Dentro de los dos estands más concurridos de ARCO, sus dueñas descansan en sillas mientras que periodistas, visitantes y supuestos amigos se acercan a saludarlas. “No tengo ni idea de quién es”, reconoce Helga de Alvear, después de que un hombre le salude con un beso rápido en la cabeza. Su marido le da alguna pista que le ayuda a situarle, pero se encoge de hombros sin excesivo entusiasmo. “Es imposible acordarse de todos”, dice divertida mientras se come una minigalleta Chips Ahoy.
La alemana de 85 años es una de las galeristas más poderosas de España y, sin lugar a dudas, de la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid, donde se estrenó hace más de 40 años. Concretamente 40+1.
En el pabellón de al lado se encuentra Juana de Aizpuru, la primera directora de ARCO y la mujer que le abrió las puertas a exponer en 1982. “ARCO es lo que es gracias a la voluntad de Juana”, concede Helga. Ambas son, a su manera, fundadoras de la feria. Madres paralelas, ya que en trayectoria y personalidad no pueden ser más distintas.
Juana se lamenta al ver la cola de medios de comunicación que espera para entrevistarla. “No puedo más, he venido a trabajar”, implora. Pero al final concede una breve charla a todos y cada uno de los presentes, donde hace gala de una privilegiada memoria a sus 87 años. Su pelo rojo a juego con sus deportivas llama la atención de todo el que pasa por el estand. Y, si algún comprador le interrumpe preguntando por una obra, ella suelta varios ceros de carrerilla y retoma la respuesta justo por donde la había dejado.
Los dos años de crisis sanitaria se han hecho notar sobre el mundo del arte contemporáneo. Pero para ninguna de las dos galeristas han sido los peores que recuerdan. “Los grandes coleccionistas han desaparecido”, asegura Helga de Alvear, pero en cambio han surgido compradores distintos: “Gente que quiere poner las obras en su casa, porque pasan más tiempo en ellas”.
Ella es de las pocas que puede presumir de haber abierto un museo en plena pandemia. Pero no por ello dejó de lado la crisis, puesto que de forma simultánea donó un millón de euros al laboratorio de Luis Enjuanes para la búsqueda de una vacuna.
En contra de los marchantes que odian los últimos días de ARCO por ser los que abren la puerta al gran público, Helga los disfruta. “Hay que educar”, resume. Asegura que pensar en el arte contemporáneo como una cosa de ricos es “una tontería”. “Tengo obras de 200 euros que son de superartistas y eso sí que se vende, porque es una maravilla hasta para colgarlo en el cuarto de los niños”, justifica. Para ella, el low cost es un salvavidas, sobre todo en las dos ferias celebradas durante la pandemia.
Juana de Aizpuru fue la más crítica con la pasada edición de ARCO, quizá por eso esta no es la número 40 sino la 40+1. Quiere borrarla de la memoria. A nivel económico entendió que hubiera “miedo a la falta de coleccionistas y a que esto sea un fracaso y se pierda dinero”. A pesar de todo, el momento más complicado de la galerista coincide también con el más feliz: la creación de ARCO en plena Transición. “Los jóvenes no podéis imaginar lo que era España. No teníamos de nada, ni siquiera una Carta Magna, tan solo un Rey”, cuenta la feriante más veterana del pabellón.
De la Transición al 'hijastro' de Merkel
ARCO se fraguó en Sevilla, en 1979, al calor de una cena en el restaurante Burladero. Pero llevaba pensándolo desde el 75. Juana de Aizpuru tenía 46 años, llevaba nueve al frente de su galería andaluza y, en apenas unas horas, convenció al alcalde de Madrid, Tierno Galván, y al presidente de la Cámara de Comercio, Adrián Piera, de que necesitaban un gran evento de arte contemporáneo para su recién estrenado recinto ferial. “Siempre he tenido la gran facilidad de comunicar mi entusiasmo”, resume la galerista.
“Esos primeros años de preparación coincidieron con el golpe de Estado de Tejero y los crímenes de Atocha”, dice sobre su complicado contexto. “La primera parte de la Transición fue dura para el negocio. Había que crear los partidos políticos, las instituciones y la gente estaba más preocupada por los problemas sociopolíticos, lógicamente, y se olvidaron de la cultura y el arte. Por eso se me ocurrió hacer una feria que dinamizase el momento y el coleccionismo. Todo estaba por hacer, fue una época muy bonita y también arriesgada”.
Aizpuru llevaba muchos años vinculada al arte contemporáneo desde su galería en Sevilla. “Era una opción de modernizar la ciudad y un lugar de encuentro para escritores, arquitectos y artistas. Recibí muchos apoyos de la gente de las vanguardias. No tenía muchos clientes, pero los que tenía eran fieles”, recuerda la galerista y mecenas, que también quería convertir su galería “de provincias en una internacional”.
