Para un hombre, la vejez empieza cuando renuncia al placer por temor a que el placer se convierta en vergüenza. No sé si me explico, pero hay hombres que mueren antes de tiempo; muertos en vida que no terminan de acomodar el deseo sexual al tamaño de su próstata.
Son cosas que me vienen a la cabeza tras la lectura de El ritmo infinito, un trabajo firmado por Michael Spitzer donde -entre otras muchas cosas- se cuenta que la vejez en los hombres no resulta tan mala aunque el muelle afloje, pues puede producir resultados análogos a los de un queso en suculenta descomposición. Con un fermento así, el estilo tardío de la expresión artística se convierte en un ejemplo de madurez; la maestría del que se mantiene firme ante el crepúsculo de su propia vida. Michael Spitzer pone como ejemplo el último disco de David Bowie, Blackstar, un trabajo realizado cuando a Bowie le diagnosticaron el cáncer de hígado que acabó con su vida.
A principios del año 2015, débil aún por el tratamiento de quimioterapia, pero motivado por el eco de una melodía gregoriana, Bowie se dispuso a hacer testamento musical. Llamó a Tony Visconti para que ayudase a dar forma a la música de ultratumba que resonaba en su cabeza. El resultado fue un disco con toques de vanguardia donde el saxo de Donny Mc Caslin se combina con la voz de un Bowie que se sabe mortal y que da su último salto sobre la base del drum'n'bass jazzero, todo ello envuelto en un colchón de teclado al estilo Brian Eno. Sublime.
Otro ejemplo de estilo tardío es el que trajeron de Cuba los soneros del Buena Vista Social Club, demostrando que la música de la vejez “no es un declive, sino un refinamiento”, tal y como afirma Michael Spitzer en este libro publicado por Ariel. Para el autor del libro, la cercanía de la muerte nos despoja de todas las pretensiones, afinando nuestros pensamientos como la punta de una flecha que se dirige al objetivo con acierto. La música de Buena Vista Social Club, con Compay Segundo en primera, es todo un gesto ante la muerte. Ry Cooder, el ideólogo del invento, no hizo algo nuevo. Para nada. Tan sólo se dedicó a completar el camino que llevaba realizando Santiago Auserón desde hacía tiempo. Los medios jugaron a su favor. También el momento, reuniendo a unos viejos soneros que iban a poner banda sonora al mundo antiguo, poco antes de que las Torres Gemelas fueran atravesadas por donde más duele.
El fin de siglo fue una época de estilo tardío llevado a la comercialidad. Fernando Trueba dirigió su mejor película, Calle 54, con la luz del crepúsculo proyectándose sobre el pianista Bebo Valdés. Han pasado más de una veintena de años, el final estaba cerca y el sonero Compay Segundo, a sus ochenta tacos, feliz como un niño chico a punto de soplar velas, le dio a Vázquez Montalbán la receta para que el placer de un hombre no quedase reducido a vergüenza: “Se sofríe en manteca un trozo de cuello de carnero hasta que pierde el color de sangre, se le añade ajo, tomate, agua, se deja cocer, y finalmente se le da el toque con limón y sal; sobre todo, que pierda el color de sangre”.
Pues eso.