El riesgo de acabar el puzzle
Vivimos bajo el reinado de Ocho apellidos vascos. Con diez millones de euros de recaudación y miles de espectadores en su balance, la película de Martínez Lázaro ha conseguido llevar hasta las salas todos aquellos tabúes regionales que España no se había atrevido a exorcizar. En palabras del presidente recientemente difunto, podemos definir el fenómeno como “la elevación a categoría cinematográfica de 'normal' de lo que en la calle es simplemente normal”.
Un éxito sin matices. Un éxito explicable. Pero ¿qué pasa cuando ocurre lo contrario? ¿Qué pasa cuando se estrena una película que nos habla de lo que ocurre en la calle sin utilizar las palabras –o las imágenes o, simplemente, la ortografía– que son habituales en la calle? ¿Cómo descodificamos una historia de la que no podemos hablar con argumentos lógicos, ante la que sólo podemos reaccionar emocionalmente?
Un resumen ejecutivo del argumento de Upstream Color puede acabar convirtiéndose en el peor enemigo de la cinta: una mujer, que ha sido secuestrada, resulta intoxicada por un misterioso gusano que la somete a la voluntad del secuestrador; cuando consigue expulsar a ese agente externo, descubre que no ha sido la única víctima.
Las sinopsis sirven para las películas “normales”, para –la celebradamente exitosa– Ocho apellidos vascos, pero aquí estamos hablando de otra cosa. Aquí estamos hablando de un puzzle. De una sucesión de escenas aparentemente inconexas, dominadas por los colores y los sonidos, que intentan evocar sensaciones en el espectador. Que no apelan a los vericuetos lógicos de la trama que ya todos tenemos tatuados en el cerebro. Para entendernos, es muy posible que salga usted de ver Upstream Color sin entender de qué va la película. Y no sabemos si eso importa.
El director estadounidense Shane Carruth, que ya maravilló al mundo de la crítica festivalera con su Primer (2004), se encarga también aquí del guión, la música, el montaje y la fotografía de la película. Y la distribución. E interpreta al coprotagonista. Ha tardado casi una década en armar esta sinfonía que bien puede hablarnos de la alienación del ciudadano contemporáneo o de la dictadura de la moda o resultar, simplemente, un ejercicio estético. Quién sabe. Cualquiera que sea el caso, será usted quien decida.
Los señores y señoras que hablamos de cine nos vemos obligados a reaccionar con palabras –en artículos como este– ante una sucesión de imágenes que apela a nuestras vísceras, no a nuestro cerebro. Debemos recomendar o no el visionado de esta película atendiendo a una serie de argumentos lógicos que sólo podemos apoyar en nuestros recuerdos y en nuestras emociones. Y eso, leídos lectores, es muy engañoso.
Desde estas líneas les podemos animar a ver Ocho apellidos vascos porque nos sentimos capaces de racionalizar la película, pero... ¡ay, Upstream Color! Puede ser la entrada más provechosa de su vida o un soberano tostón que provoque su ira contra nosotros. Es una cuestión de riesgo, de atreverse a armar el puzzle. Y, a primera vista, no corren buenos tiempos para los aventureros.
En las críticas internacionales podrán leer que es “experimental”, “fascinante”, “o pretenciosa o sublime”, “sorprendente”. Es todas esas cosas. Pero no nos pidan que les digamos si es buena. ¿Qué significa eso? Aquí sólo podemos darles las piezas, no la fotografía del puzzle.