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Carlota Rosales entra en el 'hall of fame' del Museo del Prado

Retrato de Carlota Rosales por Vicente Palmaroli

Peio H. Riaño

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“Cuando soltera hice algo, es verdad... Pero después, cambié los pinceles por la aguja”. Carlota Rosales (1872-1958) responde así a la última pregunta de la periodista Carmen Burgos (1867-1932). La entrevistadora reconstruye la vida de su padre, el famoso pintor Eduardo Rosales (1836-1873), para su libro Hablando con los descendientes, publicado en 1929. Carlota se quita mérito, a pesar de ser la primera artista de la historia del arte español en lograr una pensión de la Academia española de Roma. En la capital italiana conoció a su marido, el músico Miguel Santonja. Ella tenía 17 años y él, 30. Dejó su carrera como pintora al casarse en 1896 y dedicarse a la crianza de cuatro hijas y un hijo.

Tal y como ha podido saber este periódico, los miembros de la Fundación de los Amigos del Prado visitaron este martes la casa de Carmen de Armiñán, bisnieta de Carlota Rosales e hija de Elena Santonja (presentadora de Con las manos en la masa) y Jaime de Armiñán (director de Mi querida señorita y El nido), así como sobrina de Carmen Santonja (del grupo Vainica Doble). En la antigua casa del matrimonio cerraron la adquisición de un retrato de Carlota Rosales, realizado en Roma en 1889 por el pintor madrileño Vicente Palmaroli (1834-1896), padrino y protector de la artista. El museo ha adquirido a la familia otras pinturas del propio Eduardo Rosales además de este retrato vertical, en el que Palmaroli recrea la Carlota que emprende su carrera como pintora. Y que apenas durará diez años más.

El retrato de la pintora se expondrá en la sala que Javier Barón, Jefe de Conservación de pintura del siglo XIX, creó para mostrar a los de grandes pintores decimonónicos. El espacio está concebido como un hall of fame de la historia del arte español. “Una sala especialmente impactante”, la definen desde el museo en la web. Tiene 54 retratos y autorretratos de los principales artistas, entre ellos todos los que fueron directores del Prado en el siglo XIX. “A modo de parnaso pictórico y escultórico español”, incide el museo. Carlota Rosales será la sexta pintora (junto con María Roësset, Teresa Nicolau, Ana Mengs, la marquesa de Rambures y Aurelia Navarro) representada entre las decenas de pintores de este “parnaso”. El movimiento encumbra a una pintora ignorada hasta hace unos pocos años, que fue recuperada el pasado julio por el Museo del Prado.

De repente, una pintora

Entonces, con la reordenación de las salas dedicadas a la pintura del siglo XIX, apareció un extraordinario lienzo obra de Carlota Rosales: Maximina Martínez de Pedrosa, madre de la artista (1892), que fue adquirido a la familia Lagarón Comba (primos de Carmen de Armiñán) hace un año. El museo pagó 3.000 euros por el retrato de la madre de Carlota, según aclara el Prado a este periódico. No fue expuesto en Invitadas, pero por expreso deseo del director, Miguel Falomir, la pieza se compró para quedarse en sala.

Barón indica a elDiario.es que el retrato de Maximina Martínez es “una de las obras de mayor calidad, sino la mejor, de cuantas conocemos de Carlota Rosales”. “Ella misma la tuvo en estima pues la enmarcó con una buena moldura, que conserva, y la presentó a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1892, en la que fue apreciada por algunos críticos. Por otra parte, es un homenaje a la pintura de su padre, Eduardo Rosales, en las calidades de los tonos oscuros, que son habituales en la tradición retratística española. Sobre ellos destacan los claros de las carnaciones y el argénteo del broche”, amplía Barón. Está colgado en el muro Este, junto al otro cuadro de la sala que no es de Rosales, sino de Lorenzo Vallés, otro pintor influido por Eduardo Rosales.

Hasta el pasado mes de julio no había rastro de una pintora que estuvo ahí. La biografía que el propio museo dispone de ella es escasa. Carlota era una desconocida incluso en su propia familia, como reconoce Carmen de Armiñán, doctora en Historia del Arte con una tesis dedicada a investigar a Eduardo Rosales. “No se sabía mucho de ella. Yo no había visto el retrato de Maximina Martínez, que estaba en casa de mis primos, y me sorprendió”, indica.

La sombra del pintor

En la familia hay de ella unas 15 pinturas todavía y todos coinciden en que, gracias al estudio de Carmen de Armiñán, hoy podemos saber quién fue esta figura que perdió a su padre con un año de edad y estuvo admirándolo el resto de su vida. “Tanto hablaba mi madre de él, tal culto había a su memoria en casa, que yo creo haberlo conocido y tratado, porque los recuerdos de lo que me contaban se hacían vivos en mi amor a mi padre”, le contó a Carmen Burgos en la entrevista mencionada. Eduardo Rosales murió con 37 años.

