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Nick Mason: “Sin nuestras disputas no habríamos hecho los discos que hicimos”

“El viernes pasado, un nuevo grupo de Londres llamado The Pink Floyd se embarcó en su primer happening, un baile pop que incorpora efectos psicodélicos y técnica mixta, signifique eso lo que signifique”. Así les describió un crítico de la revista musical londinense Melody Maker en 1966. Ni siquiera los periodistas especializados los entendían. El sonido experimental, los efectos visuales, las letras extrañas… Lo que comenzó como una banda enigmática y no apta para todos los públicos, sin embargo, acabaría haciendo historia y revolucionando lo que hasta entonces se conocía como música.

Es lo que se pretende explicar de forma cronológica en la exposición The Pink Floyd Exhibition: Their Mortal Remains, que estará disponible en el Espacio 5.1 de IFEMA en Madrid hasta el 15 de septiembre. Se trata de una retrospectiva a través de más de 350 piezas que incluyen desde canciones manuscritas hasta los enormes e impresionantes muñecos hinchables utilizados durante diferentes tours. Además, la música es una constante en este viaje: nada más pasar por la puerta, el visitante recibe unos cascos que automáticamente cambian de pista según en qué punto del pabellón se encuentre. Pero ¿cuáles fueron sus primeros pasos?

Sus nombres eran Roger Waters, Nick Mason, Richard Wright y Syd Barrett. Ni eran reconocidos, ni se imprimía camisetas con sus caras y ni siquiera tenían dinero para costearse un vehículo en condiciones. Así lo demuestra su primera furgoneta, una vieja Bedford que compraron por 20 libras y que tenía el espacio justo para transportarlos a ellos y a sus instrumentos. Se llamaban a sí mismos los Tea Set (Juego de té), un pseudónimo que tenía poco de original naciendo precisamente de Gran Bretaña. Durarían poco con él.

Solo les bastó comprobar que otros grupos también se apodaban de esa forma para que Barrett decidiera dar un giro de 180 grados a la denominación. Se optó entonces por hacer un juego de palabras entre dos músicos conocidos de blues: Pinkney Anderson y Floyd Council. ¿El resultado? The Pink Floyd. Era el primer pilar de un gigante de la música que ni siquiera había empezado a gatear.

Pink Floyd nació en el contexto de la contracultura británica, de una generación que defendía cambios políticos y el descubrimiento de nuevos estados mentales gracias, entre otras cosas, a drogas como el LSD. También fue la era de la psicodelia rock, en la que florecían álbumes tan experimentales como Revolver (1966), que causó un gran shock entre los fans de The Beatles. Pero Syd y compañía no se limitaron a seguir la estela marcada por otros. Aspiraron a más.

“El primer álbum es una mezcla de cosas, no es solo psicodélico: tienes desde temas como Astronomy Domine hasta The Scarecrow. Syd Barret escribía incluso canciones de folk inglés y estábamos todo el rato experimentando con diferentes cosas desde el principio”, explica a eldiario.es Nick Mason, batería de la banda, responsable de muchos de los efectos de sonidos y el único miembro presente en todos los discos. Es también el cocreador de canciones tan míticas que no solo supusieron un antes y un después dentro de Pink Floyd, también en el panorama musical del momento.

Es el caso de Echoes, un tema de más de 20 minutos de duración que ocupaba la cara B del vinilo de Meddle (1971). “En ella se escucha un ping al principio, lo cual fue fruto de un experimento donde tocábamos el piano a través de un altavoz Leslie. Entonces, el sonido iba y venía y hacía como un efecto de dar vueltas, similar al de un submarino. Probamos con toda clase de cosas, hasta dejando caer objetos al agua”, afirma el músico. Estas locas pruebas, además, a veces se combinaban con otras melodías surgidas del propio azar. Por ejemplo, a la mitad de esa misma canción se puede escuchar un extraño sonido de guitarra que fue fruto de una casualidad: David Gilmour pulsó el pedal de su guitarra y no se fijó en que estaba al revés.

Pink Floyd es un grupo difícil de definir por un solo disco. Su discografía al completo es el reflejo de un amplio abanico de estilos, de estados de ánimo y de formas de ver el mundo. Una visión que, en ocasiones, estaba bañada por el LSD. Es lo que le ocurrió a Syd Barret, el primer vocalista y letrista de la formación. Sus canciones todavía son admiradas, pero a principios de 1968 se tuvo que retirar debido a su inestabilidad tanto personal como profesional. En su lugar llegó su amigo de la infancia: David Gilmour.

“Lo de Syd no fue un cambio de un día para otro. Fue algo progresivo, probablemente afectado por consumir demasiado LSD. Por eso, junto al hecho de que no quería formar de una banda, sino dedicarse a ser pintor, acabó apartándose”, recuerda Mason. El caso no pasó desapercibido para los miembros. De hecho, uno de los momentos más chocantes fue aquel en el que un Barrett completamente diferente, con sobrepeso, rapado y las cejas depiladas, se presentó por sorpresa en el estudio de grabación mientras trabajaban en Wish You Were Here (1975). Un LP que, precisamente, está dedicado a Syd.

La sinfonía espacial de 'Dark Side of the Moon'

Con The Dark Side of the Moon (1973) cambió todo. Con su lanzamiento, Pink Floyd pasó de ser un grupo de culto a convertirse en una de las bandas más reconocidas del panorama. Los 45 millones de copias que llegó a vender en todo el mundo son una buena muestra de ello. No era para menos: la idea original de Roger Waters de plasmar musicalmente aspectos como el dinero, la muerte o la locura, hizo que acabara siendo uno de los mejores discos de la historia.

“Lo divertido con Dark Side fue que hasta que no lo montamos no supimos cómo iba a quedar. Eran fragmentos, pero de repente en un día o dos se convirtió en una sola pieza”, indica el batería. Y es que, como ocurre con las grandes sinfonías, es imposible aislar un movimiento del siguiente: esta obra se entiende escuchándola desde Speak To Me hasta Eclipse. Por el medio hay canciones como Money, con la que precisamente se puede jugar en la exposición a través de una mesa de mezclas; o Time, cuyo videoclip animado con relojes propios de Dalí fueron encargados al artista Ian Emes.

Pero Pink Floyd no tocó techo tras dar a luz al prisma más famoso del rock. Tampoco con Animals (1977), en el que se ven claras referencias a Rebelión en la granja de Orwell; ni con The Wall (1979), inspirado en la infancia de Waters y en los muros tanto mentales como físicos que nos distancian; ni con The Division Bell (1994), que este año celebra su 25 aniversario.

No obstante, hay una parte que se obvia en la muestra: las disputas internas entre Gilmour y Waters, las cuales llevaron a este último a iniciar su etapa en solitario e incluso a demandar a sus compañeros por considerar que ellos no tenían los derechos legales de la banda. “A veces es un encaje necesario entre dos o varias personas para conseguir un mejor trabajo. Creo que si no hubiéramos tenido disputas como estas probablemente nunca habríamos hecho los discos que hicimos”, considera el batería.

Por razones como estas, y a pesar de que Waters ya lamentó haber denunciado a Pink Floyd, resulta complicado imaginar a la agrupación (ya sin Richard Wright) de nuevo sobre el escenario. “¿Tú qué crees?”, responde el músico al ser preguntado por la soñada vuelta. “David y Roger no tienen ningún interés en tocar juntos. Pero si hubiera otro Live Aid, como hace 10 años, o un motivo suficientemente bueno, yo creo que ambos son mayorcitos y capaces de hacer algo por un bien mayor”, añade. Una utopía que, por ahora, parece tan oscura como la cara oculta de la Luna.