Es uno de los momentos winelover más parodiados: alguien pide una botella de vino en un restaurante y el camarero echa un poco en una copa para que la pruebe. Trazando círculos, mueve el vino en el interior de la copa, se la acerca a la nariz, lo huele y bebe un poco. Y si está bien, le dice al camarero que sí, que el vino está bueno, que puede servir al resto de la mesa.
¿Qué significa todo este ceremonial? ¿Cuánto hay que saber sobre vino para completar ese ritual sin hacer el ridículo? ¿Qué tendría que pasar con el vino para que tengamos que rechazarlo?
Buscando defectos
Ese contacto inicial con el vino no es para ver si nos gusta, sino para comprobar que no tiene defectos: puede estar acorchado. Eso puede pasar cuando el vino se contamina con TCA (Tricoloroanisol), un componente que puede aparecer en el corcho a consecuencia de un secado defectuoso. Una “contaminación” que no hace el vino tóxico, sino que afecta a sus propiedades organolépticas. Por eso muchas veces se puede ver a un sumiller oliendo un corcho que acaba de extraer: suele ser el primer detector de que un vino puede estar acorchado, cuando huele a humedad excesiva. En copa, el vino pierde sus aromas característicos y predomina el olor a corcho. A veces escuchamos expresiones como “picado” para describir un vino que se ha puesto malo. En realidad suele referirse a un exceso de acético, un defecto de elaboración que no suele darse a menudo en la actualidad. Incluso un vino puede haberse oxidado, por permanecer demasiados días abierto.
En ocasiones, el TCA no ha sido un mero contratiempo o cosa de algunas botellas: una de las causas más contaminantes eran los tratamientos que se hacían a los palés de madera en las bodegas, que infectaban al corcho y después al vino. Algunas de ellas llegaron a abordar remodelaciones importantes para eliminar el problema. El corcho forma parte de la tradición vinícola, pero hay bodegas que apuestan por innovar también en este campo. Hay corchos de silicona o elaborados con materiales inteligentes y algunos vinos ni siquiera llevan: son a rosca, un cierre que no condiciona la calidad del vino. Fuera de Europa y en muchas bodegas alemanas optan por ese tapón para sus vinos. Incluso se usan chapas en algunos espumosos de método ancestral.
En qué nos fijamos cuando probamos un vino
El lenguaje que se utiliza en el campo o en la bodega para referirse a lo relacionado con la viticultura o la elaboración es más preciso y no deja lugar a dudas, pero cuando se descorcha una botella la cosa cambia: la experiencia se describe de un modo más literario. Más allá de las fichas de cata, donde se utiliza un lenguaje más estandarizado para describir parámetros como la acidez o el aroma, probar un vino se convierte en una sucesión de descriptores que muchas veces juega con comparaciones y figuras literarias que, en ocasiones, pueden ahuyentar al consumidor poco experimentado.
Antes de decidir si un vino nos gusta, es probable que observemos el color, que habla de su edad, de la variedad de uva o de su proceso de elaboración. Puede ser más luminoso y con colores más suaves cuando es un vino más joven. Una Pinot Noir tiene menos color que una Cabernet Sauvignon. Y si un blanco macera con pieles, puede dar la sensación de que es más viejo de lo que realmente es. O podemos escuchar que es un vino naranja: atención, el vino de naranjas es otra cosa. Una vez que entra por los ojos, viene la fase olfativa: el vino puede presentar aromas primarios, que proceden de la variedad de uva, secundarios —de las fermentaciones— y terciarios, producto de la crianza (el aroma a vainilla, por ejemplo, es el resultado del aporte del roble americano de las barricas). Puede tener olores que recuerden a diferentes familias de flores o a frutas, pero normalmente no son puros y de hecho, cuando presentan aromas muy obvios o excesivos, se puede considerar como algo negativo.
Se llena la boca… de adjetivos
En las descripciones de un vino se pueden escuchar todo tipo de calificativos: estar maderizado, ser redondo, plano, fresco y, dependiendo de la acidez lo podríamos describir como vertical, o incluso tenso. Un vino puede tener incluso aristas y hasta se puede hablar de su mineralidad, una característica que puede venir definida desde el suelo en el que están plantadas las viñas. También podemos escuchar que un vino es corto o largo, dependiendo de la persistencia de la sensación cuando ya lo hemos bebido. Algo distinto es el retrogusto, una palabra un tanto en desuso, que se refiere a los aromas que llegan a la nariz cuando se ha bebido ya el vino. La expresión “lágrima” es bastante poética, aunque no sirve para describir un vino: es el rastro que deja el alcohol en la copa, así que no dice mucho de la calidad de lo que se esté bebiendo.
Decantarse por un vino y decantarlo
En algunas casas está de adorno en una vitrina, pero un decantador tiene su utilidad: sirve para jarrear el vino y también para decantarlo, en el caso de que sea necesario. El jarreado es una oxigenación rápida, para que el vino (se suele hacer con algunos jóvenes) se muestre más expresivo, se abra. Para eso se echa en el decantador de forma rápida y con fuerza. Otra cosa son los vinos muy viejos, en los que se aprecian posos. Para separar la parte líquida de la sólida se vierte con mucho cuidado. Los posos, por cierto, son materia colorante que se desprenden del líquido. También podríamos encontrarnos con bitartratos, cristalitos de ácido tartárico que se forman por cambios de temperatura y que no afectan tampoco a la calidad del vino.