Películas donde las mujeres mandan (y eso da miedo)
Sacerdotisas despiadadas que lideran tribus supersticiosas, invasoras alienígenas, brujas amantes de los sacrificios humanos... El cine comercial, espejo y amplificador de estereotipos y convenciones, no ha sido particularmente amable cuando ha imaginado sociedades gobernadas por mujeres.
Las películas que nos han presentado civilizaciones ginocéntricas han sido, a menudo, otra muestra de la cara más excluyente del humanismo. Aquel que ha postulado, de manera más o menos consciente, que el centro del universo es el hombre blanco y heterosexual. Y que ha contemplado a los otros, todos los otros seres humanos, como figuras subalternas o amenazantes.
Ama a los colonos, teme a las mujeres
La influencia de las novelas Ella, de H. R. Haggard, y La Atlántida, de Pierre Benoit, ha sido perdurable. Ambos textos fijaron un arquetipo, el de la sacerdotisa cruel que gobierna un mundo perdido, difundido a través de veinte adaptaciones cinematográficas y de variaciones como La reina de Cobra.
Eran películas de aventuras exóticas que tendían a educar en la superioridad de los exploradores coloniales. Las sociedades que visitaban se representaban como atrasadas, supersticiosas, crueles. El matriarcado podía considerarse una aberración más.
Los mundos ginocéntricos de celuloide no cumplían siempre todos estos requisitos. En el pintoresco serial The phantom empire, por ejemplo, la gobernante cruel de turno lideraba una sociedad tecnológicamente avanzada. En Tarzán y las amazonas, los personajes femeninos eran primitivos e idólatras pero no maléficos. Incluso resultaban algo blandengues dentro de la lógica naíf y violenta de la saga. La compasión inoportuna de las amazonas podía considerarse un signo sexista más de unas películas muy retrógradas.
En Tarzán y los hombres leopardo, el protagonista se enfrentaría a dos figuras amenazantes para el androcentrismo y el etnocentrismo: la mujer poderosa (de nuevo, sacerdotisa de una tribu primitiva) y el colonizado indignado, unidos en una insurrección tan homicida que legitima el imperialismo. Sacerdotisa y revolucionario eran derrotados por un Hombre Mono que defendía simultáneamente la pax británica y su mundo de hombres con pipa.
Pesadillas intergalácticas
Las diferentes versiones de Ella, Tarzán o La Atlántida derivaban de textos publicados en 1886, 1912 y 1919, respectivamente. Pero sus fundamentos ideológicos no quedaron en el pasado e incluso viajaron al espacio en plena Guerra Fría. En la extravagante cult movie Las mujeres gato de la Luna, unos astronautas aterrizaban en una ciudad lunar habitada por mujeres autóctonas.
De nuevo, el trasfondo de la civilización ginocéntrico era terrible: había usado el exterminio masivo para ahorrar recursos naturales. Aun así, la supervivencia de las selenitas está en peligro, y por ello planean el robo de una nave espacial terrícola. Cerca del desenlace, aparecía un motivo ya presente en algunas versiones de Ella: la mujer que traiciona a sus compañeras porque se enamora del visitante.
En Mujeres gato de la Luna, la vuelta al orden colonial-patriarcal a través del amor no tenía premio, quizá a causa del tabú del emparejamiento interracial. En otro filme de la misma época, Bajo el signo de Ishtar, los productores impusieron un chapucero cambio de final: debía evitarse un happy end de amor entre un estadounidense y la sumeria que le ayudaba a huir de su mundo perdido. Era inaceptable que los personajes de ficción pudiesen alumbrar a un hijo mestizo.
Devil girl from Mars no caía en el racismo sino que escenificaba una confluencia de miedo a la mujer independiente y anticomunismo. Una enviada de Marte secuestraba hombres para que impulsasen la reproducción sexual en su planeta: las marcianas habían reivindicado sus derechos, eso derivó en una guerra y las féminas vencedoras oprimieron a los varones hasta que estos entraron en una especie de decadencia genética.
En sintonía con ese machismo catastrofista que dice defender la concordia entre sexos, Devil girl from Mars asoció la lucha por la igualdad con estallidos de violencia. La antagonista, además, mantenía ese discurso antisentimental propio de los alienígenas comunistoides de la sci-fi maccartista. Nyah encarnó, a la vez, la amenaza soviética y el miedo al fin de la familia basada en el reparto sexista de tareas y roles.
