Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
20 años tras Srebrenica, Bosnia sigue atrapada por la guerra
Se cumplen 20 años de uno de los episodios más crueles de la historia moderna europea tras la Segunda Guerra Mundial. La intervención humanitaria abanderada por occidente para proteger a la población bosnio-musulmana (bosniacos) no supo evitar lo que terminó ocurriendo: un genocidio.
Han sido muchas las preguntas surgidas durante este tiempo acerca de la responsabilidad de la comunidad internacional en lo sucedido. Incidiendo en este asunto, aparte de la directa responsabilidad que tuvieron los cascos azules holandeses que no supieron proteger la zona segura de Srebrenica, la periodista francesa Florence Hartmann ha puesto recientemente de manifiesto que la caída de Srebrenica en manos de las tropas serbio-bosnias podría haber sido un movimiento por parte de tres grandes potencias: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, como estrategia para conseguir la paz en Bosnia a cualquier coste. No creo que se pueda decir que supieran o previeran la extensión de la tragedia que se iba a producir, aunque sí que debieron de ser conscientes de las intenciones de los líderes serbio-bosnios. Y es que, aparte de las declaraciones públicas del por aquel entonces presidente de la Republika Srpska (RS), Radovan Karadžić, que iban en ese mismo sentido, hay documentos, como la “Directiva 7”, en la que se ordenaba “la eliminación permanente” de los bosnio-musulmanes de las zonas seguras.
El fracaso de la intervención humanitaria en Bosnia ha cristalizado en un sentimiento de culpa generalizado en occidente, que a su vez se manifiesta en cuantiosas aportaciones de dinero a fondo perdido para gestionar el postconflicto y para la reconstrucción del país. Pero, ¿en qué punto se encuentra hoy en día Bosnia Herzegovina? Veinte años después la situación no parece muy alentadora. Hoy en día Bosnia no consigue quitarse la pesada etiqueta de Estado fallido. El Índice de Estados Frágiles sitúa al país balcánico en el puesto 78 del ranking mundial -el peor entre todos los países de la antigua Yugoslavia-, sin llegar a otorgarle todavía la categoría de estable. Por delante en dicho índice solo están Estados sumergidos en profundos conflictos armados, devastados por crisis humanitarias, divididos por terribles desigualdades sociales o que violan sistemáticamente los derechos humanos.
Los acuerdos de paz de Dayton, promovidos por las potencias occidentales y firmados durante el otoño que precedió a la masacre de Srebrenica, conformaron un país basado en una fórmula combinada de tres componentes con el fin de hacer de Bosnia un Estado moderno europeo multiétnico en el que las tensiones etno-nacionalistas que alimentaron el conflicto fueran de una vez por todas superadas; aunque parece que no fue del todo exitosa. En Bosnia solo se ha logrado un tipo de paz muy pobre. Los acuerdos de paz dividieron étnicamente el país en dos entidades, conformando el primer componente de la fórmula. Esta separación ha terminado calando profundamente en la conciencia colectiva, creando una verdadera división de facto, especialmente entre bosnio-musulmanes y serbio-bosnios. El actual presidente de la RS, Milorad Dodik, no ceja en su empeño por conseguir la independencia de esta entidad e incluso se ha reunido con Vladimir Putin para tratar esta cuestión y proponer que Rusia –tal y como ha terminado ocurriendo– vetara la propuesta de Resolución del Consejo de Seguridad promovida por el Reino Unido para conmemorar el 20 aniversario del genocidio.
El segundo componente para la paz consistió en un semi-protectorado –aún vigente– establecido por la comunidad internacional y en la actualidad bajo el mando de de la Unión Europea. Esta minoría de edad, con cierto tufo a neocolonialismo, a la que se sometió -y se sigue sometiendo- a la Bosnia nacida de Dayton ha terminado provocando que los políticos locales eludan hacerse cargo sus responsabilidades, a la vez que ha fomentado un modelo de política asentado en las divisiones étnicas y el sectarismo, enturbiando enormemente las relaciones entre las dos entidades. Estamos hablando de políticas nacionalistas: unas, que niegan el genocidio; y otras, que utilizan el victimismo mitologizado.
El tercer elemento lo conformó la implantación de la famosa agenda de la paz liberal, basada en las ideas occidentales de democracia y libre mercado. Esta forma de construcción de la paz basada en las ideas kantianas de que los Estados democráticos no guerrean entre ellos produce, en la mayoría de los casos, Estados frágiles y un tipo de paz muy rudimentaria que en nada se asemeja a la paz positiva. En este caso, la agenda liberal tampoco ha funcionado como fórmula de superación de las pasiones étnicas. Es más, existen numerosos problemas de discriminación de las minorías étnicas en conflicto -aunque también de otras- en ambas entidades, que solo ayudan a solidificar territorios étnicamente homogéneos.