“Mi padre era muy guapo, alto, de mirada inteligente y melancólica, como todos los destinados a morir de esa enfermedad. Esta lo maceró de manera que su rostro bondadoso tenía algo del rostro de Cristo”, explica Carlota Rosales a Colombine que, junto a su madre y el resto de su familia, quedó en ruina a la muerte del pintor por tuberculosis. Solo tenían en su poder La muerte de Lucrecia. Este cuadro hoy cuelga en el Museo del Prado, cerca del retrato de la esposa de Eduardo Rosales, hecho por la hija de ambos. Ese inmenso cuadro fue el único patrimonio que heredaron. Lo vendieron al Estado, gracias a Segismundo Moret, que también concedió a Carlota la pensión para estudiar en Roma, sin concursar. El escándalo se hizo tan insoportable que abandonó Roma antes de acabar el tercer año de beca.

Carlota Rosales, la pintora que cambió los pinceles por la aguja, apenas pudo dedicarse íntegramente al arte una década. Lamentablemente, los Rosales fueron una familia de artistas breves. Mientras el famoso pintor muere demasiado pronto, su hija tuvo que matar a la artista que estaba creciendo en ella. Estas perturbadoras relaciones entre sexo, género, economía, maternidad, trabajo y creación que arrojan luz sobre la desigualdad y la falta de atención en las creadoras son tratadas en Silencios, un fantástico ensayo publicado en 1965, obra de Tillie Olsen (1912-2007) y rescatado ahora por la editorial Las afueras. “Las que escribimos somos supervivientes, somos únicas. Una de doce”, afirma Olsen en este tratado de desigualdades por haber nacido con un cuerpo de mujer.

El museo se abre

Manuel Lagarón Comba reconoce que está muy orgulloso de que Carlota Rosales haya entrado en el Prado. Cuenta que a la muerte de su padre, el patrimonio familiar fue repartido y así es como el legado privado llegó al museo público. “Somos clase media y esta venta nos supone mucho afectivamente. Lo económico no nos importa tanto. Creo que hemos cumplido un sueño que podría haber tenido Carlota Rosales”, indica. El cuadro nunca se movió de la casa de sus padres, pero sus habitante sí. Sus tías recibieron del hijo del pintor Palmaroli una casa con cuadros del propio Palmaroli, y de Carlota y Eduardo Rosales. Tras la testamentaría, Manuel Lagarón tiene casi una decena de cuadros de la pintora.

“No tengo duda de que el retrato de Maximina, que ya está en el Prado, es su mejor obra. No tengo conocimiento de arte, pero ese retrato tan oscuro es tan real. A mí me llaman la atención sus manos. Me recuerda a la Lucrecia que pintó su padre. Tan tranquila y tan desprendida. Sabemos poquísimo de la vida de Carlota pero sí es evidente que nación por el arte y para el arte. Pero lo dejó todo por cuidar de sus hijos”, cuenta Manuel Lagarón. En la familia la recuerdan “muy victoriana y digna”, una mujer seria.

Maite Comba tiene 88 años y conoció a Carlota Rosales. “Era una mujer que tenía una mirada muy profunda. Era muy recta, muy recta. Las mujeres en aquella época sólo podían dedicarse a los hijos, la casa y el marido”, nos cuenta por teléfono. Maite nunca quiso que su hija estudiara una ingeniería, sino Bellas Artes. Su hija es Ángeles Comba y es restauradora. Lo que más le llama la atención de las mujeres que retrató Carlota Rosales es la fuerza y la dignidad con la que las representa. Son personajes muy contundentes. El retrato de Maximina aporta una mirada nueva y necesaria a las salas del siglo XIX, en las que antes de que apareciera ella, el mundo sólo era cuestión de hombres. Maximina aporta una mirada propia y femenina, una presencia que rompe con las decenas de exuberantes retratos realizados por los Madrazo, siempre inspirados en la mujer como objeto de seducción.

El camino que la pintora ha tardado en hacer desde el salón de la casa familiar a la sala del museo se ha prolongado muchos años. Ahora, gracias a la presión social por construir una nueva narrativa con unos criterios de calidad que incluyan a las pintoras. “Para nosotros ha sido un reencuentro con Carlota, porque nuestro interés estaba centrado en exclusiva sobre la obra de Eduardo”, añade con honestidad Manuel. No ha quedado nada de su historia, ni agendas, ni apuntes, ni diarios... Apenas unas pocas fotos. Un fantasma que ahora se hace real.

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