En respuesta anticipada a los regulares “ataques” norteamericanos, ombliguistas siempre prestos a la apropiación y el remake pronto, Japón decidía hace un par de años comisionar a dos de sus talentos domésticos para reformular, desde el principio y desde casa, su mayor metáfora del miedo radiactivo y la figura mayúscula de su folclore.
Hideaki Anno, uno de los creadores de la saga de animación Neon Genesis Evangelion, y Shinji Higuchi, pope de los efectos especiales y director del reciente díptico de zombis gigantes Attack on Titan, escriben y dirigen Shin Godzilla, y con ella aportan al kaiju eiga, la tradición japonesa de monstruos gigantes, una pieza que viene a constatar que solo hay un placer igualable al de la creación: destruir.
El dios de la destrucción
Shin Godzilla se presenta como un nuevo comienzo, un reboot si se prefieren términos empresariales, que recupera los presupuestos de Japón bajo el terror del monstruo (Ishiro Honda, 1954), la primera película del personaje. Hace la número treinta en la franquicia y su inicio es el de la primera: algo muy grande y muy temible ha despertado en la bahía de Tokio.
Incorporando ideas inesperadas en su diseño, Godzilla emerge de las aguas de manera nunca vista. Una alimaña en floración, una criatura de mirada estúpida que personifica la pesadilla atómica y que a lo largo del metraje evolucionará hasta tomar la forma definitiva y respetuosa de un señor en traje de caucho, en esta ocasión el actor Mansai Nomura. Sometido a un proceso de motion capture, incorporó al carácter del reptil gestos de danza tradicional japonesa luego asimilados por los efectos digitales. Las músicas originales de Akira Ifukube que acompañan al monstruo como una charanga mitológica completan un espectáculo en el que, como diría un mal publicista (pero esta vez de verdad), se conjugan con maestría tradición y modernidad.
¡Organización!
Shin Godzilla es cine nacionalista, cómico por tanto en su fuero interno, pero es sobre todo cine administrativo, de trabajo en grupo, logística y pormenores burocráticos, desde las alianzas internacionales hasta la gestión de la opinión pública, la preocupación por los refugiados y las necesidades civiles. “¡Las vendas se han agotado en Tokio!”, se desliza en una línea de un guión atento a pequeñeces que apuntan mil historias simultáneas. Aunque lo que nos mantiene expectantes sigue siendo, como siempre en el kaiju, el deseo de ver al monstruo arrasando la civilización.
El espectáculo se sostiene en tres escenas que se fijarán en el espectador para los restos: la alucinante aparición de Godzilla como sabandija, el cabreo operístico de la bestia, sin duda la apoteósis del personaje en su más de medio siglo de historia, y la maniobra colaborativa de los poderes fácticos para neutralizarla. El resto son escenas de tránsito en las que vemos a señores de traje tomando decisiones.
No hay romance ni dramas familiares, no hay secundario cómico, por suerte no salen niños y la implicación emocional debe extraerse del colectivo, de la seguridad general puesta en riesgo. La película presenta cierta aspereza por la sencilla razón de que los individuos son peones de un ente mayor, el pueblo, y es ahí donde radica la originalidad de esta nueva entrega que se puede considerar cine político y que para ser disfrutada al cien por cien debe recibirse como lo que es: un combate de serie B entre dos monstruos abominables, Godzilla y el Estado.
Más grande, más fuerte, más simbólico
La batalla está llena de soluciones originales en su peripecia, que por otra parte empieza en el minuto cero y contiene escurridizas reflexiones sobre las inercias de la clase política japonesa y pone al día matices en su subordinación histórica al imperialismo norteamericano.
Japón no sólo ha hecho la película de Godzilla más adecuada a esta era, ha hecho algo mejor, más grande y más todo. Un producto que satisfará a los fanáticos del personaje y que tal vez sorprenda a los neófitos, mientras los cinéfilos más avezados se solazan en los cameos y pequeños papeles de directores como Kazuo Hara o Shinya Tsukamoto e incluso detectan al divulgador cinematográfico Daniel Aguilar, probablemente el español con mayores conocimientos en ciencia ficción japonesa, que incorpora en pantalla al cónsul francés.