Los okupas literarios
Llegan a miles. Como una especie nueva que se reproduce de una forma casi mágica. Son un género a definir, no cabe duda. Son galantes, aduladores, perseguidores, versátiles, llevan ropa de abrigo y bufandas de colores que depositan a las puertas de la casa con el aire desinhibido de los ángeles. Luego avanzan por los pasillos, suben las escaleras y se instalan en las habitaciones. Entran y ocupan salones, camas, mesas y manteles. Entran en tu despacho y cogen folios, abren gavetas y se llevan tus rimas como si fuera lo más normal del mundo. Luego ocupan las sillas del comedor y comienzan a lanzarse flores y alabanzas los unos a los otros. Tú asistes al aquelarre, comprensiva y maternal, pero aterrada en el fondo. Eso es sólo el principio. Cuando quieres darte cuenta, ya es muy tarde. Han publicado un libro, dos, tres, y hasta cinco en un año. Han escalado lo suficiente para llevar adelante proyectos tales como tertulias poéticas, congresos de algo y sobre algo, recitales a cuatro voces con cantautora incluida y mesas redondas en bibliotecas y museos de prestigio. Todo un ejercicio de eficacia. Lo malo es que ya no se van de la casa. Se han instalado en ella con todos los requisitos. Tú te indignas, gritas que vas a echarlos, los denuncias y vienen las autoridades encargadas del desalojo. Nada. No pueden sacarlos. Ellos y ellas proclaman sus derechos y añaden que son poetas, narradores o ensayistas porque han publicado un libro y eso les otorga el título de escritores y el derecho al asilo literario.
Hace tiempo, algunos escritores avezados en el tema y escaldados por esa misma o parecidas circunstancias, advirtieron a los más jóvenes de lo que podría suceder si no andaban prevenidos, pero nadie atendió a sus profecías, y cuando parecía que aún no era demasiado tarde, reclamaron de nuevo la debida atención para que al menos los más ingenuos no fueran arrastrados al desastre. Tampoco escucharon con demasiado interés. A pesar de las bromas, chistes y caricaturas que hacían los más ancianos sobre el tema, nunca imaginaron que podría volver a suceder. Ni las recomendaciones de Quevedo o Calderón, ni los chistes al respecto de Claudio Rodríguez o José Hierro sirvieron de mucho. Nadie pensaba que pudiera volver a ocurrir semejante disparate. “¡¡Santo cielo, tres libros de M… trae el cartero y estamos a dos de enero!!”. Esa era la gracia, la rima jocosa que decían en voz alta los ancianos de la tribu. Y todos se reían sin imaginar que, año tras año, la realidad repetiría los hechos con diferentes nombres del calendario literario
¿De dónde proceden? ¿Por qué actúan de esa manera? Nadie lo sabe. Se especula sobre su procedencia, sus antecedentes y su conformación como grupo. En resumen, que nadie lo alcanza a comprender y ya no valen discursos y tesis sobre el tema. Aquí lo que procede es saber las consecuencias y sobre ello ya han comenzado a crearse grupos de investigación para aclarar tal fenómeno. Ellos, los okupas, mientras tanto, crecen en número y se extienden como una balsa de aceite por círculos y academias; proclaman y reciben premios y condecoraciones y, lo más fascinante, ocupan puestos de poder desde los que eligen quién es o puede ser llamado escritor; organizan congresos donde invitan a quienes luego puedan invitarlos a ellos, incluso crean editoriales y premios con el nombre del grupo. Y se acuestan a dormir tranquilamente sin que se les mueva una tripa.
Mientras tanto, por ahí van errantes y sobrecogidos los que se ahogan día tras día en su propio océano intentando encontrar las palabras que eviten el naufragio. Ellos, los que de verdad saben lo que es leer, estudiar a los otros, aprender de los grandes constructores del arca de la literatura salvadora, no entienden cómo ha podido ocurrir semejante despropósito. Cómo han entrado en la casa y por dónde; quién les abrió las puertas sin tomar antes las precauciones adecuadas. Lo que todavía no saben esas inocentes criaturas es que, llegado el día programado, los okupas, que ya han obtenido subvenciones, títulos y prebendas por sus obras, se descolgarán una mañana por los entresijos de la casa debidamente desvalijada y se irán a ocupar ferias y casetas, círculos de lectores y cualquier sillón de cualquier academia que, ignorando quién es quién, los dejará entrar otorgándoles el nombre y la letra de un sillón formalmente diseñado para ellos. La letra K, por ejemplo. Y es entonces cuando se darán cuenta de la trampa que un día les tendieron. Demasiado tarde, por cierto.
Elsa López
1 de mayo de 2025
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