Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Nos roban la salud con la Ley y la palabra
El 31 de agosto, eldiario.es daba la noticia de que una mujer venezolana había sufrido un aborto tras serle denegada asistencia médica varias veces en un hospital valenciano. La historia, terrible, condensa varias miserias que han crecido como hongos allá donde se cruzan el derecho y la economía y se subordina la dignidad humana a las exigencias del capitalismo más depredador.
Milagros Villalobos, la protagonista –sin duda a su pesar– de esta historia, emigró a España en 2006. Llegó un momento en que perdió su empleo y eso le impidió renovar su permiso de residencia: en términos generales, las autorizaciones de residencia y trabajo por cuenta ajena sólo se renuevan si se ha trabajado la mayor parte del tiempo de su vigencia y se tiene un contrato en vigor en la fecha de renovación. Como no contaba con él, Milagros Villalobos quedó en situación irregular.
Historias como la de Milagros suelen hacerme recordar que, hace unos quinientos años, Francisco de Vitoria afirmó que la libertad de moverse libremente por todo el planeta era un derecho universal. En aquel entonces eran los europeos los que descubrían nuevas tierras y en esa doctrina encontraron la legitimación que buscaban. Ahora que los países del Norte niegan dicha universalidad, nos cuentan que la libertad de circulación está sujeta a las necesidades del mercado porque sería insostenible que no fuera así. Tanto en un caso como en otro, el derecho ha servido para legitimar la supremacía de los países económica y tecnológicamente más poderosos… y sigue siendo así. Uno de los objetivos de la Ley de Extranjería española es abrir las puertas cuando hace falta mano de obra barata y cerrarlas cuando ya no es necesario, para que España no se llene de pobres. Es así como Milagros, al perder su empleo, al dejar de ser útil para el mercado de trabajo español, se convirtió en una persona de segunda categoría.
Poco después, como consecuencia del Decreto-Ley 16/2012, Milagros perdió también su tarjeta sanitaria. Precisamente estos días se cumplen dos años desde que el sistema de sanidad español dejó de ser universal y excluyó brutalmente a parte de la población. Se trata casi siempre de personas en situación de vulnerabilidad (que, como Milagros, no tienen permiso de residencia porque se han quedado sin trabajo). La excusa, de nuevo, ha sido económica: había que ahorrar, para que el sistema fuera sostenible. Lo de menos es que tal ahorro haya sido a costa de más de 870.000 personas, según los cálculos de varios colectivos sociales; lo de menos es que al excluirlas se haya puesto en riesgo su salud y su vida, y también la del resto de la población; lo de menos es que el Comité Europeo de Derechos Sociales haya dicho en un informe presentado en enero de 2014 que esta exclusión constituye una violación del artículo 11 de la Carta Social Europea. Lo importante era ahorrar, que las cuentas cuadrasen para mostrar una imagen de país responsable ante los mercados, aunque el Gobierno ni siquiera sea capaz de cuantificar ese ahorro, si es que ha existido.
El Hospital de Denia forma parte del sistema público valenciano pero está gestionado por dos empresas privadas: DKV Seguros y Ribera Salud. La versión de Milagros tal y como fue publicada en este periódico y la del hospital (que lanzó ese mismo día un comunicado) difieren. Sin lugar a dudas, esta divergencia hace necesaria una investigación, tanto interna como por parte de la Consejería de Sanidad, para esclarecer qué ha ocurrido exactamente y para depurar las responsabilidades, de cualquier naturaleza, que puedan existir.
El propio hospital reconoce haber pedido a Milagros que rellenara un “parte de paciente privado”, un trámite que se realiza –según el comunicado de la entidad– “de acuerdo con el artículo 16 de la Ley General de Sanidad”. Este artículo hace referencia a “usuarios sin derecho a la asistencia de los Servicios de Salud”, a los que se les cobrará por el servicio (“la facturación por atención de estos pacientes […] toma[rá] como base los costes efectivos”).
Sin embargo, el artículo 3 ter de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud (introducido por el citado Decreto-Ley 16/2012, que eliminó el carácter universal de nuestro sistema), afirma que las personas extranjeras no registradas ni autorizadas como residentes en España tienen derecho a la asistencia sanitaria de urgencia y que las mujeres tendrán derecho en todo caso a la asistencia al embarazo, parto y postparto. ¿Cómo es posible que el hospital aplique un protocolo con referencia al artículo 16 de la Ley General de Sanidad (personas sin derecho a la asistencia) a una mujer embarazada que acude a urgencias? En su caso se dan no una, sino las dos circunstancias que reconocen a una persona migrante en situación irregular el derecho a ser atendida en el servicio público de salud; y las explicaciones proporcionadas por el hospital a través de Twitter no resultan demasiado convincentes. Lo cierto es que Milagros acabó sufriendo un aborto por no recibir toda la atención médica necesaria. Movimientos como “Yo Sí, Sanidad Universal” han denunciado que los casos injustificados de denegación de prestaciones sanitarias no son puntuales.
Tal vez el desenlace hubiera sido diferente si el hospital hubiera hecho todo lo posible por proporcionar la asistencia sanitaria necesaria. Duele pensar que la sanidad pueda quedar en manos de empresas privadas que, por su propia naturaleza, se mueven ante todo por la lógica del lucro.
Tal vez el desenlace hubiera sido diferente si el derecho a la salud fuera verdaderamente universal en España, como requieren los tratados internacionales que hemos suscrito y las más elementales consideraciones de humanidad.
Tal vez el desenlace hubiera sido diferente si la libertad de circulación de las personas no estuviera subordinada a los ciclos de la economía, si no se quisiese obligar a alguien, por el mero hecho de no tener un contrato de trabajo, a hacer las maletas y renunciar a dos, tres, cuatro años de vínculos, historias y raíces.
El artículo 43 de nuestra Constitución afirma que los poderes públicos deben organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. El artículo 9.2 les exige que promuevan una libertad e igualdad reales, eliminando los obstáculos que impidan o dificulten la plenitud de nuestros derechos. Los poderes públicos, en suma, tienen que actuar proactivamente y, en la medida en que hayan delegado la gestión del derecho a la salud, deben también ejercer los controles necesarios para que ese derecho sea efectivo. En lugar de eso, observo con estupor cómo el Gobierno difunde el mensaje de que hay personas que sobran, de que garantizar la dignidad humana es insostenible económicamente. Las palabras que habría recibido Milagros en la llamada telefónica que relata (“Me decía a gritos que cómo me había atrevido a pedir cita si no tenía papeles…”) están, precisamente, reproduciendo ese mensaje.
Tenemos que recordar que la Ley da miedo y que, a veces, el Gobierno nos apunta con la Ley pero es el miedo el que nos mata. El Gobierno lo sabe y por eso ha lanzado ese discurso xenófobo que, parafraseando a Carl von Clausewitz, es la continuación de la Ley de Extranjería por otros medios. Frente a todo ello sólo nos queda la lucha contra una legislación injusta y también contra el miedo y el desconocimiento. Nos va la vida en ello.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.