallardón reserva al Tribunal Supremo, órgano que comparte presidente con el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y que siempre se ha destacado por su conservadurismo y por oponerse a avances en derechos y libertades. El Tribunal Supremo recupera el poder que había perdido cuando, hace unos treinta años, se creó el Tribunal Constitucional como máximo intérprete de la Constitución, norma suprema del ordenamiento. En este contexto, debemos preguntarnos qué función política juega el Supremo en la estrategia neoautoritaria actual y qué función política jugó en el pasado.