La empresa de pintura que era Rubens: 20 ayudantes en su taller para crear 2.000 obras

Caio Ruvenal

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A la molesta y repetitiva pregunta de si se puede vivir del arte, Pedro Pablo Rubens respondió en el siglo XVII no solo que sí, sino que se podía hacer hasta una empresa. El flamenco, uno de los máximos representantes del barroco, fue el pintor más cotizado del siglo XVII y una obsesión de Felipe IV. Para satisfacer la alta demanda, creó una industria en la que llegaron a trabajar, al mismo tiempo, 20 ayudantes para producir unas 2.000 obras, de las cuales se conservan 1.500. Un número notable si se toma en cuenta que cada pieza podría demorar dos meses o más. A ese simbólico espacio de creación, pero también de manufactura, el Museo del Prado le dedica desde este martes la exposición El taller de Rubens.

A pesar de que el modelo de taller, en el que un maestro trabaja con varios aprendices, existe desde finales del siglo XVI, Rubens generalizó una actitud empresarial frente a la pintura. “Hay que pensar en su taller como un lugar con mucha actividad y bastante gente con labores muy especializadas. Por la mañana, mucha gente iba a vender marcos y molduras, y había un gran volumen de pintura estilística”, apuntó en la presentación a los medios el comisario de la exposición, Alejandro Vergara. El nivel de producción del artista es aún más valorable en una época en la que todavía existía el prejuicio hacia los trabajos manuales y mecánicos, que desde la antigüedad estaban destinados a los esclavos, a pesar del reconocimiento que recibieron en el Renacimiento.

La treintena de obras emplazadas en la sala 16A del Prado, disponibles hasta el 16 de febrero de 2025, junto con réplicas de los materiales y objetos del taller, representan el intenso trabajo a ritmo de fábrica que se realizaba. El trabajo de los ayudantes podía ir desde la preparación de los colores o bastidores hasta intervenir directamente en el lienzo. “Se pintaba poco a poco, por varias capas que se tenían que ir secando por semanas. Esto permitía que el maestro alternara con los aprendices y animaba a los autores a hacer muchos cuadros al mismo tiempo”, detalla Vergara. El aspirante a pintor aprendía en el desempeño de su labor, y el creador obtenía los beneficios económicos de esa labor.

Precios variables

Entre sus alumnos, destacaron algunos como Anthony van Dyck, el único del que Rubens hacía mención explícita en sus cartas o textos a sus compradores. En una de sus correspondencias, escribió que tuvo que rechazar hasta 100 aprendices y prefería a aquellos que ya venían con experiencia en otros talleres. Si bien antes ya existían grandes talleres de pintura, como los comandados por Rafael, Luca Giordano o Guido Reni, el del autor de Las tres gracias alcanzó un incomparable nivel de jerarquía de trabajo y popularidad que hasta el día de hoy se refleja en las miles de visitas diarias que recibe como museo en su natal Amberes.

Al existir obras producidas totalmente por Rubens, otras en las que él hacía retoques y algunas en las que solo participaba el taller, el resultado final podría variar. La muestra incluye cuadros de los tres grupos: hay obras originales, como Saturno devorando a su hijo, una de las más importantes del autor, y otras en las que solo firma el taller, como Demócrito, el filósofo que ríe. Para hacer más explícitas las diferencias entre unos y otros, la muestra ha colgado dos versiones, una auténtica y otra copia hecha por ayudantes, del retrato de Ana de Austria. “En la obra que pintó Rubens se observa una espontaneidad que demuestra cómo el autor fue adoptando decisiones creativas sobre la marcha. La parte del encaje del cuello y la franja exterior de la prenda se modificaron mientras se pintaban. En la copia, es más premeditado”, explica Vergara.

Ya sea una producción total del artista flamenco o de sus aprendices, todas las obras que salían del taller, dice Vergara, eran consideradas productos de su marca. “Al igual que un proyecto de diseño que sale de una casa de estudio, a pesar de que lo ejecute otro arquitecto, lleva el nombre del estudio”. Sin embargo, esa misma opinión no la compartían todos sus compradores. Las paredes de la sala ilustran algunas frases con las que Rubens respondía por escrito al malestar de sus clientes: “Nunca me explicó con claridad si lo que quería era un original completo o un cuadro de taller pintado por mí” y “si yo hubiese pintado el cuadro sin ayuda, habría costado el doble”.

Los ayudantes tuvieron un papel crucial en la serie de 60 cuadros sobre el poemario Las metamorfosis del romano Ovidio, que Felipe IV le encargó — la afición del rey por el pintor explica en gran medida por qué El Prado conserva 91 piezas — para decorar la Torre de la Parada, a las afueras de Madrid. Uno de los más importantes, disponible en la muestra, es Mercurio y Argos, en el que se representa el momento en que el dios dirige su espada hacia Argos, el pastor cuya hija ha sido convertida en una vaca, para alejarla del acoso de Júpiter. “El rostro de la vaca es angustiante. La mejor virtud de Rubens es saber transmitirnos el dolor que sentía cuando leía un poema. Despliega una serie de herramientas que nos transmiten esa pasión”.