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Robert Englund: “Adoro el terror, pero no es realmente mi especialidad”

Robert Englund y su alterego, Freddy Krueger

Joaquín Torán

Freddy Krueger nos hizo llorar de miedo, cerrar las puertas de los armarios, despertar por las noches sudando frío, dejar de dormir. Su artífice para la historia, un californiano llamado Robert Englund (Glendale, 1947) está en Madrid para recoger el premio Maestros del fantástico, el máximo galardón a toda una carrera que entrega el festival Nocturna. Englund es un habitual en España: ha rodado varias películas (La lengua asesina, De mayor quiero ser soldado) y visitado numerosas ciudades, como Sitges o Barcelona, a la que declara su ciudad europea preferida.

Elegante, vestido con una chaqueta gris y con gafas, actor de gran expresividad y de voz arrulladora, sorprende desde el principio a los periodistas que han acudido a entrevistarle con una declaración increíble: “Adoro el terror, pero no es realmente mi especialidad”. Lo dice un hombre que ha intervenido en más de 150 películas, en su mayoría de género, a lo largo de más de treinta años de carrera.

Empezó muy joven. Quedó fascinado a los cinco años con 20.000 leguas de viaje submarino (1954), de Richard Fleischer, la adaptación Disney del clásico, y se asustó mucho con el calamar gigante, todavía hoy, a pesar del tiempo transcurrido, un monstruo cinematográfico más que decente. Sufrió un verdadero impacto con Planeta prohibido (1956), “una versión de ciencia-ficción de La tempestad de Shakespeare”; quedó prendado del terror por un malentendido: a los nueve años, en una fiesta de cumpleaños, él y otros muchachos esperaban ver un western. En su lugar, les pusieron La mala semilla (Mervin Le Roy, 1956). “Tuve pesadillas con ella durante meses”, dice entre risas.

Wes Craven y el síndrome de la muerte asiática

Englund no empezó como Freddy Krueger –rodó antes un extraordinario film de zombis escrito por los guionistas de Alien, Muertos y enterrados (1981), y hasta fue el lagarto benévolo Willie en la serie V-, pero le debe la fama, sus viajes y el vino blanco que paladea a Krueger. La personalísima creación del director Wes Craven, proyectada como homenaje al actor en el festival Nocturna, volcó en Pesadilla en Elm Street (1984) parte de sus miedos infantiles. Para empezar, bautizó al asesino de las cuchillas como un matón que le atormentaba en sus días de colegio, y le dio el aspecto de un inquietante personaje que, en una noche de desvelo, atisbó mirándole fijamente desde la calle adyacente a su casa. Completó el fresco con una noticia leída en el periódico sobre un caso de histeria colectiva que afectó a exiliados camboyanos que se negaban a dormir y morían durante el sueño. El misterio fue bautizado como “síndrome de la muerte asiática”, aunque hoy es una patología conocida como síndrome Brugada.

Freddy Krueger es el “universal hombre del saco”. Un asesino y un pederasta que mata en sueños a los adolescentes de Springwood, una ficticia localidad de Ohio, como represalia por los pecados de sus padres, los responsables de la muerte por combustión del asesino. La elaborada, psicológica y catárquica película seminal daría paso con el tiempo a secuelas cada vez más infames, que caerían en la autoparodia. Craven rodaría tres de las siete películas sobre Krueger; en la última y definitiva entrega de la serie, decidió encauzar todos los disparates con una obra en la que mataba al psicópata. Es la preferida de Englund, “la mejor de todas”.

“Cuando interpretas a un personaje durante mucho tiempo, llega un momento en el que lo conoces mejor que nadie y adquieres un sexto sentido sobre lo que está bien y está mal”, alega, en parte como justificación de la opinión anterior y en parte como reconocimiento a su larga dualidad, a veces inconfundible, con Freddy Krueger.

El actor se siente muy cómodo en su profesión. Aparta la posibilidad de embarcarse en nuevos proyectos de dirección. “Dirigir me resulta doloroso –abunda-. Requiere todo un año de mi vida en el que le tienes que decir que no a muchas otras cosas. Tienes además que buscar financiación, preproducir la película, buscar las localizaciones, filmarlas, encargarte de que el guión encaje y de los actores, postproducirla y luego publicitarla. Ser actor supone un rodaje de seis semanas y hacer publicidad”.

Hay vida más allá de la Pesadilla

Englund repasa proyectos pasados y venideros con un gran repertorio de gestos y muecas, difícilmente reproducibles por escrito. Chapurrea una palabra en castellano por cada cinco, y a veces las mezcla con términos italianos. Defiende el estado del género del que dice no ser especialista y a muchos de los nuevos cineastas con los que ha participado. Se deshace en elogios sobre todo con Phil Hawkings, director de The Last Showing (2014), una de las tres películas del intérprete que ha seleccionado para su emisión el festival Nocturna. En ella, interpreta a un proyeccionista psicópata que atormenta a una pareja en un cine. La cinta no deja de ser uno de sus recientes divertimentos.

“Estoy en un punto en mi carrera en el que mi filosofía es hacer lo que me apetece”, afirma con rotundidad y un cierto deleite. Sus últimos papeles acreditan su feliz estado profesional. Psicópata, dandy, proxeneta o científico loco, ya sea como protagonista o en cameos, son los arquetipos fundamentales del último trecho de su trayectoria, los personajes predilectos de su etapa post-Freddy.

Simpático y soñador, termina casi con un desmentido: “Wes Craven me enseñó a respetar el terror y me alegro de haberle escuchado”. Antes de abandonarle con sus recuerdos y pesadillas, le confesamos que, mientras aceche por Madrid, procuraremos no conciliar el sueño. Englund sonríe. En su mirada estalla la atronadora carcajada del psicópata de la cara quemada.

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