El día en que los colores perdieron las palabras

Peio H. Riaño

18 de agosto de 2023 22:16 h

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Cuando Lawrence Herbert creó la multinacional dedicada a especificar colores, todavía existía el “violeta de bosque”, el “rojo cadmio”, “verde silencio”, “azul alma”, “salmón divino”, “marrón valor” o el “amarillo primor”. Los colores eran presa de la cursilería, en un intento de hacer ciencia con la poesía para definir el mundo que vemos. Herbert, el rey del color, es el fundador de Pantone y se dedica a crear muestrarios de color desde 1956, cuando entró en una pequeña imprenta que los fabricaba y terminó comprándola seis años después gracias a la inversión de una mujer de la que no se conoce su identidad. “Fabricar colores ha sido, tradicionalmente, una actividad imprecisa aunque a menudo muy simbólica”, escribe Victoria Finlay en su libro de historia, viajes y aventuras: Color (publicado en España por Capitán Swing y traducido por Eva Acosta). “Color equivale a precisión”, añade la autora, que recorre las historias que han dado forma a aquello que no la tiene.

Para Finlay, abrir una caja de pinturas es algo parecido a abrir un libro y encontrarte con las historias que guarda. “Son historias de sacralidad y blasfemia, de nostalgia e innovación, de secreto y mito, de lujo y textura, de ganancias y pérdidas, de crueldad y codicia”, cuenta la autora británica. En su viaje por el mundo, buscó una explicación a los comienzos históricos de los colores y de una aclaración: por qué se llaman así. Finlay recuerda que los inuits de Canadá distinguen entre docenas de tonos de nieve, que en Mongolia hay más de 300 palabras para definir el color de los caballos.

Herbert recordó que tuvo que desarrollar unas tarjetas que identificaban el contenido graso de un hígado por el color antes de un trasplante. Pero el trabajo más extraño que recibió, reconoció Herbert a Finlay, fue el de un criador de peces de colores. El encargo consistía en calibrar los tonos de los colores de las carpas koi: “Llegaron una veintena de peces en bolsitas, los puse a todos en un acuario y los fui moviendo hasta que los tuve ordenados en términos de color”.

Cifras y letras

Pero cuando se citó hace 20 años con Lawrence Herbert, la persona que pone los nombres a los colores en nuestros días, le sorprendió con un pequeño drama: la poesía en la nomenclatura tenía sus días contados. El “tono de musgo” o “manantial de azufre” estaban condenados a desaparecer del famoso catálogo en forma de abanico. La definición de los colores se iba a reducir a una numeración. La biblioteca de los colores que creó en 1963 había alcanzado más de 700 referencias.

“Ya no vamos a dar más nombres. En la próxima edición vamos a eliminarlos”, le comentó Herbert a Finlay, unos años antes de vender la empresa por 180 millones de dólares a X-Rite Incorporated (que la vendió en 2012 a Danaher Corporation). En estos momentos, ha alcanzado un registro de 15.000 colores. El dueño de Pantone explicó a la periodista que para hablar de ciencia y medición los nombres y la poesía no eran adecuados: “Vivimos en un mundo digital y los ordenadores no necesitan nombres, sino números. La gente habla de 'rojo granero', pero no ha visto un granero escandinavo en su vida. Y de todas formas, ¿qué significa ”rojo pintura de labios“?”. La obsesión del empresario era medir el color con la ciencia, no con el arte. Solo de esa manera pudo lograr la exactitud.

Finlay repuso que los nombres de los colores eran historia, que no podía desembarazarse de ellos. Mientras su mundo se derrumbaba, ella pensaba en el “marrón momia, el ultramar, el verde de Scheele, el amarillo de Turner... y tantos otros nombres de colores que contienen historias enteras de engaño, aventura y experimentación en sus sílabas”. La periodista temía que al perder sus palabras, los colores perdieran sus historias. “Y me encantó haber hecho mis viajes por la paleta cuando aún podía explorar los mundos de aproximación y poesía, antes de que los colores empezaran a perder sus palabras”, escribió Victoria Finlay.

La historia es eterna

Uno de esos trayectos más interesantes es el que inició para descubrir los orígenes del “carmín” que tenía la paleta del pintor inglés, J. M. W. Turner (1775-1851). Se sintió atraído por la intensidad de aquel rojo hecho de sangre que, durante siglos, fue el tesoro de los incas y los aztecas, antes de que los españoles se lo apropiaran y guardaran en secreto su composición. El carmín o cochinilla es uno de los tintes más rojos que produce el mundo natural. “Aquellos hombres armados encontraron oro y plata en el Nuevo Continente, pero también encontraron el rojo. Al cabo de pocos años ya habían arrebatado a las gentes de la zona el control de la industria de la cochinilla. Como los romanos muchos siglos antes, los españoles se tomaban los impuestos en serio y pronto se estableció uno de los mayores negocios exportadores de color que hubiera visto el mundo. En México dejaron su recolección en manos de los indios”, asegura Finlay.

Cuenta la autora de Color que en 1575 llegaron a España unas 80 toneladas métricas de rojo “en forma de bolitas marrones secas”. Varios trillones de cuerpos de insectos cada año. La moda hizo del color un deseo y también la cosmética. En Europa en el siglo XVI, nadie sabía de dónde procedía aquel “rojo de España”. Hasta que a finales del XVIII el biólogo y espía francés, Thiéry de Menonville, encontró en la actual Oaxaca el principal centro de producción de cochinilla. El tesoro que buscaba se encontraba en las hijas de un cactus.

“Pero mi sorpresa fue auténtica cuando me la trajo, porque en lugar del insecto rojo que yo esperaba apareció una planta cubierta de un polvo blanco”, explicó De Menonville sobre su encuentro con un agricultor. Entonces, aplastó una sobre un papel y descubrió el tono púrpura. “Embriagado de alegría y admiración, me apresuré a abandonar a mi indio, dejándole dos monedas por su esfuerzo, y galopé a toda velocidad”, apuntó. Se marchó con un animal tan ligero como vulnerable. Francia estaba impaciente por conseguir el tinte del que se había apropiado España y del que estaba a punto de perder su monopolio.

Así que el día que Pantone incluyó el sistema numérico de referencia, parecía que sería el final de la poesía. Pero desde el año 2000, la empresa comenzó una campaña de publicidad y las palabras regresaron con fuerza. Desde entonces, celebran cada año con un color. En 2023 toca “Viva Magenta” Pantone 18-750. Según la empresa, “Viva Magenta 18-750 vibra con energía y vigor”. “Es un tono arraigado en la naturaleza que desciende de la familia roja y expresa una nueva señal de fuerza. Viva Magenta es valiente y audaz, un color palpitante cuya exuberancia promueve una celebración alegre y optimista, escribiendo una narrativa”, añade la multinacional para confirmar que el color puede prescindir de la lírica. El marketing, no.