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'Green Book' y el síndrome de la palmadita en la espalda de Hollywood

Viggo Mortensen y Mahershala Ali comparten viaje en 'Green Book'

Francesc Miró

Siempre resulta interesante descubrir la capacidad de una industria como Hollywood para construir y sostener nuevos relatos en torno a viejas narrativas. También cómo nos dejamos seducir por un cine que, en lugar de significarse como un reflejo del tiempo en el que vivimos, deviene un espejo en el que podemos vernos más guapos de lo que somos. Es el cine de la palmadita en la espalda.

En él abundan las historias construidas con una temática social de fondo. Se desarrollan sin demasiados aspavientos ni filigranas formales, se defienden con grandes actuaciones de intérpretes entregados, se significan como bellas historias de redención y amor. Un cine que la industria ha conseguido asimilar de forma sorprendente hasta el punto que, en los últimos años, figura casi siempre en las candidaturas al Oscar a Mejor Película: Figuras Ocultas, Lion, Brooklyn, Selma, Dallas Buyers Club, Criadas y señoras, Precious, The Blind Side... Todas interesantes a su manera.

Pues bien, acaba de llegar a nuestras pantallas Green Book, una comedia dramática complaciente pero efectiva que cuenta con cinco nominaciones en los Oscar. Dirigida con escasa imaginación pero de una elegancia tan simple como agradable, e interpretada con entusiasmo por Viggo Mortensen y Mahershala Ali -ambos con sendas nominaciones-. Otra palmadita en la espalda del espectador. ¿Significa eso que estamos ante una mala película? Depende de lo que le pidamos al cine que vemos.

Homenaje a un padre

Frank Anthony Vallelonga -a quien da vida en la película Viggo Mortensen-, trabajaba en uno de los cabarets más populares de Nueva York, el Copacabana. Se dedicaba a la gerencia pero también a la gestión de conflictos. Era robusto y tenía las formas de un italoamericano criado en el Bronx: si alguien armaba bulla, intervenía para ponerle fin. De patitas a la calle y a otra cosa.

Siempre había tenido fama de saber cómo moverse en situaciones complicadas. Desde los ocho años, se le conocía como Tony Lip por su locuacidad y capacidad para convencer a la gente de que hiciese lo que él quería. Era un hombre sencillo de fuertes convicciones y pocas sutilezas.

Justo lo que necesitaba el músico y compositor Don Shirley -interpretado por Mahershala Ali-, que iba a iniciar una gira por los estados del Sur en 1962, en pleno auge del conflicto racial con el Ku Klux Klan campando a sus anchas... y era negro. Necesitaba un chófer, pero también alguien que supiese reaccionar cuando los problemas asomasen.

Ahora, el hijo del propio Tony Lip, Nick Vallelonga, narra la historia de este viaje en Green Book. Firma el guion de una película que dirige Peter Farrelly, que a su vez se mueve en aguas desconocidas tras labrarse una carrera en la comedia cerril con películas como Dos tontos muy tontos, Algo pasa con Mary  o Yo, yo mismo e Irene.

Green Book  une así, aunque sea involuntariamente, la intención de ser el homenaje que Nick Vallelonga quisiera para su padre, con las ansias de demostrar su valía de un realizador denostado en los círculos críticos. De tal modo que se construye, siempre de forma sincera, como un objeto cinematográfico profundamente bienintencionado y académico.

Aunque no deja de resultar interesante que la película no adapte la parte más obvia de la biografía de Tony Lip. Resulta que tras la aventura que narra Green Book, el gerente del Copacabana conoció a Francis Ford Coppola. El director quedó prendado de su forma de ser y le ofreció un pequeño papel en una película que estaba preparando: El Padrino. Desde aquel momento,  Lip se convirtió en actor interpretando secundarios de películas como Toro Salvaje, Tarde de perros o Uno de los nuestros y dejando memorables personajes como el Philip Giaccone de Donnie Brasco o el impresionante Carmine Lupertazzi de Los Soprano.

