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‘Sin tiempo para morir’: el Bond de Daniel Craig se despide de un mundo en transformación

Ignasi Franch

2 de octubre de 2021 16:00 h

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Han pasado quince años desde que se estrenó en cines el relanzamiento de la franquicia Bond protagonizado por Daniel Craig. Casino Royale significaba el regreso del espía bebedor y seductor, que tomaba Martini mezclado pero no agitado y se acostaba con mujeres que nunca reaparecían en la siguiente aventura. Los responsables del filme ensayaron una aproximación un poco más cruda que parecía beber en algunos aspectos del éxito de El caso Bourne.

La aventura ha durado cinco largometrajes. La etapa ha sido gratificante, discutida hasta el apasionamiento cuando se trata de distinguir sus mejores o peores momentos. ¿La obra más destacada es Casino Royale o Skyfall?. ¿La entrega más floja es Quantum of Solace (de metraje mesurado y planteamiento directo) o Spectre (más pintorescamente pulp, con momentos decididamente bobos, pero no necesariamente menos disfrutable)?

Sin tiempo para morir podría estar destinada a ocupar un lugar tranquilo dentro de la saga, a salvo de adhesiones apasionadas y de contestaciones biliosas. Aunque la respuesta emocional añadida que la despedida pueda generar en los aficionados, el dopaje emocional que generan las narraciones multipelícula que se benefician del vínculo que se ha cultivado entre los personajes y la audiencia (véase Vengadores: Endgame), puede propulsarla en las preferencias del público.

En esta ocasión, nos reencontramos con un Bond alejado del espionaje tras los eventos relatados en Spectre. El antagonista Ernst Stavro Blofeld (Christopher Waltz) ha sido derrotado y encarcelado, y el agente ha sufrido una nueva adversidad que (auto)sabotea su vida amorosa. Un miembro de la CIA, el habitual Félix Leiter, se acerca al héroe para que este le ayude a recuperar un arma genética de ciencia ficción, diseñada por la inteligencia británica para el refinamiento de los asesinatos dudosamente selectivos tan del gusto de los gobiernos estadounidenses o israelíes. Tras algunas dudas, Bond acaba entrando en el juego y se cruza los caminos con Spectre, con Blofeld… y con una nueva organización enfrentada a estos.

Un cierre continuista

La última aventura de Daniel Craig como Bond intenta equilibrar una cierta gravedad con algunas distensiones moderadas. La nueva entrega se aleja notablemente de las mascletás digitales de Fast & Furious. Y no apuesta claramente por esa cordialidad y comicidad coral al estilo de Misión: Imposible, pero sí que prosigue el camino de sus precedentes. Se abren un poco las ventanas para suavizar los posibles picos de solemnidad, siempre a través de las apariciones de las actuales y rejuvenecidas encarnaciones de Q, Monypenny y… ¿007? Al repertorio de secundarios se añade una bulliciosa Ana de Armas como espía que juega a ser bisoña y despistada, pero es otra máquina de abatir enemigos.

La nueva película es una obra de productores que encaja de manera bastante armónica con las entregas precedentes. Aún así, podría considerarse que Sin tiempo para morir se aleja discretamente de los arrebatos de molonidad visual que tamizaban las Skyfall y Spectre firmadas por el realizador Sam Mendes. La elección como director de Cary Joji Fukunaga anticipaba una continuidad en este aspecto. Al fin y al cabo, el cineasta estadounidense se hizo un nombre entre el gran público a raíz de un largo plano secuencia que destacó dentro de los primeros capítulos de True detective.

Con todo, Fukunaga y su equipo parecen haber apostado por una cierta sobriedad. No se recrean en oropeles estéticos que llaman la atención sobre sí mismos. Esta vez no vemos nada parecido al vistoso y artificioso plano secuencia (confeccionado digitalmente) que abría Spectre. Sí reaparecen fugazmente los momentos de representación siniestra de una sociedad secreta que salpicaban ese mismo filme, que adquirían un cierto aspecto de anuncio de colonias creepy protagonizado por Monica Bellucci y los sicarios liderados por Blomfeld.

El resultado es dignísimo, seguramente satisfactorio. Aunque, sin caer en el aspecto frankensteiniano de producciones problemáticas como Chaos walking o Solo, no acaba de parecer del todo cosido. Quizá hay que saludarlo como un gesto de apertura: un espectáculo de entretenimiento también puede tener reservado un cierto espacio a la digresión, a la viñeta de drama y personajes que demora durante unos segundos la acción non stop. Aunque también pueda verse como un resto indeseado de imperfección causado por los cambios de director, las entradas y salidas de guionistas y las reconcepciones del proyecto.

El héroe y el crepúsculo

Los últimos filmes de la saga han escenificado algunas idas y vueltas alrededor de lo antiterrorista y lo securitario. Skyfall fue un blockbuster antipolítico que defendía la opacidad de los servicios de inteligencia y la necesidad de que operen al margen de cualquier control parlamentario. Spectre parecía compensar ese mensaje al alertar sobre los riesgos de la vigilancia digital masiva. Ahora, Sin tiempo para morir advierte sobre la posibilidad de que un arma gobernamental con pretensiones quirúrgicas se convierta en una fuente de destrucción masiva.

Podía extraerse de todo ello la moraleja que os gobiernos deberían dejar de invertir en las industrias de la muerte, pero los responsables no terminan de llevarnos a ese terreno. Se sigue preservando la centralidad del héroe individual que corrige las pequeñas desviaciones del sistema, y que es proclive a las soluciones violentas y a seguir sus propios instintos sin ponerlos en común con nadie (aunque requiera y reciba la colaboración de un grupo de colaboradores). En Sin tiempo para morir, además, lo principal es culminar el arco dramático iniciado en Casino Royale.

Bajo la escritura de Neil Purvis y Robert Wade, junto con otros colaboradores, el universo Bond se ha ido reconfigurado. El nuevo filme concluye de manera contundente este empeño, inusual en la franquicia pero propia de un momento en que las producciones cinematográficas apuestan por la serialidad, de desplegar una auténtica saga con continuidad estrecha y donde las acciones tienen consecuencias que resuenan en las aventuras posteriores. La narración ya no se resetea fundamentalmente como sucede en las antiguas teleseries, orientadas al disfrute de capítulos autoconclusivos.

En Sin tiempo para morir no solo reaparece el malvado previo, cosa que ya había sucedido en otras ocasiones. Como en Spectre, se vuelven a lanzar hilos a Casino Royale y sus sucesoras. E incluso reaparece su amante de la película previa, Léa Seydoux. Y las consecuencias a las acciones vistas en las entregas anteriores toman todo tipo de formas.

La apuesta narrativa enfatiza el barniz dramático que ha recubierto el trayecto reciente del personaje. Y quizá nos surgiere que el Bond clásico, la leyenda fijada en las primeras adaptaciones visuales de 007 (dejando de lado, por supuesto, la versión cómica sesentera de Casino Royale) y evolucionada sin prisa pero sin pausa, quizá ya no puede existir en el contexto modificado por Purvis, Wade y compañía. Que no encaja en el mundo un poco más humano que los guionistas han ido construyendo, que no puede interactuar con unos personajes que ya no solo son vigilantes, espías y contraespías, obsesionados por la seguridad nacional. Quizá el héroe es trágico no solamente porque puede errar e incluso perder, sino también porque su mito está condenado a desaparecer junto con el universo mítico que había habitado. Y que se reconfigurará, más o menos profundamente, en el siguiente reboot.