'Brawl in Cell Block 99', los quebraderos de cabeza literales de una bestia crística
A Steven Craig Zahler lo fichamos en 2015, después de enviar a un cuarteto de talluditos vaqueros a encontrarse con su dios en Bone Tomahawk. Kurt Russell cabalgaba en la vanguardia de una achacosa operación de rescate rumbo a la frontera entre la civilización y una barbarie con forma de trogloditas caníbales. Se preveía que la sangre nos salpicara en una violenta fanfarria de escopetazos y flechas, pero lo que tuvo lugar fue más allá.
El horror nos fue turbando a galopadas, hasta dejarnos agotados y a su merced para la traca final, ojipláticos y con una mueca atroz. Y cuando esta reventó, embuchamos el líquido vital hasta casi ahogarnos. Pero esta no era del previsible color carmesí, no. Era de un tono oscuro, fuliginoso, como la que baña nuestras entrañas. Fue criminal.
Zahler debía estar entre rejas. Con semejantes antecedentes, no quedaba más que acompañarle en su encierro y compartir la condena. La sentenciosa distribución cinematográfica en España dicta que Brawl in Cell Block 99 ha de abrirse directamente en la oscuridad del hogar. El ingreso se hace efectivo el 4 de abril. Tal vez, en un impropio alarde metafórico, consideren que los pijamas raídos que vestimos en la intimidad bien sirven para garantizar una inmersión absoluta en la sombra.
Sea como fuere, el esquema se repite en el segundo largometraje de este artista polivalente (novelista y músico antes que director) y autor de lo extremo: las certezas serán machacadas hasta que solo quede el tuétano y nada más. Ni la humanidad.
Los grilletes de la ética
Tanto Bone Tomahawk como Brawl in Cell Block 99 se sustentan sobre los hombros de hombres rectos, de una estirpe extinguida, regidos por un férreo código de conducta superior al individuo. La jurisdicción del sheriff Hunt se reduce a los límites de Bright Hope, nadie le rendiría cuentas por dar las vidas de dos secuestrados por perdidas, máxime cuando está desprovisto de efectivos y garantías.
La ley de la frontera es así de cruel. Y sin embargo, se apresta en ensillar su caballo y partir hacia territorio hostil, sabiendo que la recompensa más probable a su esfuerzo será terrible y vana. La muerte es la penitencia de la integridad, pero alguien debe asumir la responsabilidad.
Bradley Thomas, exboxeador, exmecánico, exalcohólico, traficante pesaroso, administra su existencia según la misma ética resignada. El devenir de acontecimientos que lo llevan al módulo carcelario que el título anticipa solo se explica como una suerte de expiación continua. En un paisaje poblado por malas personas, tiene que marcar el paso del compás moral y pagar por los pecados.
El cráneo pelado de Vince Vaughn, coronado por una cruz cristiana, esconde múltiples aristas bajo su forma ovalada. Las descubrimos desde el principio, gracias a una cámara que se pega al cogote hasta rozar el cuero (des)cabelludo, y lo acompaña en su caminar.
Su altura y envergadura, su andar mostrenco, sus puños cerrados, nos lo definen enseguida como una bestia incivilizada, peligrosa. Su carácter mesurado, su carisma sureño, su timbre suave, en cambio, nos contraindican. Es un monstruo a su pesar, un David con cuerpo de Goliath, un instrumento al servicio de una causa mayor.
Aquel que sabe de la fealdad de la violencia es quien mejor sabrá cuándo y hacia quién dispensarla. En plena frustración por haber descubierto la infidelidad de su mujer, Bradley desguaza a golpes el coche de ella, ajena a la combustión espontánea de su marido. Se esmera en hacer su empeño particularmente doloroso. No es tanto un correctivo hacia ella como un castigo contra sí mismo, sabiéndose causante el conflicto. A continuación, una y otro mantendrán una conversación no solo serena, sino racional, para enmendar los errores cometidos.
Dieciocho meses después y unas cuantas secuencias encadenadas más tarde, tendremos a Bradley abriéndose paso en el sistema penitenciario estadounidense a cada extremidad partida, con la facilidad de quien mastica un mondadientes. Lo hace porque, ahí sí, un propósito superior a él guía su paso. La consecuencia de cada golpe le hará hundir su vida conocida un poco más profundo, pero eso será soportable mientras se asesten al ritmo de la moralidad.
Hostias sacramentadas
Lo que separa ambas escenas se define como el calvario de este sansón, entregado al propósito de salvar dos vidas inocentes (la de su mujer y la de la cría que lleva en su vientre, en manos de un socio insatisfecho). Ante el ultimátum, la deshumanización es la única salida. Es un animal crístico, como atestiguan el tatuaje de su nuca y los estigmas sangrantes de sus manos y pies. Su postura le hace indicado para repartir las hostias consagradas a aquel que no comulgue con su objetivo.