Censura y sexismo
El influyente cine estadounidense de esa época se autopresentaba como el cine del mundo libre, pero estaba sujeto a un código de censura que fue aplicado, con rigor oscilante, entre 1934 y 1968. Eso implicó una dinámica de invisibilización o satanización del diferente, que se entrelazaba con la defensa del matrimonio como único camino hacia una vida plena y honesta. La homosexualidad, por ejemplo, fue un tabú que plantear a través de guiños y sobreentendidos.
En ese contexto, las mujeres soberanas, liberadas, eran figuras polémicas cuyo destino tendía a un cruce de caminos: redención (a menudo a través del amor romántico, un comodín narrativo con connotaciones de mecanismo de control) o castigo (social o incluso penal, cuando se trataba de figuras en la órbita de la femme fatale). Debía escenificarse una vuelta al orden incluso en las narraciones más fantasiosas.
Las sociedades ginocéntricas de celuloide solían estar condenadas al hundimiento simbólico (mediante amores que aceptaban el orden sexista) o literal. Con todo, no siempre se producía el castigo. En La sirena de Atlantis, la protagonista gozaba con la muerte de su amante y terminaba el filme gobernando la sociedad que la idolatra. Quizá Antinea escapó de la lógica moralista porque era tan obviamente malvada que no podía considerarse un modelo de conducta.
Las productoras independientes estadounidenses, que no necesariamente se sometían al dictamen de la censura, fueron expandido los límites de lo que se podía ver en pantalla. La asfixia moralizante, defensora de una feminidad sumisa, iba dando paso a otros fenómenos androcéntricos. A lo largo de los 60, reforzaron el componente voyeur de las aventuras coloniales: más mujeres salvajes vestidas con ropas exiguas para consumo del público masculino heterosexual.
Dentro de las limitaciones del macarthismo y sus alrededores, títulos como Love-slaves of the amazons habían trabajado ese camino. En paralelo a modas extremadamente turbias, como el cine de cárceles femeninas, el mito de las amazonas sirvió para exhibir actrices para satisfacer el fetichismo chicks with guns. En clave de serie Z, reemergieron clásicos como Ella, que inspiró una fantasía postapocalíptica, y The phantom empire, reelaborada de manera libre (y babosa). Posteriormente, proliferaron las heroínas mainstream embutidas en trajes de látex o vinilo con tintes BDSM (Underworld, Ultravioleta), siempre como figuras solitarias sin estructuras matrocéntricas detrás.
Debates del siglo XXI
En fechas más recientes, se han concebido matriarcados de ficción neutros (Fantasmas de Marte) o vislumbrados con simpatía (Mad Max: furia en la carretera). Wicker man, en cambio, se ha interpretado como una muestra delirante de miedo a la liberación de la mujer y se ha convertido en objeto de burlas por su aspecto de comedia involuntaria.
La película reelabora un clásico del terror folk británico que mostraba la colisión entre la moral cristiana y la era hippie. La nueva versión abordaba una especie de choque entre sexos: un investigador se introducía en una isla gobernada por un culto ginocéntrico.
En una entrevista anterior al vapuleo crítico que recibió el filme, el realizador Neil LaBute evidenció su intención: refutar la idea de que “si las mujeres estuviesen al mando, las cosas irían mucho mejor”. Quizá LaBute, ya tachado anteriormente de misógino, elevó una crítica a toda estructura de poder o proyectó una misantropía igualitaria. Pero su obra puede interpretarse como una muestra especialmente demencial de alarmismo antifeminista, que previene sobre los presuntos horrores de un mundo futuro de mujeres emancipadas. En esta linea, el falso documental No men beyond this point visualizaba un mundo donde los hombre están casi extinguidos. Lo hacía con vocación cómica y mensaje dudoso.
Las brujas de Zugarramurdi planteó debates similares a los generados por Wicker man con humor negro carnavalesco y una cierta sátira asimétrica. Ellas son unívocamente amenazadoras y desagradables. Ellos, con sus ridiculeces evidentes, tienen rastros de humanidad. Por ello, los espectadores más misóginos pueden sentirse cómodos con unos insistentes discursos de resentimiento hacia un sexo femenino castrador. Inercias de la mirada androcéntrica, que redifunde arquetipos apolillados sin apenas cuestionarlos.