El mito del salvador blanco

No es casualidad que Nick Vallelonga decidiese ambientar la película inspirada en la vida de su padre, en los convulsos sesenta. Green Book es, fundamentalmente, un drama racial vestido de buddy film. Pero un drama paternalista mediado por la mirada de un hombre blanco con miedo a resultar demasiado político.

Por eso, leer la película de Peter Farrelly solamente en clave social plantea más de un problema. Y no solamente porque el conflicto esté tratado con la melindrería y poca garra esperables de su responsable.

Los ánimos bienintencionados con los que el realizador aborda el racismo de la época no tienen, en ningún momento, la voluntad de hacer reflexionar al espectador sobre el estado actual de la sociedad norteamericana. Más bien al contrario: pretenden confirmar la presunción de una gravedad ya pasada, de un conflicto superado. Green Book, en este sentido, es la antítesis discursiva de otra película compañera de candidatura a los Oscar: Infiltrado en el KKKlan.

Allá donde la película del siempre certero Spike Lee apuntaba a que el conflicto racial, lejos de estar solucionado, tiene graves repercusiones en la sociedad actual, Farrelly incita al perdón y defiende que el amor es la solución última de cualquier disputa. Allá donde aquella señalaba a los responsables del odio, apuntando hacia nombres como David Duke, el exlíder del Ku Klux Klan que felicitó a Vox por su resultado en Andalucía, esta prefiere que el racismo sea un ente difuso que subyuga a sus protagonistas sin un responsable identificable. Allá donde Lee afirma que la lucha por los derechos de los colectivos racializados y LGTBIQ sigue muy viva, Farrelly defiende que es cosa del pasado.

En el fondo, Green Book  narra la historia de cómo un hombre blanco heterosexual ayuda y protege a un hombre negro y homosexual, ayudándole a ver la vida con otros ojos e incluso, haciéndole sentir privilegiado. Confirmándola como otra reinterpretación del mito del salvador blanco, que sigue sorprendentemente vigente en películas como Doce años de esclavitud o Figuras ocultas.

Además, tratando la memoria del verdadero Don Shirley de forma cuestionable. Resulta que la orientación sexual del músico nunca fue pública, así que Farrelly le ha sacado del armario a la fuerza. Y es significativo que la propia sobrina del pianista, Carol Shirley Kimble, dijese del film que no era más que “la versión de un blanco sobre la vida de un negro”, tal como recogía Vanity Fair. Es más, llegaba a defender que convertir la vida de su abuelo en “la historia de un héroe blanco”, le parecía “un insulto en el mejor de los casos”.

Una road movie de destino incierto

road movieAunque el discurso de Green Book  pueda oler a chamusquina, no todo lo que ofrece resulta víctima del mismo. La película es también una road movie  clásica con no pocos momentos interesantes.

Viggo Mortensen y Mahershala Ali interpretan magníficamente a dos personajes con más claroscuros de lo esperado. En especial el segundo, que compone un Don Shirley memorable lleno de matices en su forma de enfrentar el drama, los fantasmas del alcoholismo, o el propio hecho de ser negro y vivir desconectado de los conflictos de la gente que le rodea.

En este sentido, el film de Farrelly parece apuntar, por momentos, hacia algunas dianas interesantes planteando el debate sobre qué significa ser una persona racializada, sobre la relación entre raza y clase o sobre la necesidad de compartir el trauma para enfrentarlo. Pena que ninguno de ellos se llegue a abordar más allá de la pincelada.

Viendo las cinco nominaciones a los Oscar de Green Book, cabe preguntarse qué cine estamos dispuestos a ver, aplaudir y premiar. Si el que ofrece un discurso crítico o el que resulte amable y educado. Si uno realizado por voces disidentes u otro hecho por los mismos que mantenían el control de Hollywood hace cuarenta años. Spike Lee o Peter Farrelly. Cine con voluntad de cambio o de palmadita en la espalda.

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