'La guerra de las corrientes': Edison como antihéroe en un Monopoly sobre el control de la electricidad
En La guerra de las corrientes, la pugna de Thomas Edison y George Westinghouse por el control del suministro eléctrico se convierte en un drama dinámico con ritmo cercano al thriller y actores de renombre (como el Benedict Cumberbatch de Sherlock y el Michael Shannon de Take Shelter).
El resultado es especialmente apreciable si se tiene en cuenta su accidentada elaboración: se presentó prematuramente con un montaje provisional pero su estreno se canceló a raíz de las denuncias contra el productor Harvey Weinstein. Y tiempo después, ya fuera del control del antiguo magnate del cine ahora juzgado por delitos sexuales, llega a nuestras pantallas un remontaje para el que fue necesario un día más de filmaciones.
La obra llega a los cines dos años después de lo previsto. Y nos traslada desde nuestro 2020 hasta finales del siglo XIX. George Westinghouse, un ingeniero que ha hecho fortuna con un sistema de frenado de los ferrocarriles, planea dominar la iluminación artificial de las ciudades estadounidenses a través del suministro de gas. Amenaza este proyecto un diseño del inventor Thomas Edison: el uso masivo de electricidad en forma de corriente continua. Después de intentar pactar con su rival, Westinghouse apuesta por la corriente alterna.
La narración parte de lo arquetípico. Benedict Cumberbatch interpreta a un Edison genial, despistado en la vida personal y matrimonial, poco interesado por el dinero. Su rival, Westinghouse, encaja en el perfil de ingeniero-magnate, un negociador mucho más pragmático. Aún así, a medida que el realizador Alfonso Gomez-Rejon y su equipo van desarrollando el retrato, subrayan que las obras de sus personajes no siempre van en sintonía con lo que dicen, explorando sus facetas ocultas.
Ambos acaban embruteciéndose en su guerra de patentes y lucha empresarial a la búsqueda de una posición hegemónica en el mercado. Los principios idealistas de Edison se revelan como directrices de conducta cuyo cumplimiento es optativo. Y su rival también se permite algunas licencias respecto a la rectitud que predica. Por el camino, los responsables del filme también se toman unas cuantas libertades con respecto a la historia real, más allá de las inevitables omisiones y simplificaciones, al convertir alguna sospecha en certeza documentada.
Un Monopoly fílmico visualmente atractivo
Yo, él y Raquel, la anterior obra de Gomez-Rejon, incluía múltiples referencias cinéfilas. Una de ellas era Madame De..., un clásico de Max Ophüls estrenado en 1953. Teniendo eso en cuenta, resulta difícil no imaginar que el director tejano ha acometido una variación para nuestros tiempos digitales de la narrativa visual dinámica que caracterizó al realizador alemán, porque agita la recreación histórica mediante una cámara en movimiento constante. Aunque también se pueden ver vestigios de las formas del Terrence Malick reciente, aunque estos ecos aparezcan podados del trascendentalismo que subyace en El árbol de la vida y otros títulos.
La guerra de las corrientes se convierte así en un pequeño tour de force estético con más dosis de adrenalina de las esperables. La tendencia a usar tomas más breves, incluir más cortes de montaje y recurrir intensivamente a los trucajes de posproducción digital hace que el hechizo ophulsiano devenga igualmente artificioso, pero quizá más efectista. El intento de inyectar ritmo puede ser tan exagerado que llega a proyectar desconfianza en la capacidad de atención de la audiencia. En algunos momentos, la obra parece un (atractivo) tráiler de sí misma.
Entre el empeño constante de agitación, eso sí, emergen intentos bellos de transmitir sensibilidad (en la filmación de un velatorio, por ejemplo). El resultado puede ser inventivo y apreciable, pero también discutible, porque está barnizado de un expresionismo que parece aplicarse de manera algo errática: se administra de manera irregular a lo largo de la película, a veces sin una voluntad expresiva discernible más allá del embellecimiento de las imágenes.
Dejando de lado su propuesta estética, La guerra de las corrientes trata de la lucha de ingenios, capitales y egos de sus protagonistas. O de la pulsión capitalista de construir negocios hegemónicos. Edison y Westinghouse juegan una particular partida de Monopoly en la que el primero sacrifica animales para ilustrar los peligros de electrocución derivados del uso de corriente alterna, mientras el segundo roba correspondencia privada.
La decisión de Edison puede leerse en clave humanista: promover una tecnología más segura en voltajes bajos, aunque sea más costosa. A la vez, su postura tiene algo de autoengaño, porque también se basa en evidentes intereses económicos y en el egocentrismo tozudo de defender una idea... y de preservar un nombre convertido en marca comercial.
Mediante un montaje paralelo, Gomez-Rejon muestra la iluminación artificial de la feria de Chicago, a cargo de Westinghouse y Nikola Tesla, y la primera electrocución con silla eléctrica. Así, el filme proyecta una crítica evidente sobre los usos potencialmente violentos de la investigación científica. También se somete a consideración del espectador un consenso chocantemente amplio: rebajar el coste del acceso a la electricidad, usar la más barata corriente alterna, bien vale algunas víctimas mortales en aras de eso que solemos llamar progreso.
Los actores de esta guerra de las corrientes no solo son Edison, Westinghouse o un Nikola Tesla relegado a un papel secundario en la película y en la historia. Los protagonistas también son los banqueros que invierten en las empresas de servicios (J. P. Morgan tiene una cierta presencia en el filme)... y los grandes propietarios que esperan dar un nuevo empujón a la Revolución Industrial, y a sus respectivas fortunas, mediante la electrificación de las fábricas.
Uno de los tiburones financieros a los que recurre Tesla resume la situación en un juego de palabras: “Lo que mueve el mundo no es la corriente (en inglés, current), sino la moneda (currency)”. Y la corriente sirvió para seguir acumulando monedas y, de paso, iluminar una parte creciente del mundo. Electrocutando unos cuantos caballos, gatos y personas por el camino.
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