En cuanto cayó el franquismo y pudo viajar al extranjero con libertad, Juana reunió a galerías y a artistas interesados. Para el año 76 ya tenía más de 70 interesados. Los que la acompañaban la recuerdan descalza, con los tacones en la mano, y corriendo de un pasillo a otro mientras hablaba a los expositores sobre la feria que preparaba. Hizo lo propio en España y por eso en 1982 estuvieron, entre otros, Chillida, Tàpies, Palazuelo y Gordillo. También Andy Warhol, que acaparó todas las cámaras.
“Juana localizó a todo el mundo para que participara en ARCO. Sé que le llevó mucho trabajo”, dice Helga de Alvear, una de las primeras mujeres galeristas que participaron en 1982. La alemana afincada en Cáceres reconoce que hay años en los que no ha vendido casi nada y en los que incluso ha perdido dinero. Promete, no obstante, que siempre apoyará ARCO en calidad de “fundadora”.
Alvear llegó a España en 1957, un país sumido en la dictadura, después de haber vivido lo peor de la Segunda Guerra Mundial en su epicentro. Quería aprender español y volverse a Alemania, pero en una boda conoció a su futuro marido, el arquitecto Juan de Alvear, y después a la mujer que le enseñaría todo sobre arte y coleccionismo, Juana Mordó. Y de Juana a Juana, llegó a ARCO.
En cuanto a recuerdos anecdóticos, Aizpuru relata el mayor sofoco que se llevó durante la inauguración del 82: “A pocas horas de cerrar la feria, me dijeron que estaban de camino el presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, y su esposa”. Ahora se siente agradecida por el apoyo mediático e institucional que recibió entonces y que se ha mantenido cuatro décadas después, gobierne quien gobierne y sea quien sea el Jefe de Estado.
Helga de Alvear también tiene una anécdota con un presidente, pero en esta ocasión el último, Pedro Sánchez. “Hace casi 20 años compré aquí, en ARCO, un cuadro de Adrian Sauer sin saber quién era. Resulta que es el hijo del marido de Angela Merkel”, dice entre risas. “A mí me encantó y le ofrecí hacer una exposición, pero él me dijo que debíamos mantener en secreto su identidad”.
Lo revelaron cuando Merkel dejó de ser canciller, pero ya llevaban 15 años colaborando. “Ella me vino a visitar a Cáceres y claro, la gente no entendía nada”, continúa. Pedro Sánchez acompañó a la política alemana a ver a Alvear, a quien le dijo: “Me parece que me tengo que ocupar más de ti”. Ahora Sauer es uno de los artistas más importantes del museo que se inauguró en la pandemia.
Mientras lo cuenta, otro artista alemán se le acerca y le ofrece un paquete: “Es un genio, es el autor de una de las obras más valiosas que tenemos”, dice señalando una enorme fotografía a sus espaldas. Cuesta 27.000 euros, pero la pieza más cara del estand es un cuadro abstracto de Jorge Galindo, que asciende a los 60.000.
Miradas contrarias al arte político
Además de su prestigio como galerista y coleccionista, Helga de Alvear ocupó las crónicas de ARCO 2018 cuando le obligaron a retirar la obra de Santiago Sierra, Presos políticos en la España contemporánea, que mostraba los rostros pixelados de varios líderes del procés. “Se vendió de inmediato”, dice quitándole importancia.
Cree que Santiago es un artista “valiente” y “de los mejores de este país”, por eso le ha vuelto a elegir para representarla en ARCO 2022, donde expone un conjunto de fotografías con unas colas del hambre en frente de un museo contemporáneo. “No puede estar más de actualidad, la gente con la pandemia está pasando hambre”, explica.
Este es otro asunto en el que Helga y Juana no coinciden. A la segunda no le interesa “nada” el arte político. “Creo que no se puede usar para hacer política, es más serio que todo eso”, espeta. No obstante, reconoce que en el tardofranquismo se arriesgó a que le cerraran su galería por acoger una exposición del alemán John Heartfield contra el fascismo. “Eran unos fotomontajes ridiculizando a personajes como Hitler y Mussolini. Y lo hice porque la gente lo tenía que ver y porque era el último grito del arte contemporáneo”, justifica.
En cambio, Alvear defiende que los artistas “no están solamente para pintar florecitas”. Ella les alienta para que se metan en líos y, como en el caso de Santiago Sierra, luego está allí para respaldarlos. No es por casualidad que la pieza que da la bienvenida en su museo de Cáceres sea Descending Light, del controvertido artista chino Ai Weiwei. Juana de Aizpuru y Helga de Alvear representan dos formas paralelas de ver el arte que, una vez al año y desde hace 41, confluyen en un mismo punto: ARCO.