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La novela American psycho, una violentísima y sexualmente explícita sátira del entonces joven escritor Bret Easton Ellis, llegó a las librerías estadounidenses en 1991. Presentaba la narración en primera persona del presunto asesino en serie Patrick Bateman, un ejecutivo de banca de inversión que gasta cantidades ingentes de dinero en ropa y complementos de lujo con los que vestir su ausencia (casi) total de sentimientos.
De alguna manera, el libro servía para cerrar una época. La cultura yuppie, de tiburones encorbatados que se jactaban de comerse el mundo devorando a quien encontrasen en su camino, ya no despertaba admiración o envidia. En el ámbito audiovisual, las comedias que loaban a los arribistas de los negocios, como El secreto de mi éxito, fábula de meritocracia entendida a la manera neoliberal (es decir: con contactos y mucho morro), tendían a desaparecer. En las pantallas, aparecían esperpentos sobre la política económica reaganista, como aquella Están vivos donde los miembros de las élites son extraterrestres o humanos que colaboran con estos.
La mala imagen de los yuppies estaba tan arraigada que un thriller fantástico sin un especial componente satírico, Hidden: Lo oculto, se iniciaba con un extraterrestre homicida que se comportaba como un arquetípico ejecutivo de la época. La película comenzaba con el antagonista en un coche descapotable, esnifando masivamente cocaína mientras escuchaba música a todo volumen. Después llegaba la matanza en una tienda de discos, lugar que podría haber frecuentado un Bateman, también amante de los himnos pop.
En el mundo real, el yuppie quizá había dejado de presumir de su implacabilidad. Los vientos políticos habían cambiado en el ámbito de los discursos, pero no tanto en la administración real. Los cambios implementados por el gobierno Clinton, después de una larga etapa republicana (dos mandatos de Ronald Reagan, uno de George H. W. Bush) habían tenido un recorrido discutible. Algunos intentos progresistas, como una fracasada reforma del sistema sanitario o los gestos con Vietnam, estuvieron acompañados de desregulaciones del sector financiero y la banca de inversión.
En pleno 'Matrix' clintoniano, en pleno espejismo de crecimiento económico infinito con algunas medidas sociales complementarias, llegó la adaptación cinematográfica de American psycho. Se trataba de un proyecto cuyo problemático desarrollo había consumido varios directores y actores. La realizadora Mary Harron y el intérprete Christian Bale habían sido descartados y recuperados después de intentos fallidos de fichar a Leonardo Di Caprio y otras estrellas. Finalmente, fueron ellos quienes lideraron una producción de presupuesto y expectativas comerciales moderadas.
Cuando la película se presentó internacionalmente en el festival de Berlín el 18 de febrero del año 2000, había transcurrido casi una década desde la polémica desatada a raíz del libro. A esas alturas, ya se había fijado la idea que Ellis había firmado una sátira sobre el capitalismo más caníbal con componentes de desespero existencial. Harron fue fiel a esa doble columna vertebral y firmó una comedia negra, inevitablemente marcada por las dosis de violencia y sexo, que retrataba un ejemplo extremo de vacuidad debajo de una máscara social (casi) impenetrable.
Harron y compañía usaron un gore más concebido como gag que busca la estupefacción que como experiencia verdaderamente perturbadora. Moderó la provocación y potenció ese vacío del personaje que Ellis tapaba (significativamente) con un torrente de marcas comerciales y referencias sustitutivas de una identidad ausente.
El protagonista es un camaleón capaz de pontificar sobre la necesidad de tomar medidas sociales y educar contra el materialismo (entre las risas de sus compañeros). Pero que en su fuero interno capturado por la voz en off, en cambio, solo cree en el ejercicio, en una dieta saludable y en los cuidados de la piel.
Rebajada esa vertiente hiperreferencial, Bateman se pierde entre ejecutivos que encargan tarjetas de visita fundamentalmente idénticas, que confunden sus nombres entre ellos y no parecen trabajar jamás. Dentro de este grupo de no-amigos está ese depredador que no tiene esa liturgia personal de tantos asesinos en serie del audiovisual, más allá de su gusto por ejercer la crítica musical de éxitos pop antes de los coitos y los crímenes. Bateman mata a cualquier tipo de víctima, a menudo abruptamente, empujado por una voracidad que remite a la insatisfacción permanente del consumismo. O, a veces, motivado por arrebatos de celos que sugieren una bajísima autoestima.
Entre tantos hombres huecos, receptáculos de codicia y narcisismo, algunos personajes femeninos aportan una cierta humanidad. La secretaria del protagonista ejerce de reserva de emotividad. También lo hace, a su manera depresiva, una prostituta desgastada que no deja de sentir la codicia (o la necesidad) de dinero: tiene miedo del protagonista pero acepta volver con él por los billetes que le ofrece.
Mientras tanto, la “máscara de cordura” del personaje principal, según sus propias palabras, está desprendiéndose. A medida que avanza la película, Bale despliega una actuación desatada, el aspecto más extremo de una narración que se mantiene dentro de una cierta convencionalidad. Papel en el que el galés cayó de pie y alcanzó el estrellato.
Después de que Bateman reconozca sus presuntos crímenes entre lloros aterrados que se alternan con carcajadas de vendedor de humo (o de terrenos sin valor, como en la obra teatral Glengarry Glen Ross y su correspondiente versión fílmica), afirma que la confesión “no ha significado nada”. Y no tiene ningún efecto.
Como ya sugirió el clásico del expresionismo alemán El gabinete del doctor Caligari, otro filme donde se cuestionan las fronteras entre el relato subjetivo pero apegado a la realidad y una narración delirante, quizá vivimos en un mundo desquiciado donde un asesino en serie puede dirigir un psiquiátrico. O responsabilizarse de varios homicidios sin que nadie lo tome en consideración.
Transcurridos los años, el libro y la película de American psycho pueden hablarnos también de la persistencia de un sistema de creencias y conductas muy fijado, por sociopático que nos pueda parecer. Quizá los yuppies habían perdido presencia en la cultura pop, pero ahí seguían cuando se tuvo que representar el crack financiero de 2008 en el cine. Incluso un relato algo apologético de la responsabilidad del sector financiero, el thriller artísticamente sólido pero políticamente flácido Margin call, reflejaba el desprecio de Wall Street hacia 'el hombre de la calle'.
En los últimos años quizá los amantes del pelotazo económico puedan ir en zapatillas deportivas y vender aplicaciones neoexplotadoras para el móvil en lugar de especular con movimientos bursátiles y fusiones empresariales, pero el panorama ideológico no parece haber cambiado mucho. Incluso un sujeto de admiración de Bateman e icono de los antropófagos años 80, Donald Trump, alcanzó la Casa Blanca con un lema calcado de una campaña de Ronald Reagan.
Definitivamente, la historia puede resultar algo caligariana y muy lampedusiana, conformada por cambios solo aparentes. Como dijo el protagonista de la distopía futurista 2013: Rescate en Los Angeles, ese Snake Plissken con un parche en el ojo y una frase cínica siempre a punto: “Cuanto más cambian las cosas, más siguen igual”.
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