El bisonte que inspiró Altamira

Peio H. Riaño

30 de marzo de 2021 22:24 h

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Primero estudió el techo para ajustar ahí, entre salientes y huecos de la parte alta de la cueva, lo que quería contar. ¿Ya lo había ensayado antes, en otras superficies, en otros sitios? Marcó los perfiles con el carbón, fácil de manejar con fuerza. Con él hace también el ojo, la oreja, los cuernos, el pelo de la joroba, la cola, las patas, el bajo vientre, la barba. Conocía a la perfección la figura de los bisontes y su comportamiento.

Debió moverse al dictado de su mente, que imaginaba la composición y el movimiento de los bisontes encajados en la superficie desigual. Por eso el grupo de estos animales del Gran Techo de Altamira es un conjunto y no un sumatorio de bisontes; por eso el artista o la artista que los hizo no se tumbó en el suelo para pintarlos. Esa postura habría dificultado la acción completa de los brazos, con los que abarcó la figura completa de los animales de casi una tonelada de peso en los que se inspiró. Además, de haberse tumbado no habría llegado al techo con sus brazos. 

Tampoco podría haber conseguido la movilidad y la grandeza de estos bisontes de no haber unido, en una coreografía completa, cuerpo y creación. Así lo vio Matilde Musquiz (1950-2010), a principios de los años 80, cuando la profesora de dibujo de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense, entró con su marido, Pedro Saura, en la cueva, y estudió las pinturas. Su tesis es el primer análisis artístico de Altamira, en el que trató de “buscar el pensamiento del artista” 15.000 años después de que actuara sobre el techo.  

Ahora sabemos que el primer pintor o pintora de la historia del arte de España no hizo una representación realista de lo que vio: dejó que su cuerpo determinara la figura, que las peculiaridades de la cueva condicionaran su interpretación y que su imaginación rematara la faena. Modificó la inmensa cornamenta de aquellos animales gigantes. Lo sabemos porque el Museo Nacional de Altamira va a exponer por primera vez un esqueleto reconstruido de uno de aquellos bisontes esteparios, que habitaron la cordillera cantábrica antes de la última glaciación, y que el autor o autora de Altamira contempló. 

Los huesos que componen dicho esqueleto proceden de los restos de los cadáveres que se acumulaban en esta trampa natural, localizada en el País Vasco, en la que los animales cayeron a lo largo de 2.000 años. En las excavaciones realizadas entre 2003 y 2007, los arqueólogos y paleontólogos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi hallaron, en este pozo de seis metros de profundidad y dos de diámetro, un total de 18 bisontes, 23 renos y 48 ciervos. Pero también había restos de caballo, cabra montés, zorro, oso pardo, león, gato montés, jabalí o tejón, entre otros. 

De entre los más de 18.000 huesos que localizaron, la joya paleontológica de la sima de Kiputz, ubicada en Mutriku (Guipúzcoa), es un cráneo íntegro de bisonte, de un macho adulto de unos 900 kilos de peso. A Pedro Castaños, paleontólogo y comisario de la exposición que se inaugura ahora en el Museo Nacional de Altamira, lo que más le llamó la atención cuando tropezaron con esa cabeza fue la anchura de la cornamenta, que supera el metro de envergadura entre ambos pitones: “Es un animal con unos cuernos muy grandes, pero muy laterales. Sin embargo, en las pinturas del techo de Altamira vemos una representación diferente, parecen más pequeños y enroscados. El artista se adaptó al sustrato de las pinturas, esto es una solución artística a un problema espacial. Estas diferencias entre la realidad y su representación son producto de un ingenio creativo”, subraya el antropólogo. 

Intención realista

La directora del Museo Nacional de Altamira, Pilar Fatás, explica que esa diferencia de cornamenta entre las pinturas y la realidad se debe a la perspectiva lateral con la que “él o ella” —remarca la posibilidad— retrató a los animales. No hay ninguna visión frontal de ellos. “Con el esqueleto aquí podemos imaginarnos a los primeros artistas viéndolos en vivo. El artista o la artista los representaron de una manera muy naturalista, con detalles muy cuidados como son las pezuñas. Los representaron en muchas posturas. Es magistral, son recursos de una persona artista sobresaliente. Esta persona destacó sobre el resto de pintores de cuevas que conservamos”, sostiene Fatás. 

En la exposición, junto al cráneo -que los especialistas tardaron dos años en restaurar- y el esqueleto reconstruido con los huesos de varios ejemplares de la sima, han colocado una de las mejores reproducciones de los bisontes pintados hechas por Matilde Musquiz y Pedro Saura. La pareja hizo una réplica de 35 metros cuadrados del techo polícromo para un parque cultural de Japón, en 1993, y otras dos más para la neocueva de Altamira y para el parque de la Prehistoria de Teverga, en Asturias. 

Matilde, pintora expresionista abstracta, observó cómo el autor partía de las grietas de la roca para hacerlas coincidir con el animal. Y destacó la destreza y la habilidad con la que trabajó el creador o creadora de la cueva, “trataba con fuerza y decisión el material que empleaba para la realización de su obra”. La profesora defendía la mente de pintor y de escultor del autor de Altamira, al que describió como “un artista completo”. Un artista que mira y crea, capaz de representar la realidad, su realidad, y expresarse con una clara intención realista: “Al artista que estudiamos siempre le ha gustado que las formas naturales de la roca jueguen un papel importante en la composición de sus figuras, como si así el animal existiese de un modo más real en aquella piedra”, escribió Musquiz. 

Estos animales desaparecieron hace 10.000 años, apunta Castaños, para hacernos entender que somos afortunados al tener dos referencias de ellos, en el esqueleto y en las pinturas. “En la Península Ibérica nunca habíamos visto un esqueleto completo de este animal antes. Aparecen muy pocos restos de bisontes, sólo en los lugares donde vivieron los neandertales y los cromañones. La sima de Kiputz nos ha dado la mejor colección de huesos de bisontes de la cordillera cantábrica”, cuenta el paleontólogo. Los animales veían desde la entrada la salida, pero no el foso que había en medio. Al cruzar ese pasillo caían en el abismo, convertido con el paso de los años en un reservado de huesos. Ninguno tiene marcas de caza ni de aprovechamiento humano de su carne. Fue un regalo para la ciencia y una muerte cruel para las víctimas. “Como si de una ventana en el tiempo se tratase, refleja con fidelidad la fauna del entorno y las condiciones de este ecosistema durante el último máximo glaciar”, explican desde el museo.