Al cine social siempre se le añaden otros adjetivos. Solemne, dramático, triste, pesimista… Son etiquetas que suelen ir asociadas. Parece que cada vez que el cine mira a la periferia de sus ciudades es para centrarse en sus sombras sin preocuparse de enfocar sus luces. En los barrios hay risas y humor. Hay una lucha por salir adelante entre bromas. Una resistencia a base de socarronería. En los barrios hay comedia, aunque a muchos les cueste creerlo. De ese punto de partida, del de crear una comedia “con orgullo de clase”, una comedia de barrio que se enorgullece de serlo, nace Canallas, la nueva película de Daniel Guzmán siete años después de triunfar en Málaga (y en los Goya) con A cambio de nada.
Vuelve al certamen que le vio nacer como cineasta con una historia trampantojo, la de Joaquín González, su personaje protagonista -y nombre también del actor que lo interpreta en un juego de realidad y ficción-. Un hombre hecho a sí mismo. Un superviviente metido en lío tras lío por sus amigos Brujo y Luismi (el propio Guzmán y Luis Tosar). Canallas responde a una estructura de comedia de enredo desenfrenada. Pero sin salir de Orcasitas, el barrio del propio Joaquín. Su familia también se interpreta a sí misma, y así Guzmán introduce su cámara en el barrio para sacar carcajadas gracias a estos canallas.
Guzmán se impuso una norma para su comedia, “no juzgar y no parodiar a los personajes”. “No podía reírme de ellos, porque no sólo son mis personajes, es que soy yo también. Me puedo reír, pero nunca parodiar. Joaquín es mi amigo, y yo no les veo desde fuera y opino, sino que yo estoy dentro de ese barrio. No puedo juzgarlo porque quién soy yo para hacerlo”, puntualiza el director. Le cuesta encontrar referentes de cine de barrio luminoso en España, donde siempre se cuenta desde el mismo punto de vista, pero señala otras cinematografías. “Mira Full Monty, que no todo es Ken Loach. O los franceses. O los americanos. Lo que pasa aquí con la conciencia social y con el orgullo de clase es que te lleva a algo relacionado con el drama, y eso es porque las generalistas han dicho que lo social no es comedia, pero la comedia está en la calle. En la calle hay orgullo de clase hay gente que se lo toma con humor, que pelea, que no quiere quedarse en un lugar común. Ojalá la película vaya bien para que haya otro tipo de cine”.
Sus personajes luchan por sobrevivir, pero también por cumplir lo que les prometieron. Su coche, su casa, su bienestar social. Si no lo consiguen, buscan cómo lograrlo, y ahí entra la picaresca, ese género tan español. “Les han dicho que el bienestar social es un coche, cinco empresas, no estudiar”, apunta Guzmán que en su película señala a ese tipo de padres que quieren que sus hijos sean futbolistas de élite y sus hijas famosas que vayan a los programas de televisión. Les han vendido que deben ser los mejores, los números uno, tener la casa en la playa… nos han vendido unas mierdas“, zanja.
Sus personajes se mueven por Orcasitas, por Usera. No hay decorados construidos ni casas de diseño. Hay bajos interiores, muebles de madera antigua y tendederos en patios interiores, porque Guzmán tiene una “relación emocional con los espacios vividos”. “Quiero que el cine entre en la vida, no que la vida se pare y deje entrar al cine. Tenemos relaciones emocionales con los espacios, tienen vida, y yo busco una cosa muy concreta de verdad, de realidad. Tú ves ese Orcasitas casi soviético, gris, y estéticamente tiene mucha fuerza. Las casa del barrio Salamanca son para cuatro, y aquí esas ventanas, esa ropa tendida tiene la fuerza visual de la propia vida. ¿No dicen que el cine debe ser espejo de la realidad? Entonces enfoquemos ahí, no a otro lado”, dice con contundencia.
Para levantar Canallas ha vuelto a tardar otros siete años. Los mismos que tardó en hacer su ópera prima. No para de repetir que esta es la última, que no compensa, y asegura que durante el guion no paraba de decirlo, que durante le rodaje pensó en abandonar tres veces y que en el montaje no podía dejar de pensar en que era un proyecto imposible. “Es que lo cuento y me pongo a llorar o me pongo malo, me falta el aire…”, dice. Todo cambió cuando llegaron las primeras risas del público en los pases. “Ahí he visto que ha merecido la pena”, confiesa con una sonrisa en su rostro.
No entiende el cine de otra forma, sólo jugando el todo por el todo. “No creo que deje de hacer cine, me emociona mucho hacer cine. Cuando veo una peli que me transforma quiero hacer cine, pero este tupo de cine es triple salto mortal sin tirabuzón y sin red, y con lava debajo. No tiene sentido, pero luego si funciona se te olvida, pero hacer este tipo de cine debería estar prohibido, porque te da la vida pero también acaba contigo. No compensa ni aunque vaya bien porque dejas muchas cosas en el camino. He hecho dos y no puedo más porque esto me mata, no es broma”, asegura.
Podía haber cogido otro tipo de carrera. Uno más cómodo cogiendo encargos y asegurando su permanencia en una industria cambiante. Desde A cambio de nada ha recibido cuatro ofertas de series y tres películas de encargo. Alguna hasta empezó a desarrollarla, pero tiene que creer en lo que hace: “Necesito hacerlo mío. Me gustaría hacer encargos en algún momento de mi vida, pero ahora le dedico tanto tiempo, es tan personal y reniego de tantas cosas que no sé si haría. Sé lo que quiero contar, pero al final siempre demasiado arriesgado. Yo le voy a dedicar siempre mi cuerpo y alma, y no sé si puedo ver un proyecto como un encargo”. De momento ya ha soltado su segundo proyecto, y toca pensar en el siguiente. Puede que no sean otros siete años, pero seguro que hay algo que mantiene, ese orgullo de clase que desprende en todo lo que hace.