La primera foto submarina de la que se tiene constancia fue tomada en 1899 por Louis Boutan, un biólogo francés. Creó una carcasa para aislar la cámara, descendió hasta las profundidades en un traje de escafandra y retrató a su compañero. Después de muchas pruebas, consiguió compensar la falta de luz y reducir los 30 minutos que eran necesarios para estas exposiciones. Pero no fue fácil. Tuvo que llevar consigo un barril relleno de oxígeno, con una lámpara de alcohol en la parte superior y conectado a la corriente eléctrica. ¿El objetivo? Que el magnesio del interior produjera un pequeño destello tras esparcirse sobre la llama. Funcionó.
120 años después, todo es diferente. El rudimentario mecanismo ha dado paso a complejos flashes, el tiempo de captura es instantáneo y las cámaras permiten ver hasta el más mínimo detalle. Pero hay algo que se mantiene en el tiempo: la curiosidad por el fondo marino.
Por ello, el festival Madrid Photo Fest, que este año celebra su segunda edición del 4 al 7 de abril, ha decidido llevar como ponentes a fotógrafos especializados en imágenes subacuáticas cuya misión no es solo contar cómo realizan su trabajo. También tienen el objetivo de abrir los ojos a una realidad que está presente aunque se encuentre a varios metros de profundidad. Existen los corales, los tiburones y los peces de colores, pero también las botellas, los bricks y las anillas de las latas.
“La mayoría de la gente no lo ve, por lo tanto nosotros tenemos la responsabilidad de enseñarlo porque somos los ojos de la denuncia”, explica a eldiario.es Carlos Villoch, un experto en fotografía submarina cuyas imágenes han sido publicadas en revistas de todo el mundo y por entidades como WWF o cadenas de prestigio como la BBC. Ahora, llega a Madrid para compartir su experiencia.
Villoch no siempre estuvo dedicado plenamente a las imágenes acuáticas. En los años 90 era informático en el Reino Unido, un trabajo de oficina, café y ordenador. Aun así su rutina cambiaba con la llegada de los fines de semana, en los que aprovechaba para dedicarse a su otro puesto, el de instructor de buceo. “Empecé a mandar currículums por fax hasta que me contestaron de las Islas Caimán. Acepté, y luego me puse a mirar en el mapa para comprobar dónde estaban esas islas a las que me iba a ir”, explica.
Desde entonces ha realizado inmersiones en todas partes, desde la Antártida hasta Sudáfrica pasando por Hawái. Tanto en aguas a treinta grados como en otras bajo cero. La diferencia entre ambas, según el experto, radica en el equipo y la formación necesaria. Por ejemplo, apunta que en temperaturas muy frías se suele utilizar un traje llamado “seco” que no es que sea cálido, sino que impide el paso de agua entre el cuello y las manos. “Luego te tienes que abrigar por dentro con una especie de forro polar que relativamente te mantiene caliente. Bueno, más bien te permite sobrevivir [risas]”, añade.
A la hora de hacer fotos hay que tener en cuenta incluso el tipo de agua. Si es salada se congela a -2 grados, mientras que si es dulce lo hace a los 0 grados. Por ello, un truco de Villoch es no lavar la cámara con agua dulce cuando va a hacer una inmersión en agua salada, ya que, de existir restos de partículas líquidas, se congelarían y formarían cristales en las juntas de la carcasa.
Lo que antes se iluminaba con un gran barril hoy se hace con unos potentes flashes. Pero, de nuevo, la técnica vuelve a tener truco. La luz no se coloca encima de la cámara, como suele ser habitual, sino a los lados de esta y separados por unos brazos. ¿El motivo? No iluminar las partículas que puedan estar en suspensión entre la cámara y el objeto fotografiado. “De lo contrario reflejarían la luz y en la imagen aparecerían manchas. Con los dos flashes lo que hacemos es dar color, porque a veces la luz del sol se filtra por el mar y nos lo roba”.
Un sujeto algo escurridizo
Como en casi todo campo de la imagen, la relación entre el fotógrafo y el sujeto inmortalizado es vital para conseguir unos buenos resultados. Es necesario lograr una intimidad, una que se transmita desde los ojos del retratado y llegue hasta el sensor de la cámara. Lograr esta conexión no es fácil, pero resulta todavía más complicado cuando quienes pasean por delante de la lente no son humanos. Ni siquiera es una especie terrestre: son animales acuáticos.
“Hay que pasar muchas horas debajo del agua para conocer el comportamiento de los animales, ya que cada uno tiene su distancia de seguridad y no te va a permitir acercarte más de ella”, aclara el submarinista. Continúa diciendo que hay que medir los gestos de forma milimétrica, porque de lo contrario, con un movimiento brusco o incluso con el ruido de las burbujas al respirar, podrían espantarse. “A veces con animales muy asustadizos tenemos que jugar con la mirada. No les observamos fijamente, porque debajo del agua un animal grande como nosotros que mira a uno pequeño generalmente implica que se lo va a comer”, menciona.
La actividad tampoco queda exenta de riesgos. Pero, al contrario de lo que se podría pensar, estos no están siempre protagonizados por tiburones. “Los animales que más guerra nos dan al final son los más pequeños, como las medusas o el plancton urticante”, sostiene Villoch, el cual cuenta con varias marcas que se lo recuerdan. “Tengo hasta cicatrices en la cara. Muchas veces no ves las medusas y, como tienes todo el cuerpo cubierto de neopreno menos la boca, justo ahí es donde te tocan”.
No obstante, el mayor peligro no tiene aletas, tentáculos ni branquias. Es el plástico. “Lo que estamos viendo incluso en las playas más remotas del índico es brutal”, lamenta Villoch. Recalca que sus imágenes no solo buscan mostrar delfines o tortugas graciosas, sino la realidad de los fondos destrozados por los residuos o los océanos maltratados por el calentamiento del agua causado por el cambio climático. “Bajas a una playa y no es que haya una bolsa o una botella, es que está llena de plástico. Y aquí en España también ocurre, es generalizado. Una vez que la basura está en el mar ya empieza a circular por las corrientes y se va acumulando por todo el mundo, incluso en zonas protegidas”, alerta el buceador.
De hecho, el pasado lunes encontraron una ballena muerta en la costa de Porto Cervo, un pueblo de Cerdeña (Italia). En su interior tenía un feto y 22 kilos de platos desechables, tuberías y bolsas, entre otros desperdicios. Un material que, curiosamente, vuelve a los humanos en forma de alimento. “Somos víctimas de nuestros errores, y es que ya prácticamente todos los peces tienen restos de microplásticos en su interior”, sentencia Villoch.