Para cuando Bradley ingresa en la cárcel, hemos pasado demasiado tiempo con él como para no sentirnos apóstoles suyos, portadores de las escuetas palabras que pronuncia. El sufrimiento de verlo sumirse en la oscuridad estremece al espectador, que solo espera una rendija que irradie algo de esperanza. Una frase termina por desterrar cualquier ilusión: “Sospecho que Amnistía Internacional desaprobaría el contenido de esta sala”, se jacta el alcaide con el rictus canalla de Don Johnson.
Para entonces llevamos casi una hora y media de martirio. Para entonces, aún restan otros cuarenta minutos de tortura. Para entonces, de la humanidad apenas queda la osamenta, a punto de ser desmenuzada a pisotones.
Llegados a este punto, Brawl in Cell Block 99 se despliega sobre la pantalla como una ristra de embutidos grasientos sobre un mantel de hule a cuadros. El gore se vuelve pretendidamente chabacano, tan desagradable que acaba convirtiéndose en paródico. Los villanos adquieren la plasticidad cartoon de un macabro sketch de El Coyote y El Correcaminos, a manos de un héroe que inflige daño con la ferocidad de un Ricky-Oh alopécico.
Tiene todo el sentido. En ausencia de cualquier atisbo de sensibilidad, el cuerpo deviene en mero objeto, en un recipiente para las asaduras. Un recipiente sin otra utilidad o sentido que servir a su propia y catártica destrucción.
Narrativas reincidentes y con mala conducta
Bien es cierto que la pelea que se nos anuncia se hace de rogar y, salvo destellos, no acontece hasta el último acto. Pero no conviene hacer juicios precipitados cuando en el banquillo se sientan películas como esta. La dilatación del tiempo no es gratuita, ni mucho menos una estafa urdida inflando expectativas. Zahler no requiere de esas artes de trilero, no.
Todo lo que hemos visto hasta el momento en que los puños impactan es necesario para compartir el estado anímico del protagonista, para sumirse en esa oscura posición psicológica. La “bronquita” en cuestión, cuya magnitud resulta inabarcable para la palabra empleada para definirla, es el cénit del viaje. Uno que escapa del marco establecido en el enunciado. Como Bone Tomahawk, estamos ante una obra mutante en su concepción, puesto que desatiende cualquier empeño por una clasificación más sencilla y evidente.
Por más que vista el uniforme naranja propio del cine carcelario, Brawl in Cell Block 99 se inserta en el pabellón del horror. El escenario donde nos convoca resulta angustioso, pues una vez dentro parece imposible salir de él. Los personajes que lo pueblan, da igual el bando que defiendan, repugnan por su corrupción e indecencia.
Las coreografías de la acción, de una suciedad hemorrágica, se ensañan en chasquidos, sin cortes de montaje que maquillen no ya la técnica, sino la propia crueldad que se dispensa al otro. El ambiente que sugiere es irrespirable, porque como dice Bradley, aquí huele a mierda.
A menudo, tiende a emparentarse en espíritu a S. Craig Zahler con lo que identificamos, desde que Tarantino y Rodríguez jugaran a resucitar las sesiones dobles, como el grindhouse estadounidense. Ciertas estéticas visuales y musicales, así como el propio espíritu libre que basaba su producción, remiten a cierto cine de derribo producido en los setenta. Pero lo que ha aportado hasta la fecha trasciende esta apreciación, pues no hay trazas de nostalgia en su discurso.
Su creación, germinada por corrientes diversas (de Peckinpah a Melville, con escala en Corea del Sur), rehúye la cita directa, el guiño cómplice. Si la explotation era considerada como cine de bajos instintos, una cinta como esta habrá de entenderse, en todo caso, como cine de bajo vientre, que revienta desde las tripas.
Esquinada como un reo en la oscuridad de su letrina, misántropa como solo puede serlo quien habita incomunicado, Brawl in Cell Block 99 posee una cualidad extemporánea que hace de ella un objeto extraño y único. También revalida los méritos precedentes en la prosa de Zahler.
La habilidad para definir personajes en un par de trazos nos introduce algunos fascinantes aunque no tengamos más que un breve encuentro con ellos: mírense el parsimonioso funcionario encarnado por Fred Melamed, embebido en preservar alienantes códigos de conducta en prisión; o el inquietante abortista coreano, siempre al fondo del plano, en segundo término, al que basta un gesto -de desilusión- para hacer que nos despierte una carcajada en el momento más imprevisible.
Ese es otro de los valores que fundan el magisterio este cineasta: un humor cáustico, lacerante por imprevisible, que hará al espectador retorcerse sobre sí mismo al reconocerse riendo ante ciertas maldades. Un golpe bajo tan contundente como cualquiera de los que el inmenso Bradley pueda propinar.
Eso solo lo hace un criminal. Uno que no se esconde, que nos desafía. Sus huellas están por todo Brawl in Cell Block 99. No podemos esperar a que vuelva a delinquir