“Bosnia sigue en guerra”, como nos indica Refik Hodzic, director de comunicaciones del International Center for Transitional Justice, al reflexionar sobre los veinte años desde Srebrenica. Aunque existan municipios como el de Srebrenica, que a pesar de estar en la RS cuenta con un alcalde bosniaco y es un municipio mixto étnicamente, la cohabitación interétnica es una mera fachada y el número de desplazados internos sigue siendo muy elevado en términos generales. Aunque las armas hayan callado, continúa habiendo una auténtica guerra por la memoria y cual será “la verdad” que perdurará. Se trata de una guerra que, a falta de cualquier agenda o proyecto social de reconciliación, ha pasado a jugarse en todos los campos de la vida social, política y económica del país. En consecuencia, veinta años después las visiones sectarias sobre el “otro” persisten y se ven reforzadas día a día.
Bosnia ha ostentado históricamente un poder simbólico en términos geopolíticos debido a su posición geográfica, al igual que por su diversidad cultural, en la actualidad más vigente que nunca. Occidente a través de la Unión Europea tiene puestos los ojos en el país. Al igual que Rusia, que a través de Serbia busca aumentar su influencia en los Balcanes. Putin ha puesto sus cartas sobre la mesa con un movimiento en apariencia sin demasiada importancia como el veto a la resolución de Naciones Unidas, pero nada más lejos de la realidad. Rusia tiene las cosas claras -más aún desde la crisis de Ucrania-: quiere limitar la influencia de Europa en los Balcanes y potenciar su propio peso en la región a través de Serbia, creando una hermandad transfronteriza entre naciones eslavas, ortodoxas y cristianas. Aunque no todos están satisfechos con esta relación, el ataque con pedradas que sufrió el primer ministro Serbio durante el acto conmemorativo en Potočari fue muestra del rechazo de los bosnio-musulmanes a esta relación entre la RS, Serbia y Rusia.
A occidente en cambio, le preocupa sobremanera la aparición de un nuevo actor en esta pugna: el Estado Islámico. Todos sabemos que la amenaza número uno en estos momentos es el terrorismo yihadista. Y es cierto que el Estado Islámico ha puesto también su ojo en la comunidad musulmana de Bosnia. Ha visto que el creciente descontento social por la situación económica, con un nivel de paro juvenil por encima del 63%, una corrupción endémica, y la desigualdad social sumada al resto de disfuncionalidades del Estado, son el caldo de cultivo perfecto para captar adeptos a su causa y ya han lanzado varios videos propagandísticos dirigidos específicamente a la población bosniaca. Una vez más esta amenaza va a ser enjugada con más dinero que solo paliará parcialmente, pero que no resolverá los problemas a los que se enfrenta el país, que son mucho más profundos.
No obstante, es injusto dibujar a la sociedad bosnia como anclada en el sectarismo y radicalismo religioso. Cuando se pasea por Sarajevo no es eso lo que se percibe. Todo lo contrario, se siente una ciudad cosmopolita en la que ha perdurado la secularización de la Yugoslavia de Tito. El radicalismo religioso (de todo tipo) en Bosnia procede de dos fuentes principales que actúan unidas, interactúan y se retroalimentan: de las construcciones etno-nacionalistas que generaron y alimentaron el conflicto, y de políticas segregacionistas que siguen ancladas en la misma idea; y, como se ha visto en otras tantas ocasiones, de las profundas dificultades y desigualdades sociales y económicas que están castigando a la población.
Cada vez parece más claro que el último remedio de la comunidad internacional para curar a este paciente enfermo no pasa por transfusiones de sangre, sino por una cura radical llamada integración efectiva en la Unión Europea y que exige por parte de Bosnia ciertos pasos claros hacia un futuro en convivencia. Si bien fue un movimiento que ya se intentó sin demasiado éxito en Chipre -todavía dividida-, merece la pena intentarlo cuando a Bosnia se le acaba el tiempo y las alternativas para llegar a ser un Estado funcional. La razón es clara: un Estado con dos comunidades divididas étnica y territorialmente que no quieren convivir y tener un futuro juntas nunca puede funcionar, y menos aún tras un conflicto. La clave está en que la ciudadanía se dé cuenta de lo dañino del discurso político asentado en el odio y el victimismo y se rebele contra las narrativas etno-nacionalistas que alimentaron la guerra y que persisten hoy en día. Bosnia sigue atascada en una inestabilidad estable producto de las secuelas de la guerra y se le acaba el tiempo para tomar por sí misma las riendas de su futuro y dejar de esperar que se lo den todo hecho.
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