¡Ali Bumaye!
Hay tipos a los que la inminente vejez les llega antes de tiempo. Suele pasar cuando alguien más joven se acerca a hacer lo mismo que hacen ellos y lo hace mejor, o eso piensan, aunque luego nada indique que sea así. Son falsas percepciones originadas por la inseguridad; al viejo le produce desconfianza todo lo que huela a joven.
Ocurrió con Camarón, cuando el gitanico rubio se midió en el cuarto de cabales con el monarca del flamenco, Manolo Caracol. “Un gitano rubio no pue cantar bien”, parece ser que dijo Caracol cuando el joven Camarón traspasó con la voz el umbral del dolor de su maestro. Y también sucedió en Kinshasa (Zaire), en medio de África, cuando Muhammad Ali y George Foreman se enfrentaron por el título mundial de los pesos pesados en octubre de 1974. Semanas antes, durante tres días, del 22 al 24 de septiembre, se montó un festival de música con un buen puñado de artistas en cartel, entre los que se encontraban James Brown y B.B King. En un principio, el festival iba a coincidir con la velada pugilística, pero al final el combate se retrasó por una lesión de Foreman.
Así que, de madrugada, con un calor que hacía sudar los cuerpos, Ali y Foreman ejecutaron su danza animal hasta el octavo asalto, que fue cuando Ali tumbó de un derechazo a Foreman y, con ello, se convirtió en campeón mundial de los pesos pesados. Un combate legendario donde los espectadores gritaban Ali bumaye (Ali, mátalo) y del que Norman Mailer escribió un reportaje más legendario aún si cabe, titulado The Fight; un trabajo fundacional que hoy se sigue estudiando en las escuelas de periodismo de medio mundo. En castellano se reeditó hace unos años con el título El combate (Contra).
El discípulo de Mailer y periodista Daniel de Visé se sirve de la derrota de Foreman como metáfora para identificar a B.B King con Ali y a Foreman con James Brown. Lo hace en la biografía de B.B King recientemente publicada por Kultrum, una galería de espejos que nos conduce hasta el festival de Kinshasa, donde el soul de James Brown salió vencido frente a un B.B King vencedor con su blues de alta costura.
Hay que advertir que B.B King contaba con más años que James Brown, pero se comportó como si tuviera menos, atacando cada tema con una energía y un entusiasmo propio de un chaval con ganas de ganarse la escena. El libro de De Visé no tiene falta ni desperdicio; nos cuenta la ascensión y reinado, como dice el subtítulo, de un tipo que creció a orillas del Misisipi, haciendo arder la liturgia de la negritud en cada una de las seis cuerdas de su guitarra.
Más de quince mil conciertos en noventa países a lo largo de sesenta años, esos son los números aproximados, pues las cuentas nunca le salieron a B.B King. Era generoso y derrochaba a manos llenas. Raimundo Amador recuerda que cada vez que se veían, B.B King regalaba dólares a los niños como si fueran caramelos. “Trae suerte”, decía. La elegancia de su sonido, el bocado triste del blues y la sombra clavada al suelo de una guitarra de nombre Lucille, todo eso y más aparece en un libro que se deja escuchar. Se titula B.B King, rey del blues, y lo traduce Iñigo García Ureta.
A la vez que he ido leyéndolo, he ido escuchando las grabaciones que atesoraba en el fondo del armario. De todas ellas me quedo con dos, una es la de marras, la del festival de Kinshasa, en VHS, y otra es la de la cárcel de Chicago, un vinilo grabado poco antes, donde la guitarra de B.B King traspasa con sentimiento algodonero las paredes del penal y hace vibrar las rejas.
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