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La película que Aretha Franklin no quería que viésemos es una experiencia religiosa

Aretha durante la grabación de 'Amazing Grace'

Mónica Zas Marcos

Aretha Franklin siempre decía que no era una buena oradora. No le hacía falta. Mientras que otros líderes se valen de mítines y exabruptos para enardecer a la masa, a la reina del soul le bastaba con afinar una nota para conseguir un fervor equivalente. La muestra es Amazing Grace, título del disco más vendido de la artista y de la película que por fin ve la luz tras más de 30 años acumulando polvo en el fondo de un armario.

En 1972, Franklin ya formaba parte del patrimonio político de Estados Unidos. Respect se había convertido en un himno feminista y racial, así como Chain of Fools, Think o Do Right Woman, Do Right Man, donde cantaba que “las mujeres son solo humanas, debes entender, no son juguetes”. A sus treinta años había ganado siete Grammys y se había convertido en la mujer afroamericana con más premios de la historia (puesto que mantuvo hasta que llegó Beyoncé).

Los que veían a Aretha Franklin como un símbolo político describían su música como “una exaltación de la negritud”. Pero había también quien la consideraba una guía espiritual. Eso es Amazing Grace. Por eso, cuando dijo que grabaría su disco en directo durante una misa góspel en una iglesia baptista de Los Angeles, no faltaron feligreses que acudiesen a su llamada a la oración.

Tampoco faltaron los tiburones empresariales que vieron la oportunidad de sacar doble rédito económico a la convocatoria. La Warner Brothers contrató a Sidney Pollack para grabar las dos noches que duró el oficio religioso y a Aretha le pareció bien. Hasta que vio el resultado. “Le habían prometido su Woodstock (el documental) y que ella iba a ser una estrella de cine”, explicó el director Alan Elliott en el estreno de la cinta en San Sebastián.

El hombre que hipotecó su casa y se enfrentó a la diva en los tribunales para dar salida al metraje grabado por Pollack, en el fondo entiende las reticencias de Franklin hacia Amazing Grace. “La compañía discográfica hizo un gran album y la cinematográfica lo estropeó. Imagino el desamor que sintió en 1972 al ir a sacar eso al mundo”, concedió.

Uno de los problemas, aunque no era el principal para Aretha Franklin, fue que Pollack se olvidó la claqueta en casa y eso hizo imposible sincronizar el sonido con la imagen. El orgulloso director de Memorias de África nunca admitió el error en vida y se escudó en un problema con el contrato para dar el asunto por zanjado. Aretha no quería película, la Warner no quería película y Sydney Pollack no quería quedar en ridículo. Todos felices.

Cuando Alan Elliott quiso recuperar y arreglar la cinta en 2007 con el beneplácito del director, fue la cantante quien le puso cortapisas legales. Arruinado, Elliott consiguió que ella la viese en 2015 y que le gustase, pero no lo suficiente como para permitir su proyección. Ni siquiera Robert de Niro, que le pidió incluirla en la programación del festival de cine de Tribeca, logró persuadirla.

Tras la muerte de la artista, la familia llegó a un acuerdo económico con Elliott y gracias a eso hoy tenemos acceso a un documento musical único. Por suerte, la espera ha merecido la pena.

Éxtasis para los agnósticos

En este último montaje de Amazing Grace, efectivamente, Aretha Franklin no cumple con el papel de oradora. Ese se lo deja al reverendo James Cleveland, que acompaña a la artista al piano y ejerce de maestro de ceremonias tanto a un lado de la pantalla como al otro. Él es el encargado de animar a los feligreses presentando a la estrella, pero a la vez de mantener la calma y recordar, en caso de algún ataque de fanatismo, que estaban ahí reunidos “para realizar un oficio religioso”. 

En ese momento, poco importan las creencias particulares de cada uno. Cuando ella aparece con un kaftán gris perla, se sienta al piano y comienza a cantar Mary, Don't You Weep, la pantalla se convierte en un oasis y la iglesia baptista de Los Ángeles en un lugar familiar y acogedor. Lo fue hasta para Mick Jagger, que no quiso perderse el acontecimiento y asistió él solo dispuesto a vivir una experiencia religiosa.  

Para la audiencia a este lado del Atlántico, Amazing Grace es la oportunidad de ver a una de las mejores artistas de todos los tiempos apenas a unas pulgadas de distancia. No solo ofrece el retrato de la Aretha más personal, aquella que accedió a regresar al estilo con el que acompañaba las misas de su padre y que entrenó esa potencia vocal: el góspel. También es un retrato de la sociedad afroamericana de la época. 

Su padre, además de ser un predicador, aprovechaba sus sermones en la iglesia para denunciar los abusos de la supremacía blanca e inculcó a Aretha un espíritu crítico desde muy pequeña. Verle en la película dedicándole unas bellas palabras al talento y a la personalidad de su hija, es una forma de entender las raíces de la leyenda. 

Los Franklin estaban muy unidos a Martin Luther King, hasta el punto de ayudarle a preparar su famosa Marcha por la Libertad. En aquel 1963, Aretha llevaba un tiempo fuera de los coros góspel y había centrado su talento en el soul y el jazz. “No creo que desmereciese a Dios cuando decidí cambiar de estilo hace dos años, al fin y al cabo, el soul nació con la esclavitud y el sufrimiento de mi pueblo”, resumió la cantante en una columna de opinión.

Cinco años más tarde interpretó Precious Lord en el funeral de King. Desde entonces, su voz estuvo unida para siempre a la lucha por los derechos de los afroamericanos. También la canta en Amazing Grace, momento en el que toda la bancada de la iglesia le acompaña a un mismo son. Lo mismo ocurre con We Are On Our Way, Wholy Holy o Never Grow Old, interpretadas magistralmente por ella, el coro góspel dirigido por Alexander Hamilton y la voz rasgada del reverendo haciendo los bises. 

Antes del pase de la película en San Sebastián, Alan Elliott animó a cantar, bailar y llorar igual que hicieron los asistentes a aquellas dos noches de 1972. Porque Amazing Grace es un cine de experiencias, y esas no se pueden ahogar con el crujido de las palomitas ni con el silencio sepulcral de una sala. 

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