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Opinión - Lección de dignidad. Por Esther Palomera

Shameless, la mamá de todas las grandes ficciones

Cuando vi por primera vez “Shameless” supe que había un universo nuevo en la televisión. Despojado, sucio y tan real que daba miedo. Ocurrió hace varios años, cuando todavía no era muy común descargar ficción británica, y conseguir los subtítulos de cada episodio costaba una batalla diaria del dedo índice contra la tecla F5.

En ese tiempo —que ahora parece una época ingenua— todo el mundo estaba emocionado con “Lost”. ¿Recuerdan “Lost”? Fue aquella historia tan parecida a la del avión malasio: el MH370 empezó con gran misterio y acabó decepcionando a medio mundo; “Lost” también.

Entre 2004 y 2006 todos mirábamos “Lost”, todos hablábamos de “Lost”, los subtítulos de “Lost” estaban corregidoss siempre a tiempo, los foros sobre “Lost” se multiplicaban como conejos, mientras que en Gran Betaña, silenciosa, humildemente, Paul Abbott componía la ficción más potente de la primera década del siglo: sí señor, “Shameless”. Sin aviones misteriosos, sin números chungos, sin gente guapa, aunque —eso sí— con un montón de náufragos perdidos en una isla llamada Gran Bretaña.

Esta es la intro de la primera temporada, en donde Frank presenta a cada uno de seis hijos y deja claro que lo más importante es saber armar una fiesta:

Querido diario

Rescato de mi diario íntimo las sensaciones que me provocó —en caliente—haber visto, casi sin dormir, los ocho episodios de la primera temporada completa de esta serie:

Querido diario: acabo de ver la primera temporada completa de una serie británica y escribo esto en estado con los pelos de punta. Todavía me dura la sensación maravillosa de haber leído una novela larga. Es un drama, y de los más densos. Pero también es una comedia. Tiene todo el clima de las películas inglesas de clases proletarias (pienso en Mike Leigh) pero también se fusiona con lo más retorcido del humor de “Little Britain”. Todo eso, junto, a la vez, te revienta la cabeza. En la primera temporada de “Shameless” no hay un segundo, ni uno solo, que esté de más. Todo entretiene y conmueve. Si no te estás riendo como un imbécil, es porque estás llorando como un idiota.

La trama en veinte palabras, querido diario: un padre alcóholico, abandonado por su esposa, queda a cargo seis hijos en un suburbio de clase baja en Manchester. Ya está. La genialidad de la serie no tiene nada que ver con lo rocambolesco de la trama. La familia Gallagher es como la peor familia del barrio. En apariencia es una trama común. Se podría hacer con ella una serie cualunque, intrascendente. Pero está escrita por Paul Abbott, un señor que pasó por todo aquello (madre abandónica, padre alcohólico) y ahora viene y lo cuenta con genialidad.

Todo es verdad en “Shameless”, no hay una sola escena, un solo párrafo que parezca salido de la industria del espectáculo. Todo es la putísima verdad. Genitales masculinos. Tetas flácidas. Sexo sucio —pero de mugre, no de sadomasoquismo—. Diálogos reales, entrecortados, molestos. Una ternura infinita, una lealtad familiar que no existe en las otras televisiones del mundo.

No me es posible, querido diario, explicar la fuerza que irradian los ojos de Fiona (la hija mayor), ni el brutal monólogo de Frank (el padre) caminando borracho por la calle en el episodio segundo. No tiene sentido mencionar la relación entre Lip y su hermano gay. O la fascinación de Debbie por su padre borracho. “Shameless” es verdad, no puedo dejar de repetirlo. Es verdad y es, al mismo tiempo, arte en estado puro. El cine jamás podría llegar tan lejos (en ciento veinte minutos no se logra, es imposible, que te encariñes de una manera tan profunda con cada uno de esos hijos). Y es una serie optimista, aunque transcurra en medio de la mierda. Y es humana. Y es mágica. Tiene la fuerza de “Six Feet Under” (de hecho, un vecino de los Gallagher, con gran complicidad, se llama Kevin Alan Ball). “Shameless” se ubica, desde ayer, entre mis cinco series más queridas de este siglo que empieza. Ojalá, querido diario, haya un millón de temporadas más y Frank Gallagher nunca muera de cirrosis».

Las tres primeras temporadas, lo demás no importa

Yo solía ser muy efusivo en mis diarios íntimos de 2005. Y aquel deseo se me cumplió: hubo muchísimas temporadas de “Shameless”, pero solamente vi tres. Al principio de la cuarta me aburrió, sobre todo porque la familia Gallagher se desmembró por completo, los actores que hacían los personajes principales se fueron a hacer teatro (que es tan londinense) y un día solamente quedó el padre Frank con un montón de vecinos de apellido Maguire, y la serie empezó a ser sobre la vida de estos vecinos, que no me importaban tanto.

Se fue Fiona, se fue Lip, se fue Carl, se fue Ian, se fue Debbie... Algunos de ellos regresaron a mediados del año pasado, para el episodio final, pero ya no era lo mismo. Fueron catorce temporadas en total, ciento treinta y nueve capítulos de los que quiero recomendarles, hoy, solamente los primeros veintiséis. Las tres primeras temporadas.

Si no las vieron, es una obligación moral hacerlo. Y no el año que viene, ni después del Mundial de Brasil, ni 'cuando termine de ver The Walking Dead'... ¡Ahora! No importa que sea miércoles y que estén en la oficina. Váyanse, manden todo al carajo, dejen el ordenador encendido y no vuelvan nunca trabajar. Tienen que ver “Shameless”.

Advertencia

Existe una remake usamericana estrenada en 2011, aún en curso. De hecho, anoche terminó la cuarta temporada y hay prevista una quinta para el próximo año. Su nombre es el mismo —“Shameless”— solo que con “US” al lado.

Yo llegué a odiar esta remake con muchas ganas. Cuando vi el piloto me dio asquete, todos eran mucho más lindos y estaban más bañados que los personajes originales. Y todo era muy yanqui, y no le creí nada a nadie: ni las borracheras, ni las fiestas, ni las orgías parecían de verdad.

En 2012 alguien me dijo que le diera una segunda oportunidad, porque empezaba a producirla Paul Abbott y estaba mejorando, pero no lo hice. En 2013 me dejé llevar por la curiosidad y la empecé de nuevo, desde la segunda temporada. No es lo mismo, pero ocurre algo y quiero intentar explicarlo.

“Shameless”, la original, es tu madre biológica. Entonces tu madre un día se muere (al final de la temporada tres), y tu papá se casa con otra señora, de apellido “US”. Primero la odias, la comparas, la rechazas, la ninguneas... Pero con el paso de los años te das cuenta de que es una buena mujer. No es tu madre verdadera, pero tampoco es la bruja de Blancanieves: te hace tostadas, se ocupa de cuidarte y de coserte el dobladillo del pantalón.

“Shameless US” es una madrastra fea a la que un día le empiezas a agradecerle algunos detalles. Yo le agradezco, por ejemplo, que después de la tercera temporada los hijos de Frank Gallagher sigan siendo los mismos, que la serie no se haya convertido “Los Maguire”. Le agradezco que sigan estando Fiona, y Lip, y Carl, y también Ian, y sobre todo Debbie... La versión británica no me permitió verlos crecer del todo. La versión yanqui no es ni tan cruda ni tan real, pero al menos es estable. Nadie se va de repente porque quiere hacer teatro en Londres, en eso los yanquis son más constantes. “Shameless US” es una madrastra a la que, con el tiempo, empiezas a querer.

Con esto no quiero decir que tienen que verla. ¡No por el amor de Dios! Lo que tienen que hacer es descargar ahora mismo la original y después sufrir tres años de orfandad, como me pasó a mí.

Cuando vi por primera vez “Shameless” supe que había un universo nuevo en la televisión. Despojado, sucio y tan real que daba miedo. Ocurrió hace varios años, cuando todavía no era muy común descargar ficción británica, y conseguir los subtítulos de cada episodio costaba una batalla diaria del dedo índice contra la tecla F5.

En ese tiempo —que ahora parece una época ingenua— todo el mundo estaba emocionado con “Lost”. ¿Recuerdan “Lost”? Fue aquella historia tan parecida a la del avión malasio: el MH370 empezó con gran misterio y acabó decepcionando a medio mundo; “Lost” también.