Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
Ser ciudadano molaba en el siglo XVIII
Dicen que en plena Revolución Francesa la gente se llamaba “ciudadano” por la calle. Frente al súbdito del Antiguo Régimen, el de ciudadano apareció como un concepto emancipador. El ciudadano formaría parte de una sociedad de libres e iguales: en 1789, el proyecto emancipatorio de la Ilustración, de la Modernidad, prometía grandes cosas, y cumplió una parte de ellas. Además, la presión de grupos sociales (las mujeres, la clase obrera…) consiguió nuevos ámbitos de reconocimiento y dignidades. La historia es conocida, al menos en sus grandes líneas. Pero, del mismo modo, el proyecto moderno contenía riesgos que también se materializaron y generaron espacios de exclusión. Y, como la Historia avanza, o eso dicen (al menos, los proyectos sociales nacen, crecen y mueren), ha llegado un momento en que la expansión de la ciudadanía a nuevos colectivos parece haber alcanzado un límite difícil de franquear: el de la nacionalidad. En el Estado del siglo XXI, el obrero puede ser ciudadano, la mujer puede ser ciudadana. Sin embargo, el extranjero no puede ser ciudadano: está excluido de la comunidad política y evidentemente, en una democracia representativa, si alguien no vota los políticos no tienen incentivo alguno para mirar por sus intereses.
En un mundo globalizado, la frontera es un mecanismo de segregación, un filtro que sólo opera sobre los pobres. Los nacionales de otro país pueden atravesar la frontera solo en determinados supuestos. La legislación de extranjería es una herramienta para clasificar la mano de obra: sirve para garantizar la entrada de una serie de trabajadores con contrato y tolerar la entrada de otros en situación irregular (digo “tolerar” porque al Estado le puede interesar, en determinados contextos, hacer la vista gorda. Por otra parte, una bolsa de trabajadores en situación irregular tiene el mismo efecto que un alto nivel de desempleo: incrementa el poder de negociación de los empresarios). La otra cara del filtro es que los extranjeros de alto nivel económico tienen un acceso mucho más sencillo a la residencia, a través del visado de residencia para inversores creado por la Ley de Emprendedores, y que se da a quien compre dos millones de deuda pública española o un inmueble valorado en 500.000 euros o más. Del mismo modo, esa ley facilita la entrada para tantear el terreno para “emprender”, pero no para buscar trabajo.
Una vez superado el filtro de entrada, los extranjeros en situación regular tienen derechos equivalentes a los españoles en el ámbito socioeconómico, pero están en gran medida excluidos de la comunidad política a nivel institucional. Los trabajadores en situación irregular, por su parte, están sometidos tanto en el ámbito político -carecen de derecho a voto, y el ejercicio de derechos como el de manifestación es mucho más peligroso- y también en el económico, con escasas posibilidades de defensa ante los abusos de un empleador o de asociarse en un sindicato. No son ciudadanos, sino súbditos, porque la -imperfecta- democratización del sistema que nació en las revoluciones burguesas del siglo XVIII se detiene al llegar a la frontera. La frontera, que no está necesariamente donde termina un país, sino en cada lugar donde una persona sin permiso de residencia es segregada: en una entrevista de trabajo, en un control policial o en un centro sanitario.
Todo esto es importante porque cualquiera puede apreciar el surgimiento y fortalecimiento de doctrinas xenófobas en España y otros Estados, y ante ellos es urgente articular un discurso que debe llevar aparejado la construcción de un nuevo sujeto de derechos. Y la retórica ciudadanista -evidentemente, no me refiero a la xenofobia más o menos oculta o declarada de Ciudadanos, sino a los discursos de Podemos y de algunas de las plataformas electorales municipales- no parece suficiente. Al menos en su formulación actual, el concepto de ciudadanía excluye a una parte de los vecinos de nuestros barrios. No sé si la solución es sustituir el concepto de ciudadanía o desbordarlo. ¿Puede usarse todavía como palanca de cambio? ¿Pueden buscarse elementos desde los que extender el concepto para socavar la doble segregación -de nacionalidad y de clase- que produce la normativa de extranjería?
Las revoluciones burguesas vincularon el poder político y el pago de impuestos. En Francia, se abolieron los privilegios fiscales del primer y segundo estados; en las trece colonias, los colonos exigieron que las obligaciones fiscales que soportaban fueran acompañadas de su representación en el parlamento británico: no taxation without representation.
Pues bien, es evidente que las personas con permiso de residencia (normalmente vinculado a tener un contrato de trabajo o ejercer una actividad económica) pagan impuestos. ¿Por qué no pueden votar? La Constitución española permite que se les reconozca el derecho de sufragio activo (voto) y, desde 1992, pasivo (presentar su candidatura) pero sólo en las elecciones municipales y sujeto a condición de reciprocidad: es necesario que el otro Estado también permita votar a los españoles. En España, los nacionales de Bolivia, Cabo Verde, Chile, Colombia, Corea del Sur, Ecuador, Islandia, Noruega, Nueva Zelanda, Paraguay, Perú y Trinidad y Tobago pueden votar en las elecciones municipales. Normalmente se exige que lleven cinco años residiendo en España (salvo en el caso de Noruega, donde el plazo es de tres años, y Nueva Zelanda, sin este requisito) y que se inscriban en el censo electoral (no es automático, como sí sucede con las personas nacidas en España). Generalizar este derecho exige poder firmar acuerdos (y por tanto depende de qué diga el sistema jurídico de otros Estados). Ir más allá, eliminando la condición de reciprocidad o permitiendo votar en autonómicas o generales, exigiría una reforma constitucional. Puede hacerse: el artículo 13 de la Constitución es, de hecho, uno de los dos preceptos que se han modificado.
Por otra parte, las personas en situación irregular también pagan impuestos, aunque muchas veces se olvide o se desconozca. Pagan todos los impuestos ligados al consumo y pagan los impuestos sobre la propiedad llegado el caso, ya que ninguna norma les impide ser propietarios (aunque ya hemos visto que los -grandes- propietarios tienen acceso directo al permiso de residencia). Las personas en situación irregular también han podido pagar impuestos sobre la renta si en un pasado tuvieron un contrato y un permiso de residencia que luego perdieron (ambos, y por ese orden). Así, es importante señalar que una persona sin permiso de residencia ni fuente de renta formal alguna paga los mismos impuestos que un español en una situación equivalente; mientras que una persona con fuentes de renta formales normalmente se encontrará en situación administrativa regular.
El pago de impuestos en una sociedad democrática, o que pretende serlo o se concibe como tal, es algo más que un pago coactivo. Es una co-participación en el sufragio de una serie de necesidades y proyectos que se consideran de interés general. Es una aportación a la colectividad, la cual a su vez debería garantizar por ello unas condiciones dignas de vida a cada individuo. El sistema está basado en un criterio de solidaridad. Extender derechos políticos y económicos a todas las personas que residen en el territorio de manera estable (y que forman, por tanto, parte de la comunidad) es necesario para una auténtica profundización democrática de las relaciones sociales que llamamos mercado y de aquellas que llamamos Estado. Entiendo que sólo así puede construirse una ciudadanía verdaderamente inclusiva que supere la frontera que la limita y trocea.
Tal vez alguien pensará que algo así es insostenible, que no podemos dar todos los derechos a cualquiera que aparezca por aquí, que una decisión de tales características traería el fin de la civilización. Un caos y degradación social equivalentes a los que trajeron la abolición de la esclavitud o el sufragio femenino. La imposibilidad de seguir medrando a costa de otros pueblos de la tierra. Terrible.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.