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CRÍTICA

'Detroit': mirando hacia atrás con ira en tiempos de Black Lives Matter

En el filme se explican monstruosas respuestas policiales a una semana de disturbios

Ignasi Franch

Con Detroit, la realizadora Kathryn Bigelow (En tierra hostil, La noche más oscura) expande su condición de narradora de la denominada guerra contra el terror y se postula como cronista de los Estados Unidos modernos. Su nueva película se ambienta en el pasado, en unos días de protestas, disturbios y brutalidad policial racista en el Detroit de 1967. De manera implícita, sus tensas imágenes dialogan con el reciente movimiento Black Lives Matters, que ha denunciado múltiples casos de brutalidad policial con sesgo racista.

Bigelow apuesta por eso que se ha dado en denominar cine inmersivo, una intencionalidad más que el uso de formas concretas. Es un abracadabra versátil que puede trasladarnos a una musicalísima II Guerra Mundial en Dunkerque o llevarnos a Auschwitz mediante el visionado de El hijo de Saúl.

El concepto de cine inmersivo puede tener tintes de parque temático, sobre todo cuando aborda vivencias tremendamente traumáticas como si el espectador pudiese sumergirse en ellas en apenas unos minutos. La utilidad divulgativa de estos filmes y su potencial banalizador acaban dependiendo del uso que la audiencia haga de ellos.

En este sentido, el guionista de Detroit y de las dos anteriores películas dirigidas por Bigelow, Mark Boal, explicó que quería que los espectadores “no solamente viesen la historia, sino que la absorbiesen como una sensación física”.

Sin duda, la apuesta es por golpear el estómago del público. Para escenificar un cierto verismo, predominan las tomas cámara en mano que quieren transmitir sensación de urgencia o el uso del zoom. Incluso se intercalan imágenes de archivo, especialmente en unos primeros minutos en que se establece el contexto: el desalojo de un garito provoca un estallido de resentimiento ciudadano, pillaje y respuestas racistas a cargo de la policía.

Sueño americano, reservado el derecho de admisión

Los autores ofrecen un drama social con formas de thriller policial que, en su parte central, flirtea con el cine de terror. Presentan una una historia relativamente coral que se inicia con fragmentos de la vida de diferentes personajes: varios jóvenes, tres policías y un agente de seguridad privada afroamericano. Todos ellos, y algunos más, acaban convergiendo en el motel Algiers, escenario de torturas, acoso sexual y muerte después de que varios cuerpos de seguridad irrumpan en el hotel. El detonante fueron unos disparos que, según los testigos, provenían de la pistola de fogueo de un huésped. Estos hechos acaban convirtiéndose en el núcleo central, asfixiante e indignante, de la obra.

Boal también ha escrito sobre la posibilidad de tomarse libertades dramáticas o sobre su trabajo para convertir el “material crudo en un drama”. Quizá uno de los efectos de seleccionar situaciones y estructurar un relato es que Detroit puede verse como una historia sobre las posibilidades y limites del ascensor social. Los autores parece atender especialmente a Melvin Dismukes y Larry Reed, que representan dos maneras diferenciadas de perseguir el sueño americano.

Dismukes, vigilante de una tienda, apuesta por el trabajo duro y el pactismo constante. Reed, cantante del grupo de soul The Dramatics, encarna la posibilidad de saltar varios tramos de la escalera social: es el artista que podía conseguir un éxito y un dinero habitualmente vetados a las denominadas minorías étnicas. Los caminos de ambos personajes nos recuerdan la existencia de una sociedad segregada de facto, con los sectores de la seguridad y de la música como ámbitos concretos de oportunidades profesionales. Y la atmósfera de segregación también afecta a las relaciones sexuales, como queda de manifiesto en algunas escenas.

Detroit parece gritarnos que el sueño americano es un club con la entrada vetada por el color de la piel. Una noche traumática provocará que los sueños de Dismukes y Reed se conviertan en espejismos. Y aquí emerge la figura de un agente de policía sociópata, frío y racionalizador de su violencia racista.

El personaje de Phillip Krauss (a diferencia de las víctimas, los agresores responden a nombres inventados) puede leerse en términos de excusa tranquilizadora o también de alegoría. Puede ser el policía malvado que avería puntualmente un sistema que funciona o el monstruo que evidencia unas maldades estructurales. Los últimos minutos del filme, que hablan del fracaso en la depuración de responsabilidades, apuntan más bien a lo segundo.

Bigelow y compañía se abren a una crítica estructural, más allá del caso particular. Por el camino, ponen a prueba la resistencia del público mediante el relato de la noche en el Motel Algiers. Ofrecen una experiencia cargada, intensa y adecuadamente desagradable, con una gran persistencia más propia de producciones indie como Compliance. , o de un incómodo telefilme de abuso institucional posterior a los atentados del 11S de 2001: Seguridad máxima.

Los autores también evitan el desenlace únicamente reconfortante. En este aspecto, el destino del músico Reed toma especial peso. Aunque su repliegue en la fe puede interpretarse como una llamada a la resignación, el filme muestra algo más complejo: una mezcla de renuncia y afirmación de soberanía, de resentimiento e instinto comunitario.

Indignaciones asimétricas

Detroit puede ofrecer una sobredosis de estímulos que apabulla y quizá dificulta la reflexión del espectador, pero el resultado es muy apreciable. Después de presentar a los personajes y concentrarlos en un punto, la narración vuelve a dispersarse. Es una elección con cierto riesgo, pero tiene sentido para cubrir la dimensión colectiva de la historia. La escenas judiciales de absolución de los agentes investigados se alternan con las escenas de duelo, asco, trauma y reinvención de las víctimas y algunos de sus allegados.

La propuesta, en todo caso, resulta incómoda porque rompe con los sueños de consecución de una sociedad postracial durante la era de Obama. Aunque Detroit quizá rema con el viento más a favor gracias al azar y a la evolución de la historia: mientras Bigelow y Boal trabajaban en el proyecto, Donald Trump accedió a la presidencia de Estados Unidos. Y se ha rehabilitado un cierto derecho a la ira ante la constatación de que el progreso hacia la igualdad no es un camino lineal.

El momento cultural antitrumpista no ha evitado que la película haya recibido algunos dardos: desde la crítica por la falta de una catarsis tranquilizadora hasta la unidimensionalidad de un policía inequívocamente malvado. En algunas de estas críticas se percibe un sesgo etnocéntrico. Los malvados de una sola pieza parecen más aceptables cuando se trata de terroristas de Oriente Medio, y resultan insoportablemente simplificadores cuando llevan placas estadounidenses.

Con todo, a pesar de sus logros y buenas intenciones, Detroit puede hacernos recordar los límites de ese humanismo centrado en el hombre blanco, occidental, heterosexual y con un cierto poder adquisitivo. Y quizá nos revela, por comparación, algunos ángulos ciegos de los relatos que produce.

En La noche más oscura, Bigelow y Boal mostraban una escena de tortura y parecían menos preocupados por la víctima que por una agente de la CIA herida en su sensibilidad. La causa de la seguridad pasaba por encima de la humanidad de un otro de quien recelar.

Tal vez Detroit sirva de recordatorio al establishment, y a sus mismos autores, de los paralelismos trazables entre la impune redada racista de 1967 y la guerra contra el terror. De lo inaceptable que es calcular la cantidad de derechos, el porcentaje de humanidad, que puede negarse a los miembros de un colectivo para defender la seguridad de la buena gente.

El filme remite a Black Lives Matter, pero también debería hacer pensar en la actual obsesión por la seguridad y la islamofobia. Quizá la solución no pasa por incluir en la idea de normalidad a un colectivo seleccionado, como si se escogiesen cerezas maduras, sino por rechazar cualquier dinámica de exclusión.

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