Asumimos el acto de concebir un hijo como algo privado, como un trámite resuelto en la intimidad de las sábanas y en el que solo dos personas tienen derecho a opinar. Eso en el caso de una pareja heterosexual o en la que óvulos y espermatozoides funcionen casi a la perfección. Si alguno de esos dos supuestos no se da, tener un hijo se convierte en una cadena parecida a la de una granja de cría intensiva y en un tema de chismorreo público.
Familia, amigos, ginecólogos, anestesistas, especialistas en fecundación, trabajadores sociales, farmacéuticos y un largo etcétera subvierten el significado de “vida privada”. Y así se titula irónicamente la nueva película de Netflix, que aborda los múltiples intentos de una pareja que sobrepasa la cuarentena por quedarse embarazada.
La directora Tamara Jenkins estuvo a punto de bautizarla Mediana edad, pero la suerte quiso que el título definitivo de su cinta hiciese mejor justicia a todo lo que se aborda en el guion. Los actores Kathryn Hahn y Paul Giamatti interpretan a Rachel y a Richard, un par de intelectuales de 41 y 47 años respectivamente que quieren completar su hogar con la llegada de un bebé. Y lo quieren con urgencia.
Quizá Vida privada pretendiese en un principio poner el foco en la trillada crisis marital y en la búsqueda del retoño como vía de escape, pero su deriva resulta infinitamente más interesante. El cine ha explorado de sobra lo primero y apenas se ha atrevido a retratar la infertilidad como el complejo extenuante que es en realidad. Por eso -y por saber contarlo con la gracia que no tiene- es justo atribuir el mérito a una película irreverente y contradictoria como la vida misma.
“Sentir que las cerezas se secan de golpe, tu ilusión se queda en la estación anterior, tu dinero se va por el desagüe”, escribió Silvia Nanclares en uno de los relatos más crudos que se ha publicado sobre inseminación artificial. La escritora relataba que tanto su cuerpo como sus ánimos se habían desgastado con los falsos embarazos, y aún así ella y su pareja cumplían en la cama “los días indicados con la puntualidad de los creyentes, esperábamos y nos cuidábamos”.
Rachel y Richard han abandonado los intentos con el sexo tradicional, se encuentran en la fase de la espera y de vez en cuando en la de los cuidados. Sus momentos íntimos se reducen a él inyectando hormonas en el coxis de su mujer, mientras que los públicos se van convirtiendo en el pan de cada día. Cada paso que toman en el proceso requiere una exposición mayor, hasta que al final la ilusión se diluye entre el desencanto, el dolor físico, los gritos y las opiniones ajenas.
Crítica a las mafias de la fertilidad
Vida privada arranca con un plano en negro en el que de fondo se escuchan resoplidos, la fricción de las sábanas y ligeros murmullos. Parecería que Tamara Jenkins nos está abriendo las puertas del dormitorio de la pareja e invitándonos a presenciar su momento más confidencial. Y en parte así es, pero no con la escena que nos imaginamos.
Richard introduce una aguja hipodérmica en la espalda de su mujer mientras ella lanza todo tipo de improperios y se revuelve contra la almohada. Esta estimulación ovárica es el primero de los muchos escenarios que se nos presentan del camino hasta la gestación; un camino sórdido que se allana a través de gags cómicos bien situados.
Como cualquiera de los secundarios meticones, al espectador le empiezan a asaltar las preguntas: ¿cómo han llegado hasta aquí? ¿Por qué ahora? ¿No se plantean adoptar? Para no tener que contestar a todos los impertinentes, la película expone una realidad incómoda que representa a las 50 millones de parejas infértiles que deben aguantar a diario los interrogatorios y los cursillos de ética.
En este caso, Rachel se negó a interrumpir su prometedora carrera de escritora con un embarazo y, cuando quiso darse cuenta, sus óvulos tenían un 4% de posibilidades de ser fecundados. Por su parte, Richard, un exgurú teatral reconvertido en mano de obra de una empresa de embutidos, fue una especie de ameba pasiva hasta que se encontró con que sus espermatozoides no eran capaces de marcarse un sprint. Ambos decidieron entonces sacrificarse en alma y cuerpo, sobre todo ella, para desafiar a la naturaleza y al reloj biológico.
Después de un buen número de fecundaciones in vitro infructuosas, se decantaron por la gestación subrogada y más tarde por la adopción. Vida privada no sortea los dilemas éticos que implican estas opciones, y es especialmente despiadada con las empresas que se lucran gracias a parejas desesperadas y mujeres necesitadas.
“Es mucho más sencillo cuando hay dinero de por medio, al menos eso le aporta algo de lógica”, les espeta la agente de una empresa de adopción que al final les da el portazo. Con el vientre de alquiler tampoco corrieron mejor suerte, ya que la chica a la que “contrataron” desapareció de la noche a la mañana sin bebé y sin dinero.
La primera mitad de la película actúa como un mazazo continuo sobre las expectativas de la pareja, hasta el punto de que llegan a navegar por el “eBay de los óvulos” o se citan en empresas con burdos lemas de márketing como A veces hacen falta tres para crear una familia. Se palpa la extenuación emocional en la relación sin llegar a desvelar si fue antes el huevo o la gallina. ¿Un bebé era la solución a sus problemas o estos llegaron cuando comenzaron con el proceso de fertilización?
En cualquier caso, la respuesta no es una prioridad para Tamara Jenkins, quien padeció en sus propios intestinos la coctelera hormonal a la que se somete Rachel en la película y además aguantó las opiniones de cualquiera que tuvo a bien comentar sobre su útero. Para ella,Vida privada es una oda a las vaginas, una reivindicación de los errores y una demolición de lo público entendido como excusa para meter las narices en los asuntos ajenos.