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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Señores, definan 'insulto'

La dirigente de Podemos, Irene Montero

Isabel Elbal

A raíz de la sentencia civil dictada por el Juzgado de Primera Instancia nº 38 de Madrid, en la que se ha condenado a pagar una indemnización de 70.000 euros a una asociación de jueces y al autor de un poema considerado por el juez insultante contra Irene Montero, se ha abierto un interesante debate acerca de la libertad de expresión. Interesante para quien quiera abordarlo desde esta engañosa manera, pues, qué quieren que les diga, después de desgañitarme durante los últimos años por defender el derecho a la libertad de expresión, desde la no intromisión de ningún poder en la esfera de su legítimo y democrático ejercicio, parece que en esta discusión se me ha situado en el lado de la represión de este derecho.

El debate planteado de esta manera tiene trampa y no se lo pierdan porque, precisamente, quienes se consideran adalides y firmes defensores de la libertad de expresión son los mismos que siempre la han enfocado desde sus límites. Esto es insulto, sí, a la inteligencia. ¿Podrían mencionarme algún debate, tertulia o hilo donde no aparezcan estas restricciones? Incluso se han convocado innumerables conferencias desde el título Los límites de la libertad de expresión. Búsquenme, si les place, en algunos de estos foros o textos publicados y verán mi postura: siempre he abordado este apasionante tema desde la absoluta negación de cualquier límite a la libertad de expresión. Sin embargo, quienes claman vehementemente contra la injusticia de la condena civil por el machista poema satírico dirigido contra Irene Montero reconocen y aceptan los límites de la libertad de expresión bajo la premisa de que el Estado no tolera el insulto. También lo dice el Tribunal Constitucional interpretando el artículo 18.1 de la Constitución, que a su vez garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.

No es lo mismo definir la libertad de expresión desde la negación de los límites -Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos- que desde la proclamación de sus límites -art. 20.4 de la Constitución Española y art. 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos-. No quiero decir que en Estados Unidos no se restrinja en la práctica este básico derecho, sencillamente, su formulación parte de cero límites. Parece un buen comienzo para debatir coherentemente.

Por otra parte, siempre me ha parecido que en la discusión sobre las restricciones del derecho a la libertad de expresión jamás nos pondríamos de acuerdo, pues dependiendo de muchísimos factores -intereses partidistas, moralidad, educación...-unos pondrían mecanismos penales para proteger la religión, otros para defender las instituciones y los más liberales admitirían un solo límite: no insultar, teniendo que ser los juzgados civiles -no penales- quienes se encargaran de proteger al ofendido, insultado o deshonrado ciudadano.

Abundando en el insulto -mínima restricción que admiten los liberales-, tampoco habría consenso: ¿quién define el insulto, la ilegítima intromisión del derecho al honor? Algo tan subjetivo que el Tribunal Constitucional se ha encargado de definir como el ataque a la dignidad de la persona en una doble vertiente: interna, en relación a la autoestima y externa, por la consideración que los demás tengan de tal persona o su reputación. Pero es la jurisprudencia del orden civil, la que caso por caso nos ha ido dando la pauta.

Nos dicen que las personas públicas, y sobre todo los representantes políticos, tienen una esfera de protección del honor muchísimo más reducido que la ciudadanía anónima; no es baladí, pues en un Estado democrático la crítica hacia los políticos ha de ser ampliamente permitida, incluso las opiniones más aceradas, desabridas o descarnadas. Este es el interés general que se protege frente al pretendido honor de los representantes políticos.

Sin embargo, que las personas públicas tengan un reducido margen de protección de su honor no implica que éste sea inexistente: cuando las expresiones empleadas mediante frases y expresiones ultrajantes no tengan relación alguna con las ideas u opiniones que se expongan, por ser innecesarias a tales propósitos, no estarán amparadas por la libertad de expresión. Pues, dice el Tribunal Constitucional que “cuando el matiz es injurioso, denigrante o desproporcionado, debe prevalecer el derecho a la protección del honor”.

En el debatido caso de Irene Montero, doctos personajes predominantemente masculinos que se autoproclaman ardientes y apasionados defensores de la libertad de expresión esgrimen este derecho para atacar la sentencia, pretendiendo, de paso, definir lo que es insultante y qué no lo es. Desde un marco constitucional que estos insignes jurisconsultos aceptan -el insulto y el matiz denigrante como límite a la libertad de expresión- se permiten, ni más ni menos, que menospreciar la dignidad de Irene Montero como mujer, hasta la categoría de simple enfado, exageración o tontería. Pues ellos y nadie más que ellos deben definir lo que es digno de protección y lo que no, para eso llevan un poso genético de defensa del honor, que ya sus antepasados se empeñaron a fondo en llevar hasta sus máximas consecuencias, revueltas incluidas -menudo pollo le organizaron a Esquilache porque se empecinó en prohibir el embozo con el que el honorable macho ibérico solucionaba sus particulares cuitas a espadazos o puñaladas-.

Parecen decirnos que los usos sociales desmerecen esta condena civil, pues hemos de soportar que nos reduzcan a la mínima expresión cuando para criticar nuestras habilidades profesionales se nos cuestiona la dignidad que como mujer reclamamos, como es el caso de Irene Montero, criticada no por su actividad política sino por su relación con el líder de la formación en que milita. Aplicando la doctrina del Tribunal Constitucional, estas expresiones empleadas -se den en verso o en prosa- son ultrajantes y denigrantes, dado que por el machismo que rezuman son innecesarias para el propósito de crítica política que se nos dice pretendían.

Y es exactamente eso lo que ha argumentado el juez en la sentencia civil contra la asociación judicial y el autor del poemilla machista:

“Las expresiones proferidas por el autor del texto, carentes de contenido informativo alguno, son simples expansiones desde posición sexista y machista, gravemente peyorativa para la mujer, que es la demandante, a la que se compara con las amantes de un rey de España, de 'apetitos inconstantes' que enviaba 'a ser de un convento grey'. Se trata de expresiones insultantes para la demandante, insidiosas e infames, simples vejaciones”.

¿Les suena? ¿Cuántas veces se ha expuesto grandilocuentemente que el límite a la libertad de expresión es el insulto, que nuestro ordenamiento no tolera el insulto? ¿Por qué las vejaciones sufridas por Irene Montero tendrían entidad inferior al insulto?

Es más, si nos colocamos aceptando los límites a la libertad de expresión, ¿por qué no defendemos que la mujer tenga un lugar que le corresponde en el sistema democrático? Las expresiones machistas en un mundo nada perfecto, repleto de desigualdades, sólo tienen como objetivo silenciar a un colectivo que constituye la mitad de la población. Si aceptamos que el Estado regule y corrija este insoportable efecto silenciador, que resta voz y voto en un sistema democrático -en el sentido propuesto por el jurista Owen Fiss-, ¿por qué no permitir que un juez castigue -civilmente- las expresiones denigratorias y nos restituya en el lugar que merecemos las mujeres? Que lo que se reclama es dignidad y no otra cosa.

Desde su defensa a ultranza de los límites a la libertad de expresión, díganme señores, si ustedes tolerarían una ofensa -en verso o en prosa- y no acudirían a los tribunales civiles para restaurar su dañado honor. Lo incomprensible es el agravio comparativo que defienden.

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