Muere el último mito del terror clásico
Es inevitable arrancar un repaso de la carrera de Lee con un tópico: su filmografía guarda muchos más personajes que Drácula. Es habitual resumir las carreras de los mitos del cine fantástico, tan proclives al encasillamiento, desempolvando sus papeles menores, a menudo aquellos de los que los propios actores se sienten más satisfechos: Vincent Price fue más que un atormentado villano de Poe, Peter Cushing más que Van Helsing, Boris Karloff más que el monstruo de Frankenstein. Pero ninguno de ellos fue tantísimo como Christopher Lee, que ha dado vida a una cantidad de iconos inmortales de la cultura popular absolutamente apabullante, de Sherlock Holmes a Fu-Manchú.
Participó, en papeles secundarios pero muy sustanciosos, en tres de las franquicias más lucrativas y taquilleras de la historia del cine, como son Star Wars, El Señor de los Anillos y James Bond. Y su presencia en producciones de serie B y clásicos menores es también intensísima. Era uno de los rostros más reconocibles, inquietantes y carismáticos del celuloide.
Antes de la llegada de la fama a nivel mundial con Drácula (Terence Fisher, 1958), Lee ya había interpretado a otro monstruo mítico en una producción Hammer. Se trata de la película que convirtió a este estudio británico en el gran renovador del cine fantástico moderno, gracias a notorias dosis de sexo y violencia que otorgaban una morbosa capa de significado adicional a los mitos del horror gótico. Arrancaron con La maldición de Frankenstein (Terence Fisher, 1958) donde se encontró por primera vez con su eterno enemigo Peter Cushing, dando vida al infame doctor. Lee interpretó a la Criatura, una muy distinta al monstruo bonachón y perseguido de Boris Karloff: el aspecto de Lee, oculto tras una capa de legendario maquillaje de Phil Leakey era viscoso, repulsivo, lleno de remiendos, con un ojo saliéndose de la órbita. Su monstruo supuso un repulsivo para los nostálgicos del romanticismo macabro clásico: el monstruo de Lee era un homicida trastornado y sin entendimiento.
Inmediatamente después, llegó Drácula. El vampiro de Lee también se distanciaba del vago romanticismo que popularizó el exótico acento de Bela Lugosi en las producciones en blanco y negro de la Universal, y se transformó en un depredador maquiavélico y con los ojos inyectados en sangre. A lo largo de siete películas, algunas de ellas tan notables como Drácula: Príncipe de las tinieblas (Terence Fisher, 1966), Drácula vuelve de la tumba (Freddie Francis, 1968) o El poder de la sangre de Drácula (Peter Sasdy, 1970), Lee se vio irremediablemente asociado con un vampiro que, en las últimas películas de la saga, prácticamente era una esfinge muda y bebedora de sangre (ya en Dracula: Príncipe de las Tinieblas compuso un papel de monstruo sin diálogos, a base de silbidos similares a los de un reptil).
Lee aportó al Conde unos movimientos felinos aterradores, así como un peculiar erotismo viciado en la mirada y los andares que dieron como resultado una bestia cautivadora. Es normal que, debido al increíble éxito de las películas en todo el mundo, Lee le cogiera cierta ojeriza al personaje, pero él mismo era el primero en reconocer que le debía todo a la creación de Bram Stoker... gracias precisamente a lo que le distanciaba del vampiro clásico. Lee declaró, como el gentleman que era, acerca de la Hammer: “Me dieron esta gran oportunidad, convirtiéndome en un rostro conocido en todo el mundo. Es algo por lo que estoy profundamente agradecido.”
No fue la única vez que interpretó a Drácula. Además de algunas parodias y homenajes puntuales, es muy destacable El conde Drácula (Jesús Franco, 1970), un proyecto al que el actor tenía mucha estima, ya que suponía la adaptación más fiel de la novela original jamás rodada. Sobria, inquietante y casi abstracta en ocasiones, tiene como imagen icónica a uno de los pocos Dráculas con afilado bigote, tal y como lo describía Stoker.
Aunque la Hammer le dio la gloria con Drácula, no fueron los únicos proyectos notables que Christopher Lee filmó para ellos. Fue otro mito del horror clásico, el egipcio díscolo que se veía convertido luego en La momia (Terence Fisher, 1959); uno de los marcados por la maldición de El perro de los Baskerville (Terence Fisher, 1959) -en una de sus abundantes incursiones en las adaptaciones holmesianas-; uno de los investigadores del horror mitológico que esconde La medusa (Terence Fisher, 1964); el diabólico monje zarista Rasputín (Don Sharp, 1966); o, en su mejor papel después de los dráculas, el implacable investigador de lo oculto Duc de Richleau, en Las novias del diablo (Terence Fisher, 1968). Se trata de n maravilloso thriller de aventuras satánicas que cuenta con un valor añadido: el físico de Lee estaba ya tan identificado con Drácula que la ambigüedad y el halo macabro que da a su interpretación hacen que hasta el héroe de esta obra maestra resulte sutilmente inquietante.
Poliédrico en misántropos
En la segunda mitad de los sesenta y, sobre todo, en los años setenta, la popularidad de Lee era de tal calibre que comenzó a verse encasillado. Papeles como el Sherlock Holmes de El collar de la muerte eran poco habituales, y continuamente daba vida a villanos como el maléfico demonio oriental Fu-Manchú, al que encarnó en las cinco películas que se rodaron del personaje, desde El regreso de Fu-Manchú (Don Sharp, 1965) a la psicotrónica El castillo de Fu-Manchú (Jesús Franco, 1969). Su carisma como villano definitivo le sacó, eso sí, de la serie B, y le permitió enfrentarse al mismísimo James Bond en la mejor película de Roger Moore como 007: El hombre de la pistola de oro (Guy Hamilton, 1974) donde daba vida a Scaramanga, el asesino a sueldo más caro del mundo, un psicópata de tres pezones que desarrolla una peculiar relación de rivalidad y admiración con Bond.
El do de pecho en este sentido lo dio con El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973) donde dio vida a su interpretación más memorable y llena de matices: Lord Summerisle, aristócrata regente de una isla a la que un policía llega para investigar un horrendo crimen. Una vez allí descubre que los ritos paganos, las loas a la Madre Naturaleza, la concupiscencia y el asilvestramiento están a la orden del día. Todo auspiciado por la maléfica mirada de Lord Summerisle, que culminará la película con uno de los monólogos más devastadores e intensos de la carrera de Lee.
En las tres últimas décadas, Lee ha vivido cómodo en su condición de secundario de lujo. Desde el paródico mad doctor de Gremlins 2 (Joe Dante, 1990), el doctor Catheter, a los abundantes homenajes de Tim Burton, entre los que destaca su estupendo guiño a las películas de la Hammer Sleepy Hollow (Tim Burton, 1999). Las nuevas generaciones de espectadores se han reencontrado con su mirada torva y llena de secretos gracias a su papel de Saruman, el hechicero corrompido en la trilogía de El Señor de los Anillos (Peter Jackson, 2001-2003) por el abismo de poder que está a su alcance. Es una de las némesis principales de la aventura y un rival perfecto para el otro gran mago del libro, Gandalf, interpretado por Ian McKellen. También se le ha visto en las dos últimas entregas de Star Wars como el conde Dooku, el sith aprendiz de Darth Sirious al que también se conoce como Darth Tyranus. Apareciendo en las dos últimas películas de la franquicia antes del reboot de J.J. Abrams cierra así el círculo de estrellas de la Hammer presentes en el lado oscuro de la saga galáctica, ya que Peter Cushing también tenía una memorable aparición en la primera Star Wars.
Con su muerte, desaparece un actor que fue capaz de entregarse a fondo en una carrera de más de doscientas películas. Entre ellas, algunos subproductos poco destacables, pero donde Lee supo siempre sacar a pasear su inequívoca flema británica para dignificar producciones que sobre el papel no tenían demasiado sentido. ¿El caso más extremo? Su carrera como cantante heavy nonagenario: en 2010 publicó Charlemagne: By the Sword and the Cross y en 2013, el día de su 91 cumpleaños, Charlemagne: The omes of death. Colaboró con los míticos Manowar, con la banda italiana de metal épico-sinfónico Rhapsody of Fire y también dejó por el camino un par de EPs de villancicos metaleros y un pequeño homenaje a Don Quijote en clave atronadora. Es imposible poner en pie un proyecto así (y recibir los elogios de la melenuda crítica especializada) sin una convicción a prueba de balas.
Porque lo cierto es que como vampiro, supervillano, nigromante o aventurero sobrenatural, en una carrera de más de sesenta años, Christopher Lee ha demostrado que convicción es lo único que no le ha faltado.