“Probablemente hay tantas maneras de representar lo que es una ciudad como ciudades hay”, dijo el sociológo norteamericano Richard Sennett. Es esa la razón por la que en 1916 el fotógrafo Paul Strand decidió recorrer las calles de Nueva York para retratar a personas hasta entonces desplazadas a un segundo plano. Eran mendigos o vendedores callejeros a la sombra de los grandes rascacielos derivados de la modernidad de los años veinte.
Como explican en la página del Museo Metropolitano de Arte, Strand equipó su cámara con una falsa lente que le permitía apuntar en una dirección mientras tomaba la foto en otra. El objetivo era que las personas retratadas no se dieran por aludidas para así capturarles de la forma más natural posible, una técnica sencilla pero eficaz que le sirvió para conseguir una de las capturas más importantes del siglo XX: la de una comerciante callejera que llevaba colgado en el cuello un cartel que ella misma no podía leer con la palabra blind (ciega).
La imagen de Strand es justo la responsable de abrir la exposición Cámara y ciudad, disponible en CaixaForum Madrid hasta el próximo 12 de octubre. Se trata de un recorrido histórico a través de 259 obras, entre las que se encuentran fotografías, películas o carteles, que reflejan la evolución de la ciudad contemporánea desde finales de la década de 1910 hasta 2010.
La muestra comienza con la euforia por la modernidad de los años 20. Tras los duros hechos vividos durante Primera Guerra Mundial la fe en la tecnología se convirtió en un sinónimo de progreso que no pasaría inadvertido en la vida urbana. Y lo hizo a través de dos elementos en una dirección: el acero y el metal en vertical. Cuanto más alto, más imponente. La nueva cultura urbana había llegado para quedarse. Por ese motivo la fotógrafa Germaine Krull dedicó todo un portfolio (Mètal) a las nuevas arquitecturas, las grúas del puerto de Róterdam y a la Torre Eiffel, por aquel entonces todavía concebida como una extraña figura con la que los parisinos habían comenzado a convivir a partir de 1889.
Pero la fascinación por la modernidad escondía una cara no tan amable. La siguiente fase de la exposición nos lleva por la crisis económica de 1920, década de los sueños rotos, las quiebras y de la aparición de nuevos actores en ese escenario que es la metrópoli. El reverso de la gran ciudad era el de habitantes perdidos bajo carteles de neones, tal y como se puede ver en las capturas del fotógrafo húngaro Brassaï, conocido por sus imágenes sobre la vida en París y las personas que deambulaban sin rumbo fijo o simplemente esperaban sentadas en las calles.
Otras veces las urbes eran ejemplo de militancia. Es lo que ocurrió con la España de los años 30, tema al que la muestra dedica un buen espacio a través de los trabajos de escritores, pintores o fotógrafos de izquierdas que viajaron a España para contar los hechos desarrollados en las elecciones previas a la Guerra Civil y durante la contienda. Las imágenes dejan de ser simplemente testimonios para convertirse en armas que ayudaban a defender causas políticas. Brotaron instantáneas de fotoperiodistas experimentados como Pérez de Rozas, que el 23 de agosto de 1936 inmortalizó una marcha de mujeres con el puño en alto que habían organizado una colecta para las víctimas del fascismo.
La muestra también recoge cómo la prensa internacional se empezó a hacer eco del conflicto español. Por ejemplo, mediante un reportaje de diciembre de 1936 de la revista francesa Regards donde se narra la vida subterránea de los refugiados republicanos en el metro de Madrid, por entonces convertido en uno de los pocos lugares seguros ante las amenazas de los bombardeos.
Una flor como arma
Tras 1945 se desarrolló en París la llamada fotografía humanista, que trataba de sacar el lado más personal de los sujetos retratados después de las experiencias vividas durante la guerra. Se buscaba la reconciliación a través de escenas que anunciaban la vuelta a lo cotidiano, como la del beso frente al Hotel de Ville captada por un Robert Doisneau que años después confesó que aquel instante distaba mucho de ser espontáneo: eran dos actores contratados por el fotógrafo.
Sin embargo, la posguerra no trajo la paz del todo. La Guerra Fría y los regímenes coloniales fueron el gran detonante de finales de los setenta: el de las protestas contra de guerra de Vietnam. No solo fue un movimiento antibélico, también se oponía al antiguo orden social establecido por los gobiernos y que había desembocado en los mayores conflictos humanos vividos en la historia.
Grandes responsables de capturar esta iconografía de las revueltas fueron los fotógrafos de la mítica agencia Magnum, fundada en 1947 por reporteros que habían vivido las guerras y el Holocausto como Robert Capa o Cartier-Bresson. Uno de sus integrantes, Mac Riboud, capturó el que probablemente sea uno de los mayores iconos del pacifismo y la lucha contra la autoridad: La joven con la flor (1967), que abre este artículo.
Como cuentan en la propia página de Magnum, la protagonista de la imagen es una joven de 17 años llamada Jan Rose Kasmir que participó en una manifestación contra la guerra de Vietnam en Washington. Los soldados de la Guardia Nacional estaban armados con rifles y bayonetas, pero ella decidió plantarles cara con otra “arma”: una flor.
Las miradas sobre las ciudades están en continuo proceso de reescritura, como refleja el derribo violento de monumentos a esclavistas o colonizadores surgidos a raíz de las protestas tras el asesinato de George Floyd a manos de un policía. “Esas estatuas son una forma de ocupar espacio público y de decir que esos valores son perfectamente legítimos hoy en día, y realmente no lo son”, dijo a elDiario.es Alfredo González Ruibal, investigador del Patrimonio y divulgador histórico. Y, si caen, siempre habrá una cámara para inmortalizar